viernes, 23 de septiembre de 2011

Nueva narrativa Estadounidense

Muerte y resurrección de la ironía

Nueva narrativa Estadounidense

Por Ruth Franklin (artículo publicado en 2005. Ruth Franklin is a literary critic and a senior editor at The New Republic. Her writing also appears in The New Yorker, The New York Review of Books, The New York Times Book Review, and other publications. Her book A Thousand Darknesses: Lies and Truth in Holocaust Fiction, which investigates work by writers such as Elie Wiesel, Primo Levi, Imre Kertész, and W.G. Sebald, was published in November 2010 by Oxford University Press. Before joining The New Republic, she was an editor for the Let's Go travel guide series and a researcher in the Warsaw bureau of The New York Times. She lives in Brooklyn, New York.)

Las nuevas voces de la narrativa de Estados Unidos, afirma Ruth Franklin en este ensayo, conforman un coro de difícil definición, por la variedad de sus registros y orígenes, pero comparten un claro parteaguas imposible de ignorar: los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001.
      
I. Mientras Estados Unidos experimentaba un repunte económico a lo largo del decenio de 1990, su narrativa sufría una notable depresión. Ese descenso en espiral puede advertirse a lo largo de una serie de ensayos a modo de manifiestos en que escritores y críticos expresaban un descontento cada vez mayor conforme los años noventa llegaban a su fin. En el primero de esos ensayos, aparecido en Harper's de abril de 1996, Jonathan Franzen, para entonces autor de dos novelas aclamadas por la crítica, aunque de éxito relativamente menor, lamentaba lo que él consideró como el fracaso de la novela social estadounidense. Al principio, según escribió el propio Franzen, había querido crear el equivalente contemporáneo de Catch-22, de Joseph Heller, obra que dejó una huella indeleble en la sociedad. Pero aunque sus libros recibieron críticas favorables, llegó a pensar que la publicidad era el "premio de consolación por haberle dejado de importar a la cultura". Desplazada por la televisión y la avasallante pujanza de internet, la ficción literaria había dejado de estar en el centro. "Existen hoy día muy pocos medios estadounidenses", escribió Franzen, "en donde se dé mayor valor a haber leído la última obra de Joyce Carol Oates o de Richard Ford que a haber visto la última película de John Travolta o saber cómo navegar en la red".
Nueve años después, las observaciones de Franzen tienen un timbre caduco. La red se ha vuelto tan imprescindible como el teléfono, y las obras literarias, durante largas temporadas, nuevamente ocupan a los críticos y son motivo de presentaciones y cocteles literarios. Pero lo que ahora sorprende más acerca de las observaciones de Franzen es la pobreza de sus ejemplos. Si lo mejor que en 1996 tenía la ficción estadounidense eran Joyce Carol Oates o Richard Ford, ¿qué tiene de extraño que las novelas parecieran importarle menos a la cultura?
Esta merma en la calidad literaria se volvió muy pronto el foco de la discusión en torno a la narrativa estadounidense a fines del siglo XX. Varios meses después de que apareciera el ensayo de Franzen, James Wood, en The Guardian, argumentó en defensa de la vitalidad de la narrativa moderna estadounidense, confrontando el auge de los grandes novelistas de los años cincuenta —Bernard Malamud, Ralph Ellison, Saul Bellow— con los "apuros" que pasaban sus colegas británicos: William Golding, Kingsley Amis, Angus Wilson. Pero cuando intentaba ampliar su tesis a los escritores norteamericanos contemporáneos, a Wood se le agotaron los argumentos: el autor estadounidense más reciente que pudo defender de manera entusiasta fue Raymond Carver, muerto hacía casi diez años. Por el contrario, entre los escritores británicos prometedores se hallaban Salman Rushdie, V.S. Naipaul, Martin Amis, Kazuo Ishiguro e Ian McEwan. "La narrativa estadounidense de hoy probablemente no sea tan interesante y fecunda como la británica", concluyó Wood.

     El año siguiente fue bastante fructífero para las editoriales estadounidenses: aparecieron nuevas novelas de Saul Bellow, Don DeLillo, Norman Mailer, Thomas Pynchon, Philip Roth y John Updike. Pero con pocas salvedades, estos libros tenían algo de exuberancia irracional, prueba de que se habían sobrevaluado las reservas literarias del país. Sven Birkets declaró en The New York Observer que a Roth, Mailer y Bellow —"nuestros gigantes, nuestros novelistas varones galardonados"— "se les estaba agotando la energía". Haciéndose eco de Franzen, lamentaba la intrascendencia de sus temas: "En otros tiempos parecían darle forma al ectoplasma cultural mediante su fuerza y la osadía de sus productos... Ahora ya no." En respuesta, Wood advirtió que los nuevos escritores más jóvenes —David Foster Wallace, cuya novela épica Infinit Jest [La broma infinita, Mondadori 2002] apareció el año anterior, al igual que Franzen y Rick Moody— habían abandonado cualquier aspiración a lo universal para enfocarse en la historia y la sociedad estadounidenses, "la comedia de la cultura" en lugar de "la comedia de personajes". "¿Podemos concebir algún escritor europeo influido por la paranoia estadounidense de DeLillo, por las profundizaciones de Tony Morrison en la vergüenza de Estados Unidos, o por el mundo posmoderno densamente alusivo de Foster Wallace?", se preguntaba. "Hoy en día la cultura estadounidense es la cultura universal, pero para expresarlo en forma moderada, al resto del mundo no le interesa tanto la cultura estadounidense como a Estados Unidos".
Sin embargo, se ha visto que la danza de influencias opera en más sentidos de los que nadie habría imaginado. La novela más comentada del año 2000 fue White Teeth [Dientes blancos, Quinteto 2002], la cual constituyó el debut de una joven británica llamada Zadie Smith: vigorosa narración que sigue los pasos de dos familias inmigrantes —una jamaiquina, la otra bengalí— a lo largo de varias generaciones en la ciudad de Londres, tomando prestada precisamente la paranoia de DeLillo, la política postcolonial de Morrison (así como la de Rushdie) y el estilo afilado y nervioso de Foster Wallace. En todas partes del mundo, los narradores, desde David Mitchell y Haruki Murakami hasta Michel Houellebecq, reflejaron la influencia de la posmodernidad estadounidense en su estilo fragmentario, sus juguetonas referencias a la cultura pop o su oscura misantropía. Mientras tanto, en Estados Unidos la edad de la exuberancia irracional llegaba a su fin y la era de la globalización estaba a punto de comenzar. Un sinnúmero de narradores de diversas procedencias étnicas se hicieron de nombre presentando nuevas perspectivas de Estados Unidos a través de los ojos de un extranjero. Las memorias literarias, que habían experimentado un resurgimiento en cuanto a popularidad, fueron vueltas de revés por Dave Eggers. La novela social fue reinventada por profesionales como Jonathan Franzen y Jeffrey Eugenides, quienes abordaron en tal forma los dramas estadounidenses esenciales de la inