Nina Berberova
El subrayado es mío
Título original: Kypcjm MOJÍ
PRÓLOGO
DE LA AUTORA A LA EDICIÓN FRANCESA DE SU BIOGRAFÍA
Busco la palabra exacta. Hace tiempo que la busco. Al principio, la buscaba en ruso; luego, pensé: basta, nunca la encontraré, el ruso no me servirá, me perderé en románticas aproximaciones y en eufemismos. En cambio, el francés me parecía muy preciso, incluso demasiado preciso para mí, sumida en la vaguedad... Sin embargo, esa palabra, una palabra exacta, sólida, acerada, debía existir. Dicen que, el siglo venidero, en que la esperanza de vida se cifrará en los ciento cincuenta años, el hombre no sólo olvidará el nombre de sus abuelos sino también el de sus padres. Si algún día conocí la palabra que busco, ¿cómo he podido olvidarla?
He viajado mucho. Mi larga vida se divide en tres partes, como la Galia de Julio César (aunque nuestras preocupaciones no sean las mismas). Pasé algo más de veinte años en un país que, en aquella época, se llamaba Rusia; casi veinticinco en otro que sigue llamándose Francia y, para terminar, unos cuarenta años en un tercero: Estados Unidos. Sin embargo, si Julio César (no creáis, General, que tengo la osadía de compararme a su persona... ¡sólo faltaría!) se preocupó por el espacio, yo, que escribo estas líneas, he vivido siempre obsesionada por el tiempo, que no se puede comprar, ni robar ni falsificar.
Así pues, es posible que haya conocido, y olvidado por el camino, esa palabra con la que no acierto a dar y que debiera designar un sentimiento preciso, precioso, parecido a una llama, débil en unos, poderosa en otros. Una llama que se ha mantenido encendida durante un siglo y medio, burlando tempestades, tormentas y guerras. Una llama intrépida, hermosa, siempre desde el punto de vista humano.
Todo empezó cuando, desde San Petersburgo, Catalina II, emperatriz de Rusia, escribió a Denis Diderot, que se hallaba en París, una carta en la que le rogaba que le recomendara un escultor para realizar en su país (sin imposición de fechas y con gastos pagados) un monumento destinado a ensalzar la gloria de Pedro el Grande, su predecesor, en el centro de la ciudad que el antiguo soberano edificó a orillas del Neva. Tras algunas noches de insomnio, y después de haber consultado con sus amigos, Diderot recomendó a Etienne Falconet que partió hacia Rusia, realizó el monumento ecuestre, recibió una suma de dinero y regresó a Francia. Diderot, que había sido invitado al mismo tiempo que el escultor, fue también remunerado, mimado e incluso consentido. Y, a dicho viaje, siguió una correspondencia que se inició en cuanto regresó a París.
Las lecciones que Diderot impartió a Catalina II —qué hacer para que los pobres no fueran demasiado desdichados ni estuvieran demasiado hambrientos, cómo lograr que los ricos se mostraran menos rapaces y menos arrogantes— no alcanzaron notables resultados. El conde Alexéi Konstantínovich Tolstói (de origen familiar distinto al de Lev Nikoláievich) componía versos en sus ratos de ocio, y, en un largo poema, denunció las relaciones entre Catalina II y Diderot:
"Madame, vos ordres en Russie
Etonnent le monde ébloui"
LUI écrivaient Voltaire de Ferney
Et Monsieur Diderot de París.
"A votre peuple sans tarder
Accordez les libertes premières!
Ils les attend de vous, Majesté,
Comme l'enfant le lait de sa mere."
"Messieurs, tous deux vous me comblez,"
Répond-elle, et sans ambages
Aux paysans de l'Ukraine
Edicte une loi sur l'esclavage.
Catalina II le compró a Diderot su biblioteca y sus manuscritos (entre ellos, el de Jacques le Fataliste) —que todavía se conservan en la Biblioteca Estatal de Leningrado (en la esquina de las avenidas Nevski y Sadóvaia)—, diciéndole al escritor cuan deslumbrada se hallaba por su talento y cuánto le encantaba la obra de Falconet, con el pedestal de granito y la estatua de bronce. Sin embargo, en contra de su voluntad, tuvo que permitirle partir, arrancándole la promesa de volver... que él no cumplió.
Tal fue el primer eslabón de esa cosa para la que sigo buscando la palabra exacta. Cuando uno se interesa por las relaciones entre Denis Diderot y Catalina II, advierte que, en efecto, una llama empezó a arder, y que, entre esos dos seres, en sus relaciones y en su correspondencia, se creó una proximidad tierna, algo irreal, una especie de atracción que sugiere una intimidad secreta, jamás confesada. Era algo que se salía de lo corriente.
