Las cosas del comer. Hambre y saciedad en la literatura
María Rosal - Universidad de Córdoba
Resumen: Son muy abundantes los textos literarios en los que la presencia de la cocina y de los alimentos proporcionan múltiples y diversas aproximaciones a la sociedad en la que nacen. Tanto la hambruna como el hartazgo aparecen representados en la literatura y el arte. La mitología, los cuentos de tradición oral y la literatura culta de todas las épocas albergan referencias a la alimentación con muy diversas intenciones desde las serias y costumbristas a las paródicas. En este análisis nos acercamos a textos de muy diversos estilos, en un amplio abanico de coordenadas históricas, en los que la trascendencia de la alimentación humana es superada por el propio carácter del texto literario que aporta rasgos éticos y estéticos acerca de las coordenadas históricas y sociales en las que se producen.
1. Introducción
La presencia de los alimentos en la literatura y el arte es de sobra conocida. En este trabajo dirigimos la mirada a la ingente diversidad de textos literarios sin discriminación de época ni estilo, en los que aparece la alimentación en todos sus campos asociativos: desde el hambre a la saciedad pantagruélica, desde el pan obtenido por caridad a la grandiosidad de festines y banquetes; desde la sangre derramada y bebida en el deleite de la comunión de los vampiros a la consideración social del vino, muy en particular cuando lo beben las mujeres; así como otras pociones mágicas como la que proporciona un vigor sin fin al galo Obelix, o el milagroso bálsamo de Fierabrás, del que Alonso Quijano da noticia a Sancho, para mayor asombro y codicia del escudero. Y todo ello en un bodegón polifónico en el que las coordenadas sociales, económicas e ideológicas de cada época proporcionan el telón de fondo, el escenario y en ocasiones, como en la novela picaresca, el argumento.
No es nuestro propósito, ni el espacio lo permite, ser exhaustivos en este deambular por los caminos literarios de la cocina y los alimentos, por ello nos vamos a centrar fundamentalmente en aquellos textos que retratan las duras condiciones de vida, la hambruna o las colaciones desmesuradas y cómo se configura, en relación con este tema, el personaje, muestra y fruto de una sociedad y de un momento histórico.
Uno de los alimentos más conocidos de la literatura de todos los tiempos se come crudo. Es, como todos sabemos, aquella niña llamada Caperucita. El gran depredador es el lobo (se come a la abuelita, a los cabritillos, pretende comerse a los tres cerditos). Junto a él coexisten otros elementos comedores de carne humana: los ogros comeniños, los dragones (que prefieren a las princesas), los basiliscos, el sacamantecas, el hombre del saco y como no las brujas (Hansel y Gretel, Baba Yaga, Rapunzel) y las insuperables madrastras a las que les gusta el corazón crudo de las niñas (Blancanieves).
Desde la mitología y los cuentos de tradición oral, pasando por la literatura culta de trasmisión escrita, tanto clásica como contemporánea, la cocina y la literatura han caminado hermanadas con muy diversas intenciones: documentales, anecdóticas, costumbristas, paródicas, irónicas, grotescas. La necesidad vital de alimento y sus implicaciones sociales, desde las habilidades para conseguir comida a las penalidades que conlleva el no encontrarla; la mendicidad y el hartazgo; los banquetes y el estómago vacío durante días enteros encuentran reflejo en los textos literarios. Por ello, ante la pluralidad y la abundancia de los referentes hemos realizado este acercamiento a partir de cuatro epígrafes:
—Los que pasan hambre / los que se hartan de comer.
—Los que comen / los que son comidos
—Los que ni comen ni dejan comer.
—Quienes no comen ni quieren comer.
2. Los que pasan hambre / los que se hartan de comer.
Los ricos siempre comen; los poderosos, también. Los que se las ingenian también comen (a veces). De todo ello tenemos abundantes ejemplos en la literatura, muy en particular en la novela picaresca [1] que ofrece notables muestras. La sátira social implícita en el género picaresco se vale con frecuencia del tema del hambre para desarrollar sus argumentos. Por sus páginas deambulan los sufrimientos de Lázaro o de Pablos por hallar qué comer, o se describe la compasión que el niño Lázaro siente por su tercer amo, el hidalgo flaco y orgulloso que acaba por aceptar los mendrugos que su pupilo mendiga.
Junto a la comida o la ausencia de ella encontramos las técnicas y las argucias para encontrarla. Muy atinadas resultan las cavilaciones que Quevedo pone en boca de Pablos (El Buscón) cuando, al describir el refectorio del dómine Cabra, observa que no hay gatos con lo cual si bien la conclusión explicita es terrible, en tanto que si no los hay es porque no sobra la comida de la que puedan mantenerse; la conclusión implícita es pavorosa, pues alude a la conciencia que se tenía en la época de que gatos, burros o grajos, incluso ratas, eran en sí mismos ofrecidos como alimento, ya estofados, ya en empedrados y empanadas, disimulados o no, porque como muy bien dice el refranero “a buen hambre no hay pan duro”. Así lo describe Pablos en el capítulo III de El Buscón [2] en el que se narra cómo fue su pupilaje como criado de don Diego Coronel: “Yo miré lo primero por los gatos, y como no los vi, pregunté que cómo no los había a un criado antiguo, el cual, de flaco, estaba ya con la marca del pupilaje. Comenzó a enternecerse, y dijo: ¿Cómo gatos? Pues ¿quién os ha dicho a vos que los gatos son amigos de ayunos y penitencias? En lo gordo se os echa de ver que sois nuevo”.
No obstante, la escasez de comida en el alojamiento que el dómine Cabra ofrece a sus pupilos es compensada con la abundancia de bendiciones. Quevedo se emplea a fondo en la parodia del paupérrimo banquete en pos del garbanzo huérfano, reforzada por la alusión al mito de Narciso que pierde así altura épica a través de la correlación entre el agua y la sopa.
