Ha sido un buen año en lo profesional para Juan Marsé (Barcelona 1933): acaba de recibir esta misma semana el Premio de las Letras de la Comunidad de Madrid y su novela «Caligrafía de los sueños» ha sido juzgada de forma unánime por la crítica como una de las mejores de su extraordinario catálogo. En el despacho de su casa de Barcelona, Marsé habla de literatura y de esos héroes derrotados que pueblan sus novelas.
—Casi todo el mundo ha tenido motivo de queja en 2011. No es su caso a juzgar por premios y críticas muy positivas para su novela.
—Cuando acabo un libro no sé si estoy muy contento porque el resultado final siempre suele quedar por debajo de las expectativas que yo mismo había concebido. Lo entrego a mi agente cuando pienso que ya no lo puedo mejorar más pero soy consciente de la distancia existente entre el libro y el proyecto. Me considero escritor solo cuando escribo, así que, una vez terminada cada novela, soy alguien que camina por calle pensando si será capaz de escribir la próxima.
—¿Con su experiencia y sus éxitos?
—Me siento como si no hubiera aprendido nada, como si las soluciones que he hallado para los problemas del libro que ya está acabado no me sirvieran para el próximo. Por eso vivo en un estado de aprendizaje permanente.
—¿A estas alturas de su carrera le importan más los premios, las buenas críticas o la satisfacción de una página bien escrita?
—Los premios tienen poco que ver con la literatura y bastante más con la promoción de la literatura y de la venta de libros. No me parece mal; si se hace promoción de los jabones por qué no se va a hacer de los libros. Pero la literatura va por otro lado. Los premios no hacen que un libro perdure. En cuanto a las críticas a mí no me afectan mucho. Me gusta un tipo de crítica que me enseñe algo sobre la obra, cosas que el autor no ve.
—¿Abunda esa crítica en España?
—No. Lo que más abunda es una crítica gacetillera. Por lo general, es demasiado complaciente. Me gustaría que fuera más combativa y selectiva. En cambio, creo que está al servicio de los grupos editoriales. Por supuesto, hablo en términos generales. Hay excepciones.
—Sus novelas están ambientadas en tiempos muy duros. Ahora vivimos una crisis enorme, así que pueden estarse gestando libros extraordinarios que han escaseado en tiempos de bonanza.
—El fracaso tiene un enorme prestigio en la literatura. A mí me tocó vivir en la infancia y juventud la época más dura del franquismo. Un mundo feliz no existe ni existirá, pero si todo el mundo fuera feliz, ¿para qué escribir novelas? ¡Menudo coñazo! La literatura de ficción es un intento de corregir el mundo. Como no nos gusta, lo reinventamos, tratamos de modificar la vida, de cambiar la realidad.
—Sin embargo, usted carga con la etiqueta de realista, no de utópico.
—Sí, y lo llevo muy bien, porque está dentro de la tradición literaria española, desde la novela picaresca… Soy condenadamente realista, aunque sea ficción lo que escribo.
—Y ahora lo más real es una crisis durísima que justifica recortes que amenazan a la cultura. ¿Teme por el futuro?
—La cultura es lo que menos interesa a los políticos. La temen, les da miedo; por eso es lo primero que recortan, junto a la educación. Que a mí me parece más importante incluso porque qué más da que haya o no haya Ministerio de Cultura si los chavales no saben leer. Lo que les interesa es la televisión, que es una herramienta de enorme poder, y esa sí que incide en la cultura o la incultura de un país. Y aquí lo hace, en mi opinión, de forma negativa.
—¿En qué sentido?
—Los informativos terminan siempre con una nota que ellos llaman cultural. La gran mayoría de las veces es de un conjunto musical de esos que hacen ruido en vez de música. Supongo que eso es promoción publicitaria que pasan de matute como si fuera noticia. Raramente hablan de un libro, una exposición... El auténtico Ministerio de Cultura en este país es la televisión, en el sentido de que es lo que lleva para aquí o para allá el interés cultural de la gente. Y es un comecocos. Así que no espero nada de los políticos, ni en las autonomías ni en el Gobierno central.
—Pero algunas autonomías, como Cataluña, tienen consejeros con mucho prestigio en el sector.
—Sí, conozco bien a Ferrán Mascarell. Pero el Gobierno catalán en general confunde la lengua con la cultura. Y no es lo mismo. He conocido a unos cuantos consejeros de Cultura, y todos tienen como gran objetivo promocionar la lengua. Es algo que se ve bien en el cine: si la película es en catalán no importa que sea mala. Mejor si es buena, pero eso es secundario. Es un problema del nacionalismo. También del español, que es exactamente igual.
—¿También es un problema de cualquier gobierno el afán por cambiar a los gestores de las instituciones aunque lo hayan hecho bien? El cese de Josep Ramoneda en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona ha sorprendido.
—Lamento mucho esa visión corta, localista, que tienen los gobiernos. Lo veo de difícil solución, aunque no dejo de preguntarme por qué han sustituido a un gestor tan bueno.
—Se está modificando la forma de contar y recibir las historias. Los adolescentes se encierran con su ordenador y leen textos muy breves, ven fragmentos de películas o series… ¿Qué va a suceder en el futuro?
—Hay nuevas formas de comunicarse. La gente cree que está mejor informada, pero no es así. Se comunica mucho, pero no lo sustancial. Y pienso no solo en internet, sino también en esas tertulias de radio y TV en las que todo el mundo grita y habla a la vez creando un galimatías o emitiendo opiniones que son estupideces. Están muy contentos de comunicarse, pero el mensaje es una nadería. Y en el cine, la tecnología está acabando con él.
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