http://www.alfaguara.com/es/libro/la-estacion-perdida/
http://www.lavanguardia.com/libros/20130221/54365610896/use-lahoz-premio-primavera-de-novela.html
http://www.rtve.es/radio/20121211/novelista-use-lahoz-premio-ojo-critico-narrativa-novela-estacion-perdida/585282.shtml
Y ahora, el texto:
Hay gente que se
cree sus propias mentiras y se pinta la lata del color
que más le conviene.
Esta historia trata
de ello.
El día que Santiago
Lansac vio Valdecádiar por primera vez fue un 11 de
abril de 1945. Él era todavía muy pequeño. Tenía tan sólo dos
meses, por lo que no llegó a ver ninguno de sus siete
puentes de vigas y troncos, ni el agua que pasaba por
debajo de ellos ni el torreón situado en lo más alto del pueblo.
Y es que Santiago Lansac no tuvo conciencia de dónde vivía hasta
los tres años, cuando a sus rodillas moradas saltaron
unas chispas desde las brasas del hogar y sintió que se
quemaba. Es el fuego, los restos que escupe al azar su rabia
contenida, debió de pensar, pero con otras palabras.
Entonces, ante el
humo del hogar, al tiempo que se llevaba la mano a la
rodilla, Santiago Lansac emitió un chillido que despertó al
perro que dormía bajo el banco de madera, y que hizo que el
animal levantara los párpados, moviera levemente sus
bigotes y empezara a quejarse emitiendo un gruñido huraño,
carente de todo cariño. Aquel perro se
llamaba Lucero y Santiago Lansac tardaría en olvidar aquella
mirada y aquel ronquido prolongado que a punto estuvo
de acabar en ladrido. Desde ese instante, la cocina le pareció
más pequeña, y no pasó ningún día en muchos años
en que, antes de dar un paso en la estancia, no se cerciorara de
que no estaba Lucero, o de que no dormía bajo el
banco.
Entonces Valdecádiar
era, más o menos, como ahora,
pero sin las calles
asfaltadas y sin los edificios pulidos. La
piedra de las casas
se mostraba en carne viva y tenía ese en14
canto que tiene lo
rústico y que la cal de lo moderno barniza
y empeora. Además,
entonces había tanta agua en el río que
a menudo rebasaba
los bordes, de tierra, no de cemento
como ahora, y aunque
fuera un agua turbia, había mujeres
que se arrodillaban
allí a lavar sus ropas por no ir cargadas
con los barreños y
los jabones hasta el lavadero.
Los niños,
escuálidos como alfileres, ocupaban la intemperie
con sus escondites,
su parca indumentaria y sus
planes que nunca
iban más allá de la salida del pueblo, donde
muy de vez en cuando
llegaba a pasar un automóvil cuya
propulsión solía
levantar una polvareda tan incómoda que
no valía la pena
esperar a ver automóviles, ni tan siquiera
acercarse hasta allí
si no era para acompañar a alguna madre
al lavadero, o para
coger el camino de los huertos o el que
conducía hasta el
Molino Bajo.
Era 1945 y también
hasta Valdecádiar llegaba la posguerra,
esa bestia que teñía
de luto a las mujeres y encogía
los lomos de los
machos y las mulas. Achicaba a su vez las
espaldas de los
hombres, que venían del campo como de una
guerra, con las
camisas abiertas en verano, mal abrigados de
ropas zurcidas en
los inviernos, después de labrar o de recoger
cebada y trigo, o de
trillar, o de segar, o de vendimiar, o
de sacar las reses a
pastar. Volvían de los cultivos palpando la
piel y las alforjas
a las bestias de carga, trayendo a casa algún
que otro manojo de
hortalizas arrancadas a la tierra, con los
morrales vacíos
después de la jornada, y a veces cantando, o
silbando tonalidades
repetidas.
Era la época de la
necesidad. El hambre arañaba hasta
las vísceras de
muchas familias de Valdecádiar y de todos los
pueblos de la
región, esos que raras veces se visitaban (en una
urgencia o en el día
de la Virgen, en agosto), por lo que era
necesario
arreglárselas para conseguir harina de trigo, amasarla
y acudir al horno a
cocer el pan, y agua para regar los
huertos, y cualquier
resto de las escasas sobras de las comidas
que llevar hasta los
corrales para alimentar como fuera a gallinas,
cerdos y conejos. La
guerra había pasado por el pueblo
15
dejando familias
divididas y a los ricos más ricos y a los pobres
terriblemente pobres
y delgados, igual que las cartillas
de racionamiento que
apuraban cuando algún camión se
acordaba de llegar
hasta la plaza del pueblo, con un funcionario,
gris como el mutismo
de los nichos, que gritaba apellidos
y repartía lo que
traía.
Así, sin darse
cuenta, fue creciendo Santiago Lansac,
cuya familia,
formada por su padre, Justo Lansac, y su madre
Delfina Marco, vivía
en el Barrio Verde del pueblo, hacia el
final, pero por el
lado contrario al lavadero y los huertos,
cerca de la casa del
médico y del camino que iba para Gargallosa.
