El teatro no es
el lugar idóneo para el debate
Permite vivir las
experiencias maravillosas y horribles que nunca hemos encontrado y que quizá
nunca encontraremos en la vida real. Ese es el gran valor del teatro. Lo dice
un maestro.
Tras casi un cuarto
de hora de perorata ininterrumpida, lúcida y pausada (teatro, religión,
política, filosofía, psicología...), Peter Brook frena en seco, corta su muy
fascinante diarrea verbal y pide perdón "por no saber ser más
conciso". Poco antes ha irrumpido entre las paredes oscuras del bar inglés
de un hotel francés, junto a la Ópera de París, tocado con un gorrete de
vagabundo y un gabán interminable, con bolsas de plástico colgándole de los
dedos vetustos y encarnados y esa mirada pequeña entre distraída e
inquisitorial, la mirada de un niño de 85 años.
En un francés
perfecto en el fondo y ultrabritánico en la forma, Brook (Londres, 1925) se ha
dirigido al camarero y le ha recordado que, el día antes, había reservado mesa,
"mi mesa", y al inicial "no me consta" del camarero
parisiense (camarero + parisiense = peligro), él le ha ofrecido una indignación
callada, como de esfinge antigua a punto de un cataclismo. El lapsus ha quedado
subsanado y el autor de creaciones escénicas que ya están en la historia del
teatro como ElaMahabharata, Tito Andrónico o La
tempestad ha tomado asiento, ha pedido un zumo de pomelo y se ha
prestado a una conversación en la que seguirle el ritmo acabará siendo
imposible misión. Peter Brook lleva más de 60 años de teatro dentro del zurrón.
Con 22 dirigió la Royal Shakespeare Company. En 1971 fundó en París el Centro
Internacional para la Investigación Teatral, y dos años después compró un viejo
teatro quemado del norte de la ciudad, Les Bouffes du Nord, donde sigue
preguntando al mundo y preguntándose sobre los porqués de nuestras atribuladas
existencias. De allí salió Eleven and twelve, una
desequilibrante reflexión acerca de la religión y sus excesos, el poder y sus
excesos, la tolerancia y sus carencias. Una obra inspirada en la figura del maestro
sufí Tierno Bokar, interpretada por toda una multinacional de actores
africanos, asiáticos, americanos y europeos (entre ellos el español César
Sarachu) y que aterrizará en las Naves del Español-Matadero de Madrid el
próximo 13 de mayo con motivo del Festival de Otoño en primavera.
¿Dónde sitúa
usted el punto exacto del poder de la religión, hoy en día, en el mundo?
Creo que, como todas
las cosas que en un momento dado acabaron convertidas en institución -el
Estado, la democracia, la tiranía, el fascismo, el comunismo...-, las
estructuras de la historia de la humanidad pueden crear monumentos, pero nunca
se acercan a lo que de verdad afecta a la vida. Bien, pues si tomamos la
palabra religión, podemos llegar a una conclusión: es la salsa que baña todo
aquello que significa destrucción en el mundo.
En efecto,
esos 'ismos' más el 'ion' de 'religión' parecen haber vertebrado nuestros males
pasados... y presentes. A través de la violencia, básicamente.
Mire el comunismo:
un gran ideal humanista puesto en pie por un gran pensador, Marx, pero acabó
significando destrucción. Mire el fascismo: es sinónimo de destrucción pura,
sin excepción. ¿Y la religión? No es una palabra más pura que 'ateísmo', y el
ateísmo es también una actitud inamovible, violenta, a menudo dictatorial.
Bueno, así que cada religión tiene su estructura. Pero lo importante no es nada
de todo esto, lo importante es saber si la vida humana, si ese misterio
que forman las células y las neuronas, si ese movimiento de energía sutil que
se forma a través de las fibras eléctricas... puede resultar afectado o no por
algo que sobrepase de lejos esos conceptos de el bien y el mal, los conceptos
más ridículos que existen.
Y... ¿puede?
Veamos. Tiene usted
delante un vaso de agua (lo mira, primero, y lo roza con los dedos, después).
En el momento en el que lo prueba, todo en usted, en sus células, le va a decir
"esta agua es más pura que el agua de alcantarilla, pero menos pura que la
del manantial más puro de la montaña". O sea, que dentro de usted, de
forma inconsciente, surgirá un movimiento hacia la pureza y otro de reacción
contra la impureza. Todo esto, para llegar a lo que quiero decir: que el
teatro, en mi opinión, nunca ha sido el lugar idóneo para el debate.
¿Cuál es ese
lugar?
El intercambio de
ideas se produce hoy en la televisión, en la radio, en los libros... no en el
teatro. La gente no va al teatro para asistir a un debate.
¿Y a qué cree
que va la gente al teatro?
