Michel de Montaigne (Château de Montaigne, 1533-1592).- THE GRANGER COLLECTION, NEW YORK / CORDON PRESS
FERNANDO SAVATER
Jorge Edwards traza un hermoso retrato de Montaigne, dibujado desde la información histórica, la intuición narrativa y la experiencia personal
Entre los clásicos de la literatura hay muchos a los que veneramos sin apenas comprenderlos, por adhesión a nuestra tradición cultural: y está bien que así sea. De otros -¡Shakespeare!- nos deslumbra la obra, mientras su silueta personal permanece entre sombras o leyendas. Pero de vez en cuando hay uno del que nos hacemos amigos, que se gana nuestro aprecio humano sin restarle encomio intelectual, del que podemos ser devotos dentro de la simpatía y hasta de la familiaridad. El más ilustre de estos prójimos, el más perdurable porque dura cambiando (como el tiempo mismo) es Michel de Montaigne.
Sarah Bakewell se centra en la vinculación permanente entre teoría y práctica que caracteriza la obra del pensador
Para quienes creemos que en la vorágine mutante de las formas sociales, las tecnologías, los credos y las modas hay algo esencialmente humano que se mantiene, reconocible siempre, Montaigne es un aliado insustituible. Sus Ensayos, el género que inventa casi sin querer para seguir dialogando intelectualmente con su desaparecido amigo La Boétie, se refieren de mil maneras a la fecha en que fueron escritos, hace más de cuatro siglos. A esa época lejana pertenecen muchos de los acontecimientos que narra, el gusto por la erudición grecolatina que maneja, las opiniones científicas que comenta, los aspectos de la cotidianidad que aparecen a cada paso, etcétera... Sin embargo, el hombre que los refiere, con sus dudas, sus manías y sus temblores, se nos parece en todo. Esta combinación entre lo circunstancialmente remoto y lo íntimamente cercano constituye su inmarchitable encanto.
Hoy es frecuente representar obras teatrales del pasado con ambientación, decorado y referencias históricas actuales; por el contrario, los Ensayos nos muestran nuestros sentimientos cotidianos confrontados con un entorno social y mental cronológicamente exótico. Leyéndolos, sentimos o creemos sentir lo que hubiésemos experimentado de haber vivido en el siglo XVI: pero, sobre todo, compartimos empáticamente lo que Montaigne habría padecido o gozado en nuestro presente. Por eso nos producen un ambiguo y placentero escalofrío en el que la curiosidad por la extrañeza de lo ajeno se transforma en reconocimiento de lo más propio y personal, lo que nunca habíamos contado a nadie pero que ahora nos llega dicho con vivacidad y gracia por una voz ajena, distante y próxima, que nos susurra al oído: tua res agitur, se trata de ti. Somos en lo que cambia, no cambia lo que somos.
Esta fidelidad perspicaz a la humanidad que compartimos le ha granjeado lectores adictos en todas las épocas, empezando por Shakespeare: unos le han tomado como maestro o compañero de viaje, otros han regañado con él con animosidad personal (¡Pascal!), pero siempre lo han tenido por imprescindible. Cada época lo toma como referente de actitudes, temores y esperanzas: quizá la estimación más emocionante sea la de Stefan Zweig, al final de su vida, a punto de suicidarse en el exilio tras la Europa que según él ya se había suicidado, que le convierte en símbolo de la tolerancia perdida y del sonriente y escéptico humanismo martirizado.
Dos libros recientes atestiguan entre nosotros esa identificación siempre renovada con el Señor de la Montaña. El chileno Jorge Edwards, en La muerte de Montaigne (Tusquets), pone su propia vida al paso de la de Montaigne y le utiliza en paralelo para hablar de la emoción y hasta la excitación erótica de la escritura, completando con su imaginación de novelista lo poco que sabemos de su relación crepuscular con Marie de Gournay, acicate sabroso de sus últimos años y fiel editora póstuma de los ensayos. Pero Edwards dedica también especial atención a un aspecto a menudo postergado en la consideración del autor: su faceta como político en una época convulsa de enfrentamientos dinásticos y religiosos, su búsqueda tenaz de acuerdo y reconciliación en la Francia incipiente pero ya dividida. Un hermoso retrato del inmortal que muere batallando por la vida, dibujado desde la información histórica, la intuición narrativa y la experiencia personal.
La inglesa Sarah Bakewell, en Cómo vivir. Una vida con Montaigne (Ariel), no escribe un libro de autoayuda a partir de los ensayos del gascón, como podría sugerir el título. Más bien realiza un examen documentado y ágil de su trayectoria, conducido con inteligencia exenta de pedantería y centrado en la vinculación permanente entre teoría y práctica que caracteriza la obra del pensador. Quizá una de las claves del duradero interés no académico que suscita Montaigne es que no vivió para pensar sino que pensó para vivir: sus reflexiones, ondulantes y a menudo contradictorias, poseen la irremediable inquietud de la existencia real. Lo que Montaigne se propuso fue vivir à propos, es decir, de una manera consciente y reflexiva, comentada por su voz interior, aunque no siempre deliberada y calculadora. Sobre todo, nunca refugiarse en los denuestos y la minusvaloración de nuestro ser, sino aceptarlo y tratar de comprenderlo a partir de un resignado humorismo. El examen de Bakewell es una oportuna y entretenida introducción a este empeño. Al igual que la obra de Edwards, uno de sus mayores méritos es que nos estimula a releer o leer por primera vez esos ensayos que constituyen los mejores ejercicios espirituales de la humanidad moderna. Razón bastante para estarles agradecidos...
La muerte de Montaigne. Jorge Edwards. Tusquets. Barcelona, 2011. 296 páginas. 18 euros. Cómo vivir. Una vida con Montaigne. En una pregunta y veinte intentos de respuesta. Sarah Bakewell. Traducción de Ana Herrera Ferrer. Ariel. Barcelona, 2011. 480 páginas. 22,90 euros (electrónico: 15,99).
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