Y fuera de lo corriente fue otro encuentro: el de dos hombres —se conocían desde el congreso de Viena— a bordo del barco que les conducía a Alemania, desde el Neva, pasando por el golfo de Finlandia y el mar Báltico. Dos hombres que, en Berlín, decidieron alquilar una suntuosa carroza para dirigirse hacia el Sur. Uno era un diplomático de San Petersburgo, el príncipe Piotr Borísovich Kozlovski; el otro, el encargado de negocios del reino de Cerdeña en la corte imperial: Astolphe, marqués de Custine. El ruso era gordo y voluminoso, y necesitaba ayuda para bajar o subir escaleras. El francés era guapo y esbelto. La carroza corría hacia el Sur y una amistad tierna y generosa nació muy pronto entre ellos. Descubrieron que les gustaban las mismas cosas, tanto en la vida como en los viajes: la política, la diplomacia y los silencios, y que ninguno de los dos sentía el menor interés por la fealdad del paisaje, por los baches del camino ni por las mujeres bonitas.
Aunque no duraría hasta la muerte, aquella amistad —por entonces secreta e íntima— se entablaba con intención de durar. Se comprendían con medias palabras y, con frecuencia, una mirada bastaba. Serios, incluso muy serios, pero amantes de la vida social, excitados a veces cuando los bailes se sucedían por doquier, se sentían perfectamente felices tanto en su carroza como en los teatros o en los palacios. Su idea de la felicidad casaba con esa ternura probablemente jamás confesada, con ese abrazo sin duda jamás consumado. El ruso contestaba a las mil preguntas del marqués. Intercambiaban recuerdos: agradables unos, preciosos otros, agridulces a veces. Llegó la separación. A Custine le reclamaba su carrera. Piotr Borísovich tuvo que regresar a San Petersburgo donde, obligado por su familia, acabó por contraer matrimonio.
¡Pobre Pushkin! No tuvo la oportunidad de conocer a una Catalina o a un Custine. Jamás pudo salir de Rusia, jamás tuvo verdaderos, sólidos, ni siquiera peligrosos, contactos con Europa. Y me atrevo a decir que si hubiera tenido esa oportunidad, no hubiera regresado nunca. En realidad, sólo tuvo la oportunidad de poder leer todo lo que quería leer. En un poema de 1830 revela qué puerta le dio acceso al paisaje francés.
A un gran señor es el título de ese poema, escrito en alejandrinos. Y el «gran señor» es el viejo príncipe Yusúpov, una de las «águilas» de la época de Catalina II, que había entablado numerosas amistades en Francia durante su juventud. Pushkin escribió el poema llevado por la admiración que le producían las peregrinaciones del príncipe. No cabe la menor duda de que, ante los apellidos célebres de Francia, se le hacía la boca agua ni de que se hubiera dejado cortar una mano a cambio de realizar lo que Yusúpov se atrevió a hacer durante su audaz juventud. Y, precisamente, habla de audacia. Canta la audacia del viajero que, en la Francia de Luis XVI, venera a los dioses, se dirige precipitadamente hacia Ferney para visitar al «gran cínico de cabellos blancos» y oírle proclamar su orgullo de ser «célebre en el país nórdico» donde Catalina II acaba de nombrarle miembro honorario de la Academia Imperial de las Ciencias. Después, el joven viajero asiste a los dos funerales; primero, al celebrado en Ferney; más tarde, al del Panthéon.
Ferney no constituyó, por cierto, el único peregrinaje de Yusúpov. Durante otro viaje, posterior a 1789, no resistió la tentación de ir al Trianon para contemplar el decorado donde «Ariane», desconocedora de un destino tan próximo, bailaba, cantaba y encantaba a todo el mundo con sus diabluras. Después, tras haber corrido tras las huellas de Beaumarchais y de Holbach, Yusúpov volvió al redil, se convirtió en otro hombre, afligido por el espectáculo del reinado de Luis XVI y regenerado por el de la Revolución.