El teatro también el
cine nos permite vivir las experiencias maravillosas y horribles que nunca
hemos encontrado y que muy probablemente nunca encontraremos en nuestra vida
real. Por eso tienen tanto éxito las películas de terror: porque desde nuestra
seguridad de la butaca no corremos ningún riesgo, pero durante un corto lapso
de tiempo podemos saborear el miedo, miedo ante cosas que no nos van a pasar.
¿Y qué ocurre con el gran teatro griego? Que nos pone frente a la dificultad de
vivir, como una experiencia personal, las cosas inevitables que amenazan a las
personas, a las sociedades. Y cuando eso ocurre puede llegar la catarsis, que
es un concepto que hemos empezado a olvidar y que es tremendamente positivo.
Bueno, parece
difícil o ingenuo pensar que todo el mundo esté igualmente dotado o
predispuesto para la catarsis, ¿no cree?
No lo sé, ¿por qué?
Cuando contemplamos una obra teatral realmente importante sobre el tema del
amor por ejemplo, los sonetos de Shakespeare la palabra amor ya no es algo
sobre lo que se pueda discutir: se convierte en la experiencia profunda de un
solo hombre, en este caso el propio Shakespeare, a través de todas las fases
del amor: la paz, la alegría, los celos, la mentira, la autojustificación, la
necesidad de destruir al otro... todo está ahí, concentrado, y nos permite
comprender lo que es el amor desde nuestro interior. ¿Sabe por qué triunfa el
teatro, por qué ha vuelto la gente al teatro? Porque el teatro no trata de nada
en concreto. Trata de la vida. Es la vida.
¿También ha
huido usted de cualquier propuesta de debate en el caso de 'Eleven and twelve',
la obra que estrenará brevemente en Madrid?
Lo que pretendemos
con esa obra es muy sencillo: preguntarnos qué tipo de compromiso interior
requieren cosas como la intolerancia y la violencia. Hoy entendemos la
tolerancia de la siguiente forma: tolerancia igual a ONU. Nos creemos que la
tolerancia es una cosa de gentlemenque discuten tranquilamente de
algo, como usted y yo ahora mismo en el café de un hotel tranquilo y elegante
como éste; yo te escucho, tú me escuchas y todo eso. Pero eso no es tolerancia,
sino debilidad.
Entonces,
¿dónde está la auténtica tolerancia, según Peter Brook?
Yo no digo qué es ni
dónde está, no puedo explicar eso. Pero la mostramos a través del protagonista,
un hombre importante y humilde a la vez que recorre un largo camino personal
hacia la integridad y la comprensión del otro... y que al final de su vida
siente la necesidad de conocer a otro personaje, alguien que ha sido humillado,
castigado, perseguido, no sólo por el colonizador francés, sino también por los
clanes que se oponen a él. Pero no damos explicaciones. No proponemos ideas
fijas ni mensajes cerrados. Sólo procuramos que el espectador sienta. Y cuando
alguien siente, comprende.
Se trata de
hacer preguntas, no de dar respuestas...
Se trata de evocar,
no de convencer.
Así que, lejos
de una aproximación intelectual, su teatro quiere hablar por el corazón, por el
estómago, incluso...
Nada de intelectual.
El corazón, el corazón. Y así podemos entender lo que nos quiere decir un
personaje para el que la religión es la fuente más pura, una fuente que lleva
al amor y a la tolerancia.
¿No roza la
ingenuidad o la utopía pensar que la religión procure tolerancia? La puesta en
escena de los dirigentes religiosos, y mucho peor, de sus extremismos, no hace
pensar precisamente en tolerancia, sino más bien en todo un catálogo de
intransigencias...
Hay que tener
cuidado para que no exista el más mínimo malentendido. Yo no hago teatro para
predicar ni para indicar camino alguno a seguir. Y no hablaría de ingenuidad o
de utopía, sino de ideales. Un ideal es como la luz de un faro vista desde
lejos. Acercarse a esa luz exige esfuerzos extremos. Y se corre el riesgo, en
todo momento, de encallar o de estrellarse contra las rocas. Una luz, un ideal:
Gandhi, Mandela... Además, claro, de Buda, Jesucristo y los demás. Cuando
Mandela llegó al poder no pensó en utopías, sino en un sistema basado en la
tolerancia y la reconciliación. Aunque hoy sus sucesores se estén encargando de
destruir todo lo que él hizo.
Dice que su
teatro anhela "evocar", nunca "convencer". ¿Qué opinión le
merece el teatro político? ¿Brecht? ¿Demasiado pretencioso?