Sentóse el licenciado Cabra y echó la bendición. Comieron una comida eterna, sin principio ni fin. Trujeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro, que en comer una de ellas peligrara Narciso más que en la fuente. Noté con la ansia que los macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo huérfano y solo que estaba en el suelo (ibídem).
La crítica y la sátira social alcanzan su punto culminante en los grotesco de la descripción de aquel pobre pupilo que, a fuerza de no comer, llega a olvidar hasta dónde tiene la boca. “Vi al uno de ellos, que se llamaba Jurre, vizcaíno, tan olvidado ya de cómo y por dónde se comía, que una cortecilla que le cupo la llevó dos veces a los ojos, y entre tres no le acertaban a encaminar las manos a la boca (ibídem).
De las duras lanzadas que el hambre proporciona a Lázaro desde su más tierna infancia y de las triquiñuelas ensayadas para sortearla, aparecen repletas las páginas de El Lazarillo. Recordemos el episodio del vino en el Tratado Primero cuando su amo, el ciego, le estampa el jarro en la cara mientras, entre burla y sarcasmo, alaba las bondades del vino que de la misma manera que lo hirió, lo cura. Tampoco halla mejor fortuna con su segundo amo, aquel clericó cerbatana que guardaba con siete llaves los panes a los que Lázaro, con gran ingenio encuentra el modo de llegar. La descripción de los mesones y de la comida de pobres aparece en las páginas de la novela con el léxico de las sobras y el desamparo: tripas, pan, uña de vaca, longaniza.
Estábamos en Escalona, villa del duque della, en un mesón, y diome un pedazo de longaniza que la asase.[…] me vi con apetito goloso, habiéndome puesto dentro el sabroso olor de la longaniza, del cual solamente sabía que había de gozar, no mirando que me podría suceder, pospuesto todo el temor por cumplir con el deseo, en tanto que el ciego sacaba de la bolsa el dinero, saqué la longaniza y muy presto metí el sobredicho nabo en el asador, el cual mi amo, dándome el dinero para el vino, tomo y comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo asar al que de ser cocido por sus deméritos había escapado (Tratado I).
Cuando el ciego, astuto por necesidad, se da cuenta de la sustitución de la longaniza por el nabo, la catástrofe es irreversible para el pequeño cuerpo del niño que ve su boca invadida por la nariz del amo en pos de lo que ya no tiene remedio: “Levantóse y asióme por la cabeza, y llegóse a olerme”. De esta manera el escaso alimento conseguido es obligado a salir fuera: “Abríame la boca más de su derecho y desatentadamente metía la nariz, la cual él tenía luenga y afilada, y a aquella sazón con el enojo se habían aumentado un palmo, con el pico de la cual me llego a la gulilla. […] de manera que antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración sintió mi estomago que le dio con el hurto en ella” (ibídem).
Las mujeres en la literatura medieval y muy particularmente en las obras picarescas se muestran diligentes en la cocina y aún más en lo que tiene que ver con el acopio de comida, con buenas o malas artes. Así lo muestran Lozana y Celestina o se les echa en cara en El Corbacho.
En el acto IX Celestina se lamenta ante Melibea de las penalidades que sufre porque ya los hombres no acuden al reclamo erótico de la anciana, como en sus mejores tiempos, con la consiguiente merma de su despensa.
Hauía de todos: vnos muy castos, otros que tenían cargo de mantener a las de mi oficio. E avn todavía creo que no faltan. E embiauan sus escuderos e moços a que me acompañassen e, apenas era llegada a mi casa, quando entrauan por mi puerta muchos pollos e gallinas, ansarones, anadones, perdizes, tórtolas, perniles de tocino, tortas de trigo, lechones. Cada qual, como lo recebía de aquellos diezmos de Dios, assí lo venían luego a registrar, para que comiese yo e aquellas sus deuotas.
Las virtudes del vino y las bondades de su templo, la taberna, se sacralizan y adquieren altura literaria en los cantos goliardescos de los siglos XII y XIII recopilados en Carmina Burana. Sin embargo, el consumo de vino, tan repudiado en las damas conforme a los modelos patriarcales vigentes, no aparece restringido en mujeres que se apartan de los modelos prescritos como es el caso de Celestina y de las meretrices que, precisamente por su marginalidad social, pueden mostrarse sin recato conocedoras del tema, tal lo afirma Celestina.
¿Pues, vino? ¿No me sobraua de lo mejor que se beuía en la ciudad, venido de diuersas partes, de Monuiedro, de Luque, de Toro, de Madrigal, de Sant Martín e de otros muchos lugares, e tantos que, avnque tengo la diferencia de los gustos e sabor en la boca, no tengo la diuersidad de sus tierras en la memoria. Que harto es que vna vieja, como yo, en oliendo qualquiera vino, diga de donde es (Acto IX).
Martínez de Toledo en El Corbacho dedica gran empeño y conocimiento en proponer remedios para que una las mujeres aborrezcan el despreciable vicio del vino, de manera que, mezclado con otras sustancias, les produzca repugnancia y aversión.
Y por vedarla el vino, que no lo beba, ni valga darle asensios con el vino mezclado que lo beba por fuerza; ni cocer anguilas en el vino y lo beba; ni piedra sufre molida y con el vino destemplado por alambique; ni agua del esparto mezclada con el vino; ni la flor del centeno que se hace cuando espiga encima como una paja retuerta, al sol secado y molido y dado a beber en el vino; no vale asafétida -que es como goma- que esté en vino dos días, después colado y purificado y dádoselo a beber, y otras muy muchas cosas para dar remedio al vino bebido no debidamente. [3].