Le hubiera podido suceder al mismísimo Pushkin. Pero no le sucedió. ¡Imposible! ¡Un libre pensador, un posible promotor de disturbios, un amigo de los decembristas! El Emperador jamás le hubiera permitido realizar ese viaje. Se han escrito muchísimas páginas sobre el pobre Pushkin; pero nunca se le ha ocurrido a nadie, que yo sepa, escribir un relato imaginario sobre el tema «El viaje de Pushkin a Francia». Sin embargo, en los años veinte, había en París un joven de Montparnasse que escribía una biografía imaginaria del «gran poeta ruso». Tuve entre mis manos el manuscrito que no encontró editor (en aquellos tiempos el mundo de la edición carecía de ironía). En dicha biografía, Pushkin, con permiso del Emperador, se divorciaba de su mujer, que volvía a casarse y partía hacia Francia, y él se casaba con una hermosa cantante cíngara. Vivía hasta avanzada edad, feliz y famoso; luego moría, un atardecer, mientras leía Guerra y Paz.
Imagino a Pushkin, silencioso, sentado a los pies de Stendhal, indeciso en el umbral del austero salón de Chateaubriand, o también paseando, por las soleadas avenidas de un jardín francés, en compañía del autor de Adolphe, hablándole de mil cosas y, entre otras, de la traducción rusa de sus poemas realizada por el príncipe Viázemski, también poeta y amigo muy querido, que, en cuanto llegara de San Petersburgo, no dejaría de ir a saludar al hombre más importante del romanticismo francés.
Pero volvamos a la realidad. Se han publicado muchas ediciones de las cartas de Flaubert a Turguéniev y a George Sand. También de las cartas de Turguéniev a sus amigos y a la familia Viardot. En el post scriptum de una carta dirigida a Pauline Viardot —en francés, por supuesto—, Turguéniev le ruega que deslice un pétalo de rosa del jardín de Bougival en el interior de su zapato, entre el talón y la suela, que lleve el zapato hasta la noche y que, después, le mande el pétalo. Dicho post scriptum estaba redactado en alemán, pues el marido ignoraba esta lengua.
Me pregunto si Turguéniev experimentó otros momentos de beatitud aparte de los vividos durante su conversación a solas con Flaubert, y si el propio Flaubert contó con otros corresponsales a quienes poder escribir, como a Turguéniev: Je voudrais bien m'étaler près de vous... Vous êtes pour moi le seul être humain que je considere, le seul ami... Comme j'ai envié de tailler une bavette avec vous! Mon vieux chéri ... Mon bon cher vieux... Les Eaux printaniéres ne m'ont pas ravagé comme L'Abandonnée, mais j'en ai été troublé, mouillé, et comme vaguement distendu... Quel homme que mon ami Tourgeniev! Quel Homme! Cela vous met le coeur en amour, on sourit, on a envié de pleurer... Y a George Sand: Le cher vieux grand ... Notre bon géant... Notre bon grand ... La clarté de son jugement! Rien ne lui échappe! J'ai passé hier une journée avec Tourgeniev, a qui j'ai lu cent cinquante pages que sont finies, de Saint Antoine... Quel écouteur! Quel critique!1
1 Me gustaría recostarme a su lado... Para mí, es usted el único ser humano al que guardo consideración, el único amigo... ¡Qué ganas tengo de que charlemos! Mi querido amigo... Mi queridísimo amigo... Aguas primaverales no me ha dejado tan desolado como La abandonada, pero sí emocionado, mojado algo distendido... ¡Amigo Turguéniev, qué Hombre! ¡Qué gran hombre! Le arrebataba a uno el corazón, le induce a la sonrisa, al llanto... Y a George Sand: El muy querido genio... Nuestro querido gigante... nuestro querido genio... La lucidez de su pensamiento. ¡Nada se le escapa! Ayer, pasé el día con Turguéniev, a quien leí ciento cincuenta páginas, ya terminadas, de San Antonio... ¡Qué bien escucha! ¡Qué crítico!
La anécdota de la bata tuvo lugar más tarde: Turguéniev encargó a un sastre, antiguo siervo de su madre, unabata a medida, suntuosa, de la lana más suave (joven cordero del Cáucaso), con forro de seda de Oriente, que Flaubert usó, de la mañana a la noche, en Croisset. Era larga y amplia. Desde entonces, Flaubert dejó de tener frío y, en verano, temiendo las noches frescas, la tenía siempre a mano. Los visitantes del escritor sabían de la existencia de la prenda y la admiraban. Era una bata famosa. Incluso parece que, en los últimos años de la vida del gran hombre, desempeñó el mismo papel de ángel consolador que el capote de Gógol y la bata de Oblómov.