En realidad,
Santiago se fue criando ajeno a necesidades
alimenticias. Sus
padres tenían buenos contactos. La tía
Paca, hermana del
padre, era la dueña de la única tienda de
ultramarinos que
había entonces en el pueblo. Allí se vendían
frutos secos,
dulces, conservas, patatas, aceite a granel,
azúcar y telas.
Nunca faltó pan, ni huevos, ni algo que llevarse
al estómago, en casa
de los Lansac; pero nunca sobró
nada, y el dinero,
las perras gordas, que así las llamaba su
madre, tardó
Santiago en verlas bastantes años. Y lo demás,
cosas como los
zapatos o los pollos rustidos, era algo que no
llegaba a ser
necesidad precisamente porque ni se conocía ni
se pensaba en ello y
porque, como le decía la tía Paca cada
vez que le daba un
caramelo, en este pueblo y en los otros no
era más feliz el que
más tenía sino el que menos necesitaba.
La madre de Santiago
tenía mal carácter. Una enfermedad
en los pechos la
mantenía enfadada con el mundo.
Era ancha de
caderas, menuda de estatura. Cada cierto tiempo
solía llevarse las
manos a los pechos, como si buscara acalorarlos.
Refunfuñaba y
ordenaba a su marido. No había día
que no exhibiera su
mal temperamento. Llevaba las riendas
de la casa, y
también las irrisorias cuentas. Era partidaria de
rezar rosarios y
alabar a Dios. A decir verdad habían sufrido
lo suyo. Justo
Lansac había luchado en la guerra con los rojos.
Lo reclutaron en el
36 y cayó preso en el 39. La batalla
del Ebro le dejó
secuelas: un miedo perpetuo, vitalicio. Una
16
mañana apareció
preso en el penal de Pontevedra. Lo llamaban
penal, pero era un
campo de concentración. Allí, con
otro joven de
Cástaras, un pueblo cercano a Valdecádiar, que
había luchado en su
mismo regimiento, estuvo doblegado
arreglando
carreteras, cargando piedras y compartiendo latas
de conserva y
chuscos de pan duro, hasta que una noche de
gracia, un sargento
los llamó y les dijo que había llegado un
informe de buena
conducta y buen parentesco, de un cura
de allá por donde
estaban sus pueblos y que, por tanto, podían
irse. Como el único
compañero que tenían era un temor
profundo, para
llegar a Valdecádiar estuvieron atravesando
la península a pie,
y sólo de noche, mientras que por
el día permanecían
escondidos en los bosques. Tardaron noventa
y tres días. Cuando
Justo Lansac llegó a Valdecádiar
lucía unas barbas
tan desarrolladas que su rostro era capaz de
asustar al más bruto
de la comarca. En cuanto apareció por
el primer puente del
pueblo y se fue acercando hacia la plaza,
algunas voces
empezaron a anunciar su llegada a base de
gritos más o menos
como éstos:
—¡Delfinaaa! ¡Que
está aquí el Justo!
—Rediós, la Virgen
Santa... ¡Delfinaaaaa!
—¡Delfinaaaa! ¡Avisa a la Delfina,
avisa a la Delfina!
—¡Delfinaaaaaaaaaa!
La Delfina estaba fregando. Tenía
un delantal mal
atado por encima de la bata. Como
en el pueblo le daban
por muerto, la bata que vestía
Delfina era negra. Fue tan
grande el impulso de rabia que
sintió que el delantal gris
donde se secó las manos quedó
demasiado arrugado. Ella no
se asustó al ver aquellas barbas.
Se fijó más en los zapatos
desvencijados, agujereados, y en
el jersey con restos de matojos,
y en la bufanda de lana rota, como
si evitara ver la cara
auténtica de la realidad, aquel
mohín cansado y los hombros
flojos. Allí estaba: un hombre
joven, terriblemente perforado
por la vida.
—Pero dónde te has metido, Justo,
justicia, ay justicia,
justicia... y tenías que venir
hoy... de regalo.
17
Era 6 de enero, día de Reyes, de
1943. La abuela
Gracia, madre de Delfina, abrazó a
su futuro yerno como
quien se acerca a besar a un
espantapájaros. El abuelo Perico,
el padre de Delfina, republicano
convicto que le había metido
al chico ideas raras en la cabeza,
dueño de la bandera tricolor
más grande que se había visto
jamás en Valdecádiar y
que sólo él sabía dónde guardaba,
no tuvo más remedio que
ponerse a llorar en silencio, en
la bodega, sin otra compañía
que su resignación, o su alegría,
y un trago de vino.
El frío de Valdecádiar helaba los
montes y dejaba escarcha
por todos sus rincones. Los pocos
y menguados árboles
parecían esqueletos, marionetas
perdidas como juguetes
de la intemperie. Una vez en casa,
Justo Lansac buscó calor
en el hogar y puso las manos ante
el fuego. Allí pudo respirar
el olor que desprendía el cuenco
de latón abollado que se
calentaba a los pies de las
brasas. Ni siquiera le distrajo el
gruñido que el perro emitía bajo
el banco. Supo que lo que
allí burbujeaba era cocido y se
quedó pensando en si era verdad
o no que ya estaba en casa.