Otro de los temas en relación con la cocina es el que tiene que ver con la transmisión ancestral de secretos culinarios entre mujeres, en una matriherencia que no sólo atañe al alimento del cuerpo, sino también a la mixtura de hierbas y sustancias para secuestro de voluntades y filtros de amor. Ya en el primer acto de La Celestina asistimos a una presentación del personaje a través de las palabras del criado Pármeno, que trata de avisar a su amo Calisto de las trampas de la vieja a la que ha conocido desde niño por la amistad que mantuvo con su madre. Lo que allí se describe son las habilidades de la alcahueta para torcer ánimos y reparar virgos. Los ingredientes son múltiples y variados y Pármeno entra de lleno en los detalles: “E los vntos e mantecas, que tenía, es hastío de dezir: de vaca, de osso, de cauallos e de camellos, de culebra e de conejo, de vallena, de garça e de alcarauán e de gamo e de gato montés, e de texón, de harda, de herizo, de nutria”. Las hierbas no tienen secretos para Celestina que tiene colgadas en el techo de su casa las muestras más variopintas para sus múltiples remedios: “mançanilla e romero, maluauiscos, culantrillo, coronillas, flor de sauco e de mostaza, espliego e laurel blanco, tortarosa e gramonilla, flor saluaje e higueruela, pico de oro e hoja tinta. Los azeytes que sacaua para el rostro no es cosa de creer: de estoraque e de jazmín, de limón, de pepitas, de violetas, de menjuy, de alfócigos, de piñones”. De tal modo que todo alcanzaba remedio en los alambiques de Celestina, donde la virginidad era restaurada con gran destreza: “Esto de los virgos, vnos facía de bexiga e otros curaua de punto” y favorecía los lances de amor, los bebedizos abortivos con múltiples remedios, ungüentos y sustancias: “Tenía huessos de coraçón de cieruo, lengua de bíuora, cabeças de codornizes, sesos de asno, tela de cauallo, mantillo de niño, haua morisca, guija marina, soga de ahorcado, flor de yedra, espina de erizo, pie de texó, granos de helecho, la piedra del nido del águila e otras mill cosas”.
También la protagonista de La Lozana Andaluza se muestra orgullosa de la trasmisión de saberes entre mujeres cuando explica la influencia de su abuela en sus destrezas culinarias: “Ella me mostró guissar, que en su poder deprendí hazer fideos empanadillas, alcuzcuçu con garbanzos, arroz entero, seco, grasso, albondiguillas redondas y apretadas con culantro verde” (La Lozana andaluza. Mamotreto II). Despliega todo un catálogo de los manjares de la época, en los que la cocina hispanoárabe adquiere un protagonismo muy destacado, en un pasaje en el que Lozana se presenta diestra y orgullosa de los conocimientos adquiridos a través de sus antepasadas:
Sabía hazer hojuelas, prestiños, rosquillas de alfaxor, textones de cañamones y de ajonjolí, nuégados, xopaipas, hojaldres, hormigos torçidos con azeite, talvinas, çahinas y nabos sin toçino y con comino; col murciana con alcaravea, […] Y caçuela de berengenas moxíes en perfiçión; caçuela con su agico y cominico, y saborcico de vinagre, esta hazía yo sin que me la vezasen. Rellenos, cuajarejos de cabritos, pepitorias y cabrito apedreado con limón çeutí. Y caçuelas de pescado çecial con oruga, y caçuelas moriscas por maravilla, y de otros pescados que serían luengo de contar. (La Lozana andaluza. Mamotreto II).
Insiste además en las virtudes de los alimentos mucho más allá de sus propiedades culinarias, en descripciones que tienen que ver más con la sabiduría y la cultura popular, con los medios caseros e incluso con los remedios secretos sólo conocidos por las iniciadas: “Letuarios de arrope para en casa, y con miel para presentar, como eran de membrillos, de cantueso, de uvas, de berenjenas, de nueces y de la flor del nogal, para tiempo de peste; de orégano y de hierbabuena, para quien pierde el apetito (ibídem).
Otro grupo de personajes en relación con la comida lo establecemos en los que hemos denominado “los que aparentan que comen”, entre los que destaca esa singular clase de los hidalgos de la que nos da cumplida muestra Lázaro de Tormes en sus andanzas con el Escudero del Tratado III. Lázaro comprende muy pronto que con este nuevo amo tampoco va a tener mesa ni alacena, por lo que con resignación dolorosa responde al amo después de no probar bocado en todo el día: “Señor, mozo soy que no me fatigo mucho por comer, bendito Dios”. A lo que el Escudero responde conforme a su papel de pobre digno: "Virtud es esa -dijo él- y por eso te querré yo más, porque el hartar es de los puercos y el comer regladamente es de los hombres de bien”.
Y así es como Lázaro no sólo no va a encontrar consuelo para su estómago con el tercer amo, sino que en un gesto compasivo y de hermandad en la desdicha acaba proporcionándole el almuerzo, aunque eso sí, con el gesto delicado de no herir sus sentimientos:
Comienzo a cenar y morder en mis tripas y pan, y disimuladamente miraba al desventurado señor mío, que no partía sus ojos de mis faldas, que aquella sazón servían de plato. Tanta lastima haya Dios de mí como yo había del, porque sentí lo que sentía, y muchas veces había por ello pasado y pasaba cada día. Pensaba si sería bien comedirme a convidalle; mas por me haber dicho que había comido, temía me no aceptaría el convite. Finalmente, yo deseaba aquel pecador ayudase a su trabajo del mío, y se desayunase como el día antes hizo, pues había mejor aparejo, por ser mejor la vianda y menos mi hambre.
Ante la indecisión de Lázaro y el espectáculo del menguado convite, el hidalgo facilita a joven el camino para compartir tan ruin como salvadora mesa: “Quiso Dios cumplir mi deseo, y aun pienso que el suyo, porque, como comencé a comer y él se andaba paseando llegóse a mí y díjome: "Dígote, Lázaro, que tienes en comer la mejor gracia que en mi vida vi a hombre, y que nadie te lo verá hacer que no le pongas gana aunque no la tenga".
Por muy extraño que pueda parecer, también encontramos en la literatura aquellos personajes que “no es necesario que coman”. Entre éstos destacan con especial empeño las mujeres y los caballeros andantes. De las primeras nos da sobradas muestras Fray Luis de León en La perfecta casada: “Las faltas y necesidades de las mujeres son mucho menores que las de los hombres; porque, lo que toca al comer, es poco lo que les basta, por razón de tener menos calor natural, y así es en ellas muy feo ser golosas o comedoras” (cap. III). En la misma línea se manifiesta el refranero que, pese a decir lo contrario, abunda en la misma idea por el sentido paródico del siguiente refrán: “Pan reciente y uvas a las mozas ponen mudas y a las viejas quitan las arrugas”. Pero, todavía en cuanto a las mujeres, existen peligros mayores que los relacionados con la comida: “Grandes vicios son los del comer y beber; pero no tan grandes, con mucha parte, como la afición excesiva del aderezo y afeite; porque para satisfacer al gusto, la mesa llena basta, y la taza abundante” (cap. XII).
De los caballeros andantes tenemos notable ejemplo gracias a Miguel de Cervantes que en el capítulo X de El Quijote expone las razones de Alonso Quijano que sabe explicar al perplejo Sancho cómo es eso de los caballeros andantes y su manutención o cómo la pitanza puede ser exigua y dilatada en el tiempo, para mayor honra.
¡Qué mal lo entiendes! -respondió don Quijote-: hágote saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y, ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano; y esto se te hiciera cierto si hubieras leído tantas historias como yo; que, aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes comiesen, si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en flores (El Quijote, cap. X).
Esta palabras de Don Quijote son la respuesta a la expresa disculpa de Sancho por no haber encontrado manjares dignos de un caballero andante, sino pobres y humildes viandas: “Aquí trayo una cebolla, y un poco de queso, y no sé cuántos mendrugos de pan -dijo Sancho-; pero no son manjares que pertenecen a tan valiente caballero como vuestra merced”.
Aunque, por otra parte, los caballeros andantes como D. Quijote cuentan con una bebida milagrosa para sortear las dificultades más fabulosas: aquel bálsamo de Fierabrás que, como siglos después la poción mágica de Obelix, puede conseguir resultados maravillosos.
Cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo, como muchas veces suele acontecer, bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sutileza, antes que la sangre se hiele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y al justo. Luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que una manzana (El Quijote, cap. X).
No faltan textos que expongan razones pseudocientíficas, pero minuciosamente argumentadas, acerca de las propiedades de los alimentos y de su repercusión en los individuos. Así en la obra de Juan Huarte de San Juan Examen de ingenios para las ciencias (1575), encontramos consejos casi para todo. Podemos llegar a saber qué alimentos debían tomar los cónyuges antes de la procreación según el tipo de hijo que desearan tener y muy en particular qué debían comer para evitar que nacieran niñas. De este modo nos ofrece una significativa receta: “Qué diligencias se han de hacer para que salgan varones y no hembras” (parte II, capítulo XX), en la más pura línea misógina que atravesó la Europa medieval hasta bien entrada la ilustración y que fue contestada por Christine de Pizan.
Dándoles a comer mucha carne cocida con muchos ajos, puerros y cebollas, y haciéndoles trabajar de aquella manera, hacían la simiente caliente y seca, con las cuales dos calidades se irritaban más a la generación y siempre engendraban varones (ibídem).
Para Huarte de San Juan los padres que quieran engendrar varón respetable y sabio y sobre todo “de buenas costumbres” deberán comer “seis días antes de la generación, mucha leche de cabras; porque este alimento, en opinión de todos los médicos, es el mejor y más delicado de cuantos usan los hombres”. La cita de autoridad remite a Galeno, quien afirma que “se ha de comer cocida con miel, sin la cual es peligrosa y fácil de corromper”. También guarda relación la dieta administrada con la capacidad lectora y escritora: “Los padres que quisiesen gozar de hijos sabios y que tengan habilidad para letras han de procurar que nazcan varones; porque las hembras, por razón de la frialdad y humidad de su sexo, no pueden alcanzar ingenio profundo” (ibídem). Así en el capítulo XXXI (parte III), “Qué diligencias se han de hacer para que los hijos salgan ingeniosos y sabios”, podemos encontrar las “recetas” para el estímulo del entendimiento, la memoria o la imaginación:
Las perdices y francolines tienen las mesma sustancia y temperamento que el pan candial, el cabrito y el vino moscatel; de los cuales manjares usando los padres (de la manera que atrás dejamos notado) harán los hijos de grande entendimiento.
[…]
Y si quisieren tener algún hijo de grande memoria, coman, ocho o nueve días antes de que se lleguen al acto de la generación, truchas, salmones, lampreas, besugos y anguilas; de los cuales manjares harán la simiente húmida y muy glutinosa.
[…]
De palomas, cabrito, ajos, cebollas, puerros, rábanos, pimienta, vinagre, vino blanco, miel, y de todo género de especias, se hace la simiente caliente y seca y de partes muy delicadas. El hijo que de estos alimentos se engendrase será de grande imaginativa.
Los alimentos capaces de trasmitir la fuerza son muchos, la mayoría en relación con la carne y el vino, por lo que, como si de un efecto secundario se tratara, se corre el riesgo de que el nasciturus pueda ser poco civilizado: “De vaca, macho, tocino, migas, pan trujillo, queso, aceitunas, vino tinto y agua salobre, se hará una simiente gruesa y de mal temperamento. El hijo que desta se engendrare terná tantas fuerzas como un toro, pero será furioso y de ingenio bestial” (ibídem).