Ni Flaubert ni Turguéniev creían en la inmortalidad del alma ni en el amor eterno. No creían que el sufrimiento humano tuviera un motivo y una finalidad. Y estaban de acuerdo en que la creación literaria era un tormento carente de sentido. Parece que el Turguéniev de los años comprendidos entre 1870 y 1880 se sintiera, pues, en perfecta armonía con todo lo que Francia le ofrecía. Después, en 1880, Flaubert murió. Turguéniev le sobrevivió tres años, tres años que fueron morosos, tristes, físicamente penosos. La gota, enfermedad que padecía, le impedía trasladarse y quienes le querían —Edmond de Goncourt, Guy de Maupassant, Alphonse Daudet y los «Dieciséis de Bixio» (una sociedad secreta de la que era el único miembro ruso)— se sentían consternados. Cuando murió, en 1883, en la calle de Douai, número 48, no fueron su hija ni su yerno quienes condujeron sus despojos a Petersburgo, sino Claudie Viardot y su marido. Era aquella Claudie que tenía doce años cuando Turguéniev la tumbaba encima de la gran mesa del comedor de los Viardot y la cubría de besos desde la cabeza a los pies.
De quienes nacieron hacia 1820 apenas quedaba nadie. Y de quienes llegaron más tarde, tanto en lo que se refiere a Rusia como a Francia, nadie, al parecer, había heredado aquella tradición (en el caso de que se tratara de una tradición) tan viva durante ciento cincuenta años y que se fundaba en el placer de las relaciones personales, cálidas y secretas. Sólo hubo contactos mundanos o literarios. Gide confesó su pasión por Dostoievski; Roger Martin du Gard por Tolstói.
¿Y usted?, se preguntará el lector. ¿Dónde están sus cartas credenciales?
Son muy pobres y harán sonreír al lector...
Estaba presente en el ingreso de Paul Valéry, en traje de gala, en la Academia Francesa donde pude admirar de lejos el perfil de Henri de Régnier que me sonrió, equivocándose, tomándome seguramente por alguien a quien conocía.
Estaba presente, con un grupito de gente, ante la tumba de Baudelaire, en el cementerio de Montparnasse, el día del aniversario de su muerte... pero, ¿en qué año fue? Paul Bourget habló y una actriz de la Comedie Francaise —joven y hermosa— recitó Je suis belle, ó mortels! comme un réve de pierre...
Estaba presente, en 1929, ante la puerta de la casa de Clémenceau, en la calle Franklin, con otros periodistas, esperando el momento en que se anunciara su muerte para telefonear a mi periódico.
Y después, un día, vi a André Gide, saliendo de la N.R.F., con el último número de la revista en la mano y sonriéndose a sí mismo.
En aquella época, en que «vivía» en las calles de París, perdiéndome por los alrededores del canal Saint-Martin o vagando por l’île Saint-Louis, recordaba que en mi infancia, es decir, antes de 1914, las gentes que tenían la edad de mis padres, cuando hablaban de viajar, decían que irían a Alemania, que pasarían por Suiza, que se detendrían unos días en Italia, pero que pasarían una larga temporada en Francia y que incluso se quedarían a vivir allí durante algún tiempo. Y aún más extraño resultaba oírles decir que alguno de sus conocidos había muerto en Francia (¿podía, pues, suceder?) e incluso que estaba enterrado en París...
Y, he aquí que, de repente, llega el descubrimiento. Sí, la palabra exacta, la que buscaba al iniciar estas páginas, aquí está. Y es NECESIDAD. La necesidad, os digo, la necesidad que dos personas sienten con frecuencia la una de la otra, aunque no siempre exista entre ellas una auténtica reciprocidad. Catalina II necesitaba realmente a Diderot, y el gordo Kozlovski al marqués francés. Sin embargo, Pushkin necesitaba a Francia cuando Francia no necesitaba a Pushkin. El astil de la balanza no se movió el día en que Le Temps publicó Tierras vírgenes merced a la intervención de Flaubert. Tampoco el día en que Turguéniev intervino ante su amigo Gambetta para que su amigo Flaubert, que acababa de perder todos sus bienes, fuera aceptado para ocupar un cargo en la biblioteca Mazarine (no, no pasó nada). Así pues, la necesidad había durado un siglo y medio, menos que la lepra y más que la peste. No se agotó en 1789, ni en 1812, ni durante los años comprendidos entre 1854 y 1856. Pues era una necesidad presente, apremiante y sólida como la necesidad de ternura, de calidez y de lágrimas. Una necesidad profundamente inscrita en el secreto de las confesiones, de los silencios, quizá, incluso, de la voluptuosidad. Necesidad sustentada por una fuerza creadora, necesidad de amar y ser amado. Necesidad a la que apelo. Aquí.
Nina BERBEROVA
Enero, 1989
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