Nunca he hecho,
desde luego, teatro político de ese que usted dice. Pienso que hay momentos
concretos, en sociedades concretas, en los que la opresión es tal, que la
manera más directa de resistir es hacer un teatro sobre problemas concretos con
el único fin de provocar la rebelión. Pero en el momento en que esa situación
pasa, y llegamos al teatro burgués hecho para gente libre y más o menos
acomodada, puede producirse algo que para mí es horrible: un grupo de actores,
autores y directores escénicos con actitudes de superioridad hacia el público,
que miran al patio de butacas y piensan: "Escuchadnos, porque estáis
equivocados y os vamos a explicar por qué". Eso, felizmente para el
teatro, acabó con la televisión, que ahora es la que dicta lo que hay que ver,
lo que hay que hacer, lo que hay que pensar.
¿Pero no
habíamos quedado en que todo en la vida, absolutamente todo, es política?
Yo estoy con Godard
cuando dice eso de "el lugar donde yo coloco la cámara es un acto
político". En ese sentido, creo que todo teatro que trata de sacar a la
superficie las contradicciones del ser humano, individual o colectivo, es
político. Esa fue la base de mi trabajo sobre la guerra de Vietnam; todo el
mundo nos preguntaba si estábamos a favor de los americanos o del Vietcong,
pero yo trataba de hacer vibrar la contradicción en ambos lados.
Habla usted de
un teatro de la experiencia, de dar a cada espectador la oportunidad de
experimentar: ¿cree que esa posibilidad está relacionada con el regreso del
público a los teatros? ¿Hay una necesidad de autenticidad?
Hay una necesidad de
experimentar en primera persona, de compartir durante una hora y media, o media
hora, o tres horas, una experiencia real con otras personas. Porque eso sí: si
no es experiencia compartida, no es teatro. Y sí, creo que ese matiz de
realidad, de autenticidad, puede ser un argumento de por qué la gente llena
teatros hoy. Eso, y que la gente busca meterse en una sala de teatro para que
le hagan pensar.
O para pasar
un buen rato, hedonismo escapista sin más, ¿no?
Bueno, yo me acuerdo
del teatro que se hacía en España en tiempos de Franco. A principios de mi
carrera yo iba mucho por España, y vi que era un teatro para gente chic, rica,
que no pretendía ponerse a pensar, desde luego, sino más bien quedarse medio
dormida en su butaca sin que le molestaran demasiado. Además, ocurría una cosa
increíble: como no se ponían de acuerdo en los horarios de las representaciones
¡había dos funciones cada noche! Una para la gente que iba a los cócteles y la
otra para los que tenían una cena... ¿Todavía se hace esto en España?
No, en general
no, aunque la práctica no ha desaparecido del todo.
Me resulta inaudito,
incomprensible. Bueno, pues resulta que una vez fui a ver una obra de
Shakespeare, Otelo, creo que era. Y el actor principal, cada
vez que hacía un mutis y se iba en medio de grandes palabras y gestos, volvía
al escenario... ¡para que le aplaudieran! Sé que las cosas en España han
cambiado enormemente, claro. Y mi experiencia allí con el Mahabharata, por
ejemplo, fue maravillosa.
Por cierto,
¿cómo recuerda aquel tiempo? ¿Cómo recuerda el estreno del 'Mahabharata' en
aquel festival de Aviñón de 1985? ¿De verdad nadie le llamó 'loco' por montar
un espectáculo de más de 10 horas sobre un poema épico indio?
Nada de eso. Eso sí,
aunque estábamos seguros de hacia dónde queríamos ir con el Mahabharata, nunca
conseguimos tener la sensación de estar preparados del todo para abordar un
tema tan inmenso. Pero ya sabe lo que dijo Eisenhower antes del desembarco en
Normandía: "Si esperamos a que absolutamente todos los botones estén bien
cosidos en cada guerrera de cada soldado, nunca podremos lanzar el
ataque". Siempre hay un momento en el que hay que lanzarse. Además, con el Mahabharata habíamos
contado con 15 años de preparación...
¿Qué fue lo
más duro de todo aquel proceso?
Pues lo más
importante para mí -y también lo más difícil- era separar aquel montaje de
cualquier contexto habitual. Había que sacarlo todo fuera de la normalidad, y
en Aviñón logramos que el público se quedara verdaderamente impresionado con
aquella cantera que nadie había usado nunca para una cosa así (la cantera
Boulbon, a unos 15 kilómetros de la ciudad). Fue todo realmente inesperado para
el público: llegar a la cantera por la noche, las luces, el fuego, el agua, la
prestación increíble de aquellos actores, quedarse allí hasta el amanecer...
una auténtica aventura. Creo que no se movió ni una persona. Pero si lo
hubiéramos hecho en un teatro convencional habríamos fracasado, claro.
En libros como
'El espacio vacío' o 'La puerta abierta' ha escrito sobre el rol del público,
de un público "no pasivo". ¿Cuál es exactamente su relación con él?