Al referirnos a los pasajes de la literatura en la que los personajes comen “cosas raras” queremos hacer hincapié en aquellos productos que el hambre y la penuria convirtieron si no en manjares, sí en viandas de urgencia y socorro en algunas etapas históricas. Tal es el caso de las ratas, los grajos, los burros o los gatos, que como dice el refranero eran frecuentemente dados por liebres. Afirma Juan Eslava Galán en su obra Tumbaollas y hambrientos, que el gato “en la Edad Media era bocado habitual, como lo ha seguido siendo durante siglos entre la gente humilde”, aunque su carne no fuera tan estimada como la de liebres o conejos, debía seguir un proceso de limpieza y acondicionamiento antes de ser cocinado: “Una vez muerto el animal, se cortan el rabo, las garritas y los cojoncillos (de lo contrario el guiso sabrá a chero) y se despelleja como si fuera un conejo, se abre, se destripa y se pone a orear una noche” (Eslava Galán. 1998: 104). La receta nos la brinda Ruperto de Nola en el Libre del Coch o Libro de Guisados, manjares y potajes (siglo XVI).
El gato que esté gordo tomarás. Y degollarlo has. Y después de muerto, cortarle la cabeza y echarla a mal, porque no es para comer, que se dice que comiendo de los sesos podrías perder el seso y el juicio si de ellos comieres. Después, desollarlo muy limpiamente, y abrirlo, y limpiarlo bien. y después envolverlo en un trapo de lino limpio y soterrarlo debajo de tierra, donde ha de estar un día y una noche. Y después sacarlo de allí y ponerlo a asar en un asador. Y asarlo al fuego, y, comenzándose de asar, untarlo con buen ajo y aceite, y en acabándolo de untar azotarlo bien con una verdasca: Y esto se ha de hacer hasta que esté bien asado untándolo y azotándolo. Y cuando esté asado cortarlo como si fuese conejo o cabrito, y ponerlo en un plato grande; y tomar del ajo y el aceite para hacer un caldo bien ralo; y echarlo sobre el gato. Y puedes comer de él porque es muy buena vianda. [4].
De rellenos ejemplares podríamos tildar los que nos ofrecen algunas obras con los que las empanadas se visten de fiesta o de necesidad, porque más puede el hambre y la astucia que cualquier otro condimento. En La Pícara Justina encontramos sobrada cuenta de los mesones del Siglo de Oro en los que la lucha por la vida, siempre difícil, se hacía más espinosa para las mujeres, que tenían que aguzar el ingenio para salir airosas y no poner en peligro su salud ni disminuir su honra. En el capítulo tercero “De la mesonera astuta” se habla de las empanadas en estos términos:
Que las empanadoras somos de la calidad de los reyes, que en haciendo cubrir una cosa, la damos título de grande.[…] que una burra hay muchos que la conocen tan bien como a la madre que los parió, pero un grajo, después de pelado y metido en la ataúd, el Diablo que conozca si es palomino, o cernícalo.
La empanada admite rellenos realistas y contundentes, aunque pasados los siglos puedan parecer inverosímiles los que encontramos en el capítulo III al relatar la vida en el mesón.
Encárgoos mucho que todo lo que entrare en vuestra casa lo honréis mucho; […] si viene a vuestra casa un gato muerto, honradle, y decid que es liebre; al gallo llamadle capón; al grajo, palomino; a la carpa, lancurdia; a la lancurdia, trucha; al pato, pavo. Las frutas nunca digáis que son vecinas de Mansilla, que es decir que son villanas y montañesas, sino que vinieron de Bretaña.
El arte de la empanada puede servir para aliviar el hambre, para sacar unos cuartos e incluso para gastar una broma, tal y como cuenta Justina al referirse a los buñuelos con tripas de estopa que preparó para su boda, para mejor reír con el lance. (Capítulo quinto. De la boda del mesón).
Yo, para reír, había mandado hacer unos buñuelos con tripa de estopa, y maldito el hombre dejó de picar. ¡Mira tú cuáles debían de estar sus almas, pues les hice hilar estopa con los dientes! Otros tenía hechos con pimienta, pero no los quise servir, por creer que era hacerme a mí la burla y ponerme a peligro de gastar otro tanto de vino. Lo de las estopas me dio mucho gusto, porque hubo hombre que con las estopas en los dientes se halló más embarazado y enredado que si tuviera entre los dientes el laberinto de Creta.
Precisamente para ganar unas monedas se embarca Guzmán de Alfarache en la labor de falsear unas empanadas, aunque será descubierto y castigado: “Un día de fiesta, como era de costumbre, se hicieron unas empanadas y pasteles, de que sobró un poco de masa, y otro día lunes habían de correrse toros en la plaza. Estaba en la basura una cañilla de vaca casi entera. Yo tenía necesidad, para holgarme, de unas blanquillas, y en un pensamiento empané mi zancarrón, que como lo puse no diferenciaba por de fuera de un muy hermoso conejo”.
Aunque el relleno más genuino nos lo ofrecen las páginas de El Buscón en el pasaje en el que el tío de Pablos, a la sazón verdugo de Segovia, le comunica que ha ajusticiado a su padre y que lo ha desperdigado por los caminos como era costumbre. El pesar que le causa la muerte del finado halla consuelo en el pensamiento de que habrá de encontrar digno refugio en los pasteles de a cuarto. Ya entonces se murmuraba que las empanadas que vendían muchos pasteleros contenían la carne de los ajusticiados que eran esparcidas por los caminos: “Hícele cuartos y dile por sepultura los caminos. Dios sabe lo que a mí me pesa de verle en ellos haciendo mesa franca a los grajos, pero yo entiendo que los pasteleros de esta tierra nos consolarán, acomodándole en los de a cuatro” (El Buscón).
3. Los que comen /los que son comidos
Los ejemplos de canibalismo son bastante abundantes en la literatura. En Tumbaollas y hambrientos, Juan Eslava Galán se refiere a los frecuentes casos de antropofagia en la Europa medieval.
Es sabido que en la Europa de los primeros siglos medievales, que por algo se denominan a veces "los siglos oscuros", las frecuentes hambrunas acarrearon no pocos casos de canibalismo. Más adelante, durante los siglos IX y X, existieron, en Francia y Alemania, bandas de salteadores de caminos que asesinaban a los viajeros y luego vendían la carne en los mercados como "cordero de dos patas" (Eslava Galán, 1998: 55).
De ello encontramos copiosas muestras en los cuentos de tradición oral recopilados por Charles Perrault (Les Contes de ma Mère l'Oye, 1697) y por los Hermanos Grimm en la Alemania del XIX (Cuentos para la infancia y el hogar, 1812) e incluso tenemos noticia de versiones anteriores como la que inserta Catherine Orenstein en Caperucita al desnudo, a propósito de algunas versiones medievales de tradición oral en el sur de Francia en las que la niña come y bebe la carne y la sangre de la abuela, que el lobo ha metido en una botella.
Al folklore ruso pertenece una de las brujas más sanguinarias para la que la carne humana supone un bocado exquisito, como es el caso de Baba Yaga, representada en algunos de los cuentos de Alexander Afanásiev: “La bruja salió de la habitación, llamó a su criada y le dijo: Date prisa, calienta el baño y lava bien a mi sobrina, porque me la voy a comer. La pobre muchacha se quedó medio muerta de miedo” (La bruja Baba Yaga).
Pero, mientras Baba Yaga come de manera pantagruélica y bebe sin ninguna limitación, Basilisa está condenada a pasar hambre, con una humilde y raquítica sopa de coles y un mendrugo de pan.
Las puertas se abrieron; Baba-Yaga entró silbando, acompañada de Basilisa, y las puertas se volvieron a cerrar solas. Una vez dentro de la cabaña, la bruja se echó en un banco y dijo:
—¡Quiero cenar! ¡Sirve toda la comida que está en el horno!
Basilisa encendió una tea acercándola a una calavera, y se puso a sacar la comida del horno y a servírsela a Baba-Yaga; la comida era tan abundante que habría podido satisfacer el hambre de diez hombres; después trajo de la bodega vinos, cerveza, aguardiente y otras bebidas. Todo se lo comió y se lo bebió la bruja, y a Basilisa le dejó tan sólo un poquitín de sopa de coles y una cortecita de pan (Basilisa la hermosa).
Por el contrario, la bruja de Hansel y Gretel alimenta mejor al muchacho con el fin de darse un banquete a su costa. Y es que la relación de los cuentos tradicionales con los alimentos es muy estrecha. ¿Quién no recuerda la manzana de Blancanieves o la menos difundida manzana de El enebro? Rapunzeles o rapónchigos, el antojo que la madre de Rapunzel sufre y que su marido debe robar a la bruja, que como compensación reclamará a la niña que está por nacer; la humilde calabaza convertida en carroza y las naranjas del banquete real en Cenicienta, la casita de chocolate, las habichuelas mágicas o el guisante de la princesa, son otras muestras de alimentos que surcan las páginas de los cuentos tradicionales.
Tanto el hartazgo como la hambruna aparecen representados en la literatura y el arte. La desmesura en la mesa, la ansiedad y la gula desmedida favorecen lo grotesco y provocan la risa que se convierte así en un elemento intertextual capaz de provocar la parodia y la crítica. En el siglo XVI François Rabelais nos da cumplida cuenta de lo que necesita el voraz Gargantúa para poder alimentarse conforme a su colosal figura y apetito, pues si bien “se desayunaba con fritada de tripas, buenas parrilladas, buenos jamones, buenos asados”, el almuerzo, como comida principal que era, debía ser completo en carnes y en vino.
Comenzaba su almuerzo con una docena de jamones, algunas lenguas de buey ahumado, embuchados, morcillas, y otros auxiliares del vino por el estilo. Mientras tanto, cuatro de sus criados, uno tras otro, vertían en su boca sin interrupción la mostaza, a paletadas. Bebía luego un tremendo trago de vino blanco para solazarse los riñones […] sin dejar de comer hasta que sentía bien tirante la panza (cap. XXI).
Porque Gargantúa en su desmesura se limpiaba los dientes con una pata de cerdo y hasta llega a comerse seis peregrinos (capítulo XXXVIII), aunque sin intención, ya que éstos estaban escondidos entre unas lechugas en el huerto. Atemorizados, no se atreven a avisar al gigante el cual, después de lavar las lechugas, las lleva al plato y allí las devora, junto con los peregrinos que entran enteros en la boca y así serán expulsados cuando el gigante tosa y escupa a causa del daño que uno de los ello le ha ocasionado en el nervio de una muela, eso sí, sin querer.
No olvidemos que la gula es uno de los siete pecados capitales, de ahí la sátira contra los monjes glotones. Curiosamente se consideraba que el monje que infringía este pecado capital estaba libre de atentar contra otros considerados mayores, como la lujuria o la ira, lo que naturalmente no tenía mucho que ver, ya que lo habitual era que los pecados -capitales o no-, se presentaran en racimos y no aislados.
El buen estar en la mesa ha originado abundante literatura gastronómica y tratados de buenas costumbres. A ello no son ajenos los textos literarios. En el capítulo XLIII Don Quijote instruye a Sancho sobre cómo debe proceder en la ínsula Barataria para gobernar con justicia y acierto, sobre todo en lo que tiene que ver con sus modales y apariencia: “No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería”. Le insiste además sobre lo frugal que debe ser su alimentación: “Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago”; y le indica, sobre todo, cómo no debe mostrar glotonería ni ansia en la mesa: “Ten en cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos ni de eructar delante de nadie”. También le avisa sobre los peligros del vino que pueden relajar su lengua y perjudicar su honra: “Sé templado en el beber, considerando que “el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra”.
