EL REALISMO DE MI FAMILIA, pero sobre todo las imaginaciones de mi madre, me exigieron convertirme en un hombre elegante. Para ellos se trataba de un imperativo moral y para mí de una obligación contra natura.
Lo cierto es que yo no contaba con verdaderas aptitudes para culminar aquella empresa: nada más ajeno a mi naturaleza que las maneras de un caballero distinguido. Fue una de esas cosas que se descubren poco a poco, mediante la acumulación de una larga hilera
de mínimos detalles, algo parecido a lo que ocurre con los muchachos en la adolescencia, cuando, en sus aproximaciones a las chicas, la estadística de aciertos o fracasos les aclara, sin sorpresa, con progresiva certidumbre, su verdadero atractivo o la desoladora
ausencia de él.
Quiero explicarme. Yo no odiaba los buenos trajes por razones ideológicas, ni había hecho de la resistencia a llevar corbata uno de esos principios accesibles a la gente desprovista, en general, de otros principios. Es más, comprendía la elegancia de unos gemelos de oro y apreciaba las propiedades lenitivas de un suave y confortable tejido de franela. Pero la elegancia es como tantos otros atributos de la condición humana: hay que nacer con él a cuestas, sentir su indeleble marca en algún furtivo rincón de la conciencia. La gente aterriza en el planeta con órganos perfectamente descritos en los libros de anatomía, con cierto número de dientes, con cierto número de dedos dispuestos en cada mano. Sin embargo, las cualidades interiores son producto de un anárquico reparto. La elegancia (como la belleza, el talento, la bondad, como tantas otras cosas) es un don o una especie de milagro. Y ese don, supe muy pronto, no se me había concedido, o ese milagro, también lo supe, nunca tuvo visos de acontecer.
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http://paginasdeespuma.com/wp-content/blogs.dir/1/files_mf/extracto_pedro_ugarte_el_mundo_de_los_cabezas_vacias58.pdf
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