¿Piensa en él cuando está en proceso creativo?
Para mí, lo más
importante del proceso creativo es la parte delos ensayos, y dentro de eso,
montar pequeñas representaciones ante públicos que no sepan muy bien de qué va
la cosa, estudiantes de primaria, por ejemplo. Eso nos sirve para comprobar
cómo reaccionan a nivel de sentimiento, a nivel de intuición (Peter Brook se
trastoca en mimo y pone, sucesivamente, caras de alegría y de tristeza para
subrayar su explicación), ante lo que hacemos. Y es muy valioso. Aparte de
esto, en los preestrenos que solemos hacer antes del estreno me suelo sentar
entre el público para sentir como un espectador.
¿Cómo se hace
eso, sentir como un espectador cuando no se es un espectador?
¿Sabe? Cuando estás
entre el público hay momentos de gracia: unos se expresan a través de la risa
colectiva; otros, mediante un profundo silencio. Cuando ese silencio mágico se
produce, uno lo olvida todo porque siente que algo ha llegado a la gente al
mismo tiempo y en el mismo lugar. Y yo soy capaz de vivir ese proceso como un
miembro del público. Y entonces puedo sentir y pensar: "¡Pero qué escena
tan idiota!" o "¡esta escena es turbadora!". Y así consigo ser
más crítico, más perspicaz.
Siempre ha
predicado en favor del despojamiento, de una progresiva eliminación de lo no
estrictamente indispensable. Por otra parte, es una de las máximas autoridades
en Shakespeare. ¿Podemos cruzar estos dos datos? ¿Cree que Shakespeare es la
esencia, las antípodas de lo superfluo?
Sí, mmm... Bueno,
primero habría que establecer diferencias entre el Shakespeare de Hamlet, por
ejemplo, y el de algunas de sus últimas piezas como La tempestad o Cuento
de invierno, en las que da un giro radical frente a aquello que se
había planteado hasta entonces.
¿Se puede
establecer una comparación entre la fuerza épica del 'Mahabharata' y el teatro
de Shakespeare?
Digamos que no se
puede comparar el Mahabharata con una obra de Shakespeare...
Habría que compararlo con todo Shakespeare.
Eso... ¿no es
mucho decir?
Es que el Mahabharata lo
abarca todo, lo práctico, lo espiritual, lo metafísico... es el material más
rico con el que he trabajado nunca. De todas formas, le quería avisar de que
esa palabra que ha utilizado usted antes para referirse a mí, eso de
"predicar"...
Bueno, perdón
si le ha parecido excesiva...
No, no, no es eso...
Sólo que es muy peligrosa. Mire, cada vez que hablo con alguien joven que se
quiere dedicar a la dirección teatral, le suplico que no tome como ejemplo lo
que para mí ha supuesto el resultado de 50 años de trabajo. Así que, volviendo
a la cuestión de la sencillez y el despojamiento, no es bueno que alguien que
empieza apueste directamente por eso. Para llegar a la sencillez, antes hay que
haber pasado por las formas más barrocas y extravagantes imaginables. Yo lo
hice. Hay que tener un montón de verduras encima de la mesa para saber con cuál
quedarse, cuál es la mejor.
Así que, en su
idea de lo que es la creación, la sencillez y la pureza son una meta, nunca un
punto de partida.
Exacto. Nunca. Son
un fin. No un principio. El camino a la sencillez está lleno de complicaciones
y de esfuerzo.
Tengo, para
acabar, una pregunta personal. En el día a día de la vida real, ¿logra
contemplar y escuchar a la gente de una forma no teatral? ¿Consigue escapar de
la deformación profesional del dramaturgo, del hombre de escena? ¿Lo ha
conseguido en esta conversación, por ejemplo?
¡¡Me está
preguntando, en suma, si soy un ser humano!!
Puede.
El teatro, la
dramaturgia, no son una meta, sino más bien un microscopio. Y es cierto que me
lo han dado todo en la vida, y que cuando observo a la gente, a ese señor que
mira su reloj, a esa camarera que sirve hielos, a esa pareja que se habla en
voz baja, a esos señores serios que hablan de cosas supuestamente serias (Peter
Brook va describiendo lenta, pausada pero instantáneamente la vida efímera de
este bar)... no me son indiferentes, pero sólo son impresiones de vida. ¡Qué
horror sería observarlas pensando en utilizarlas un día para algo! Hay una cosa
que siempre me hace reír cuando la recuerdo, y es Jean-Paul Sartre dando
entrevistas: llevaba siempre encima un cuadernillo y un bolígrafo y cuando
contestaba algo ocurrente decía: "¡Ah, eso que he dicho ha estado bien, lo
voy a anotar!". Qué horror. Espero no mirar nunca la vida así.
No hay comentarios:
Publicar un comentario