La comida se puede convertir en un acto sacrílego, contra natura. La mitología nos ofrece notables muestras, desde Cronos devorando a sus hijos en una alegoría implacable del tiempo a Tántalo, que por agradar a los dioses ofreció en sacrificio la carne de su hijo. Los casos de canibalismo están presentes también en la literatura de trasmisión oral, inserta en las penalidades de ambiente rural en el que la pobreza y la maldad, muchas veces achacada a arquetipos femeninos como brujas y madrastras, desemboca en el asesinato y la antropofagia. Recordemos la manzana envenenada de Blancanieves y cómo su madrastra -precisamente por causa de otro de los pecados capitales, la envidia- pide al cazador que le traiga el corazón de la niña para comérselo. También Luna, Sol y Talía de Basile la suegra, que es una ogresa, pide al cocinero que cocine a sus nietos y los sirva en el que banquete que está preparando para agasajar a su hijo. En el relato El enebro recopilado por los hermanos Grimm, la madrastra cocina al hijo de su marido en una salsa negra que el padre devora con un ansia que no sabe explicar, mientras que la hija llora amargamente y recoge los huesos del hermano en un pañuelo que enterrará junto a la tumba de la madre, lo que va a desencadenar la justicia poética al final del cuento, a través de elementos mágicos.
Y, tomando el cuerpo del niño, lo cortó a pedazos, lo echó en la olla y lo coció. […] Su mujer le sirvió una gran fuente, muy grande, de carne con salsa negra, […] ¡qué buena está hoy la comida! Sírveme más. Y cuanto más comía, más deliciosa la encontraba.
— Ponme más -insistía- no quiero que quede nada; me parece como si todo esto fuese mío. Y seguía comiendo, tirando los huesos debajo de la mesa, hasta que ya no quedó ni pizca.
Curiosamente, como en el mito de Tántalo, aparece la manzana como elemento de gran poder simbólico, pues si en el mito las frutas huían cuando el desgraciado y hambriento padre estaba a punto de alcanzarlas, en el cuento la manzana es el elemento que desencadena la desgracia, aunque de una manera inocente, pues el niño muere, es asesinado por su madrastra, al ir a coger una manzana de un baúl, cuya tapa, empujada por la mujer le corta el cuello, a modo de guillotina.
— Hijo mío, ¿te apetecería una manzana? -preguntó al pequeño, mirándolo con ojos coléricos.
— Mamá - respondió el niño, - pones una cara que me asusta! ¡Sí, quiero una manzana!
Y la voz interior del demonio le hizo decir:
— Ven conmigo - y, levantando la tapa de la caja: - agárralo tú mismo. Y al inclinarse el pequeño, volvió a tentarla el diablo. De un golpe brusco cerró el arca con tanta violencia, que cortó en redondo la cabeza del niño, la cual cayó entre las manzanas. En el mismo instante sintió la mujer una gran angustia y pensó: “¡Ojalá no lo hubiese hecho!”. Bajó a su habitación y sacó de la cómoda un paño blanco; colocó nuevamente la cabeza sobre el cuello, le ató el paño a modo de bufanda, de manera que no se notara la herida, y sentó al niño muerto en una silla delante de la puerta, con una manzana en la mano.
Uno de los narraciones más terribles que se han escrito sobre el hambre se debe a Manuel Mújica Laínez. El relato, titulado precisamente El hambre, narra una historia de antropofagia, una descripción escalofriante basada en una de las crónicas de indias [5]. Los españoles, sitiados por los indios, se encuentran en una situación desesperada, pues carecen por completo de provisiones:
Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente.
En este escenario desolador se mueven dos clases sociales, la de los señores y la soldadesca. Tan extrema es la situación de unos como de otros, aunque Baitos, el ballestero, cebe en el odio sus pensamientos y crea que los de arriba aún tienen comida. El telón de fondo de tan terrible situación es aún más escalofriante, pues lo forman tres ahorcados cuyos cuerpos mutilados penden, tras los asaltos sufridos por la desesperación de los compañeros que han desgarrado sus miembros para comérselos. Baitos también lo va a intentar, pero tras varios avatares, acaba apuñalando a su hermano, al que no reconoce porque llevaba el manto de uno de los jefes al que éste ha asesinado. Lo más significativo de este cuento es la espeluznante y minuciosa descripción del hambre y del proceso que lo va a conducir a la antropofagia y a la locura: “Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera”. El ballestero, cegado por el hambre y el odio, después de matar a su propio hermano por error, lo devora: “Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse”. La anagnórisis lo va a conducir definitiva e inexorablemente a la locura:
Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano”. […] Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.
Pero no siempre la representación textual de la antropofagia ronda la tragedia, sino que, por el contrario, podemos encontrar tratamientos equívocos o paródicos, que al buscar la sorpresa y la risa reclaman un lector cómplice y restan dramatismo al tema. Así ocurre en el relato hiperbreve de Luis Matero Díez, El sueño, donde un narrador en primera persona juega con los receptores en apenas dos líneas que construyen y deshacen el equívoco. Es la palabra rabo la que configura el sujeto de la enunciación y provoca la anagnórisis: “Soñé que un niño me comía. Desperté sobresaltado. Mi madre me estaba lamiendo. El rabo todavía me tembló durante un rato”.