Desde aquel día de Reyes hasta la
muerte de Delfina
Marco muchos años después, esa
pareja, salvo contadas excepciones,
no volvió a separarse ni un solo día.
Pero también
desde entonces, jamás mostró ella
un asomo de ternura, ni
una mueca de cariño hacia él, como
si no pudiera perdonarle
haberse sentido viuda prematura
durante años y no haber
tenido noticias.
Y la vida siguió en Valdecádiar
como siguen algunas
cosas sin cordura. Con su ritmo
rural, sus manos aguerridas
y sus venas ajadas. Con sus fríos
y largos inviernos y sus insoportables
calores en verano. Con sus
trabajos en el campo, su
escasez y sus envidias, su
humildad y sus avaricias, sus esfuerzos
y sus celos, su poca intimidad y
su franqueza, como en
todos los demás pueblos de todos
los países de este mundo.
Pocos días después de que Santiago
Lansac cumpliera
cuatro años, en Valdecádiar
sucedió algo extraordinario
que habría de marcar al pequeño para
siempre. Un automó18
vil llegó hasta la plaza del
pueblo. El hombre que lo conducía,
acompañado por una mujer, preguntó
a un grupo de
abuelos que tomaban el sol en la
plaza por el Ayuntamiento,
o por el alcalde y el cura. Acto
seguido, con las indicaciones
aprendidas, buscó la calle del
Trinquete y subió la cuesta a
trompicones, con el motor
retemblando, haciendo un ruido
extraño que atrajo la atención de
los vecinos.
Mientras tanto, la tía Vitorina,
hermana de Delfina
Marco, acudía presurosa camino del
Barrio Verde. Un segundo
antes de llegar a la casa de su
hermana y su cuñado, se
los encontró en la puerta. Delfina
Marco, mientras le tendía
una llave de hierro, sólo alcanzó
a decirle:
—Ahí lo tienes, donde el fuego,
ciérralo.
Cuando la tía Vitorina se encontró
a Santiago Lansac
sentado en el banco de madera,
éste, nada más advertir su
presencia, se puso un dedo en la
boca y le pidió silencio. En
voz muy baja, y señalando a sus
pies, dijo:
—Que el Lucero está durmiendo.
Entonces la tía, con un golpe de
mano, consiguió
que el pequeño viniera hacia ella.
Cuando lo tuvo delante, la
mujer se agachó a besarlo de forma
repentina y ponderada,
cercana al drama, como suele
hacerse en Valdecádiar y en
todos los pueblos de alrededor. La
cara de la tía Vitorina
olía, como siempre y hasta que se
murió, a una mezcla de
caldo de cocido, lejía y esparto.
Lo cogió de la mano y se lo
llevó escaleras arriba. Cuando
llegaron a la habitación cerró
de inmediato las ventanas y le
dijo a Santiago que se metiera
debajo de la cama. Éste obedeció
como si estuviera viviendo
una aventura. La mujer apagó la
luz del candil que alumbraba
brevemente la estancia. Cerró la
puerta con llave y se sentó
encima de la cama. Santiago oyó
chirriar los muelles del
somier. No tuvo tiempo de
preguntarse la razón de aquella
oscuridad porque entonces la
escuchó repetir una y otra vez
lo siguiente:
—Ay, hijo mío... No te se
llevarán, no. No te se llevarán,
no. No te se llevarán...
19
Un resoplido y... dos segundos
después, otra vez:
—No te se llevarán, no. No te se
llevarán, no. Ay,
hijo mío, no te se llevarán...
Si Santiago Lansac hubiera salido
de debajo de la
cama y se hubiera puesto en pie,
habría visto a su tía Vitorina
resoplar en la más completa
oscuridad, con las manos
unidas, como si rezara una oración
que redimiese a los habitantes
del pueblo de todos sus pecados. Y
habría observado
en la frente de su tía un breve
mechón de canas que blanqueaban
su flequillo y la envejecían antes
de tiempo como
pasaba entonces en los pueblos.
Pero Santiago Lansac no se
movió de debajo de la cama hasta
que, una hora y media
después, se escuchó cómo se abría
la puerta de la casa y cómo
su madre gritaba desde abajo:
—¡Vitorinaaaa!
Entonces la tía contestó,
atravesando todas las tinieblas:
—¡Quééé!
Y la madre:
—¡Que ya podéis bajar!
Y bajaron.
Y en la cocina, Delfina Marco
preparó algo de comer
que también habría de marcar a
Santiago para siempre:
—Toma, Santiago, la merienda. Pan
con vino y azúcar,
como los mozos.
Y su padre, Justo Lansac, sentado
en el banco, asustado
y frágil, con el miedo todavía
frotándole los párpados,
dijo al vacío:
—Nada, que ya
está.
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