Una actualización paródica de la antropofagia, aunque con clara intención erótica la ofrece el poema “Rabelesiana” de Cristina Peri Rossi (Otra vez Eros, 1994). La interpelación al autor francés, ya desde el título, nos introduce en el banquete que está a punto de celebrarse: la comunión del cuerpo de la amada. El poema de Peri Rossi, de finales del siglo XX, se configura conforme a otros parámetros en los que los referentes intertextuales del autor francés y su Gargantúa se actualizan conforme a la revisión de temas literarios y culturales desde un erotismo lúdico. Al contrario que los modelos petrarquistas en los que el retrato de la amada comenzaba por el rostro y terminaba en los hombros, el poema nos ofrece la descripción del sujeto a partir de los pies para continuar subiendo por el tobillo, los muslos, el pubis, situando en la parte inferior del cuerpo el objeto de la enunciación erótica. El léxico de la cocina y el acto de comer sostienen el poema. Los verbos de dicho campo semántico confieren un escenario intenso en la expresión del amor: comerse, sorber, bebería y por último, rumiaría.
Le gustaría comerse los dedos
de mi pie izquierdo
con una suave salsa de cerezas
y sorber con fruición los huesecillos.
Asaría mi tobillo derecho,
atado con delicado cordel,
a las finas hierbas.
Bebería mi sangre menstrual,
con unas gotas de licor
y una pizca de canela.
El maridaje de los sustantivos se desarrolla entre los que nombran por una parte el cuerpo (dedos, pie, tobillo, huesecillos, sangre, puños, muslos), y por otra los que se encuadran dentro del léxico de los alimentos (salsa, cerezas, finas hierbas, licor, canela, zumo, ciruelas, pasas, aceite, vino).
Doraría los puños al horno,
rociados con zumo de ciruelas
y pasas desecadas al sol.
Saltearía mis muslos en aceite
y los devoraría a la noche,
acompañados con dulce vino.
Después -grande, como una vaca
cansada de comer-,
se echaría a rumiar
su gigante bolo alimenticio
satisfecha de la deglución.
La comparación con la vaca que rumia es de gran eficacia estética, pues la imagen remite al recuerdo amoroso en su máximo esplendor erótico desde el juego lúdico que introduce además elementos populares del refranero: “De lo que se come se cría”, en feliz deglución del cuerpo amado.
Si alguien le reprochara
haber devorado lo que amaba,
con los ojos resplandecientes de placer, diría:
“De lo que se come, se cría”.
También en esta línea se sitúan aquellas obras que se fundan sobre el valor afrodisiaco de la comida y la reflexión sobre cuestiones trascendentales de la vida, de la ética y de la estética, como los dos libros de Laura Esquivel: Íntimas suculencias y Como agua para Chocolate, o la obra de Isabel Allende, Afrodita.
4. Conclusiones
De los cuatro apartados en los que con intención metodológica dividíamos nuestro acercamiento al tema, hemos de decir que, aun sin ánimo de ser exhaustivos, son los dos primeros los que desarrollamos, mientras que los otros epígrafes sirven como complemento de otras muchas posibilidades de abordaje al tema en las que estamos trabajando y serán objeto de futuras publicaciones. Diremos ahora que en el capítulo dedicado a los que ni comen ni dejan comer encontramos dos textos idóneos para su comentario. Son textos de muy diversa procedencia y condición, pues si bien el primero pertenece a la literatura española del siglo XIX, un artículo de costumbres de Mariano José de Larra, “El castellano viejo”, el segundo es un texto del siglo XX de la literatura inglesa. Pertenece a Roald Dahl y su título es “Cordero Asado”.
En el último apartado, en el que analizamos los lances de los que no comen ni quieren comer, recordando al clásico Perro del hortelano de Lope de Vega, abordaremos igualmente dos textos de muy diversa índole. Por una parte se trata del cuento de Franz Kafka: “Un artista del hambre”, y por otra centramos nuestra atención en el tratamiento que desde la poesía se le da al tema de la anorexia, en un poema de Isla Correyero “La bella anoréxica”.
En definitiva, nos parece interesante acercarnos a la literatura a través del topos de los alimentos. El corpus de textos es extremadamente rico y variado y permite leer al trasluz de la vida y las costumbres en un ejercicio en el que la lectura, alimento necesario, entronca con las distintas visiones que autores y protagonistas nos han legado sobre el acto de comer, en algunos casos, cuando se puede, en el placer de comer e incluso de ser comidos. Porque desde las bodas de Canaán a la Última cena, de las bodas de Camacho hasta el triste espectáculo de las hambrunas del siglo de Oro, los personajes parecen saber lo que ya avisa Guzmán de Alfarache “los duelos con pan son menos” y es que “todo lo que vuela, cae en la cazuela” como muy bien dice el refranero, por lo que no han de hacer melindres los que tienen la suerte de acercarse a la mesa pues, como Sancho, tienen claro que “en casa llena, presto se guisa la cena” y como afirma Luis Vélez de Guevara: “La hora perfecta de comer es, para el rico, cuando tiene ganas, y para el pobre cuando tiene qué”.
Notas
[1] Un estudio en profundidad puede leerse en Rodríguez J. C. ( 2001) La literatura del pobre, Granada, Comares.
[2] “De cómo fue a un pupilaje por criado de don Diego Coronel”. Quevedo, El Buscón. Libro Primero: Capítulo III.
[3] “Cómo se debe el hombre guardar de la mujer embriaga. El Corbacho Capítulo XI.
[4] Val Sánchez, José D. en Revista de folklore: http://www.funjdiaz.net/folklore/07ficha.cfm?id=1413 (consultado el 25/09/2010).
[5] Crónica y literatura en «El hambre» de Manuel Mujica Láinez, por Adolfo Chouhy.
http://lenli.wordpress.com/2010/04/07/el-hambre-de-m-mujica-lainez-2/ (consultado el 3/09/2010).
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Tatar, M. (2003) Los cuentos de hadas clásicos anotados, Barcelona, Crítica
© María Rosal 2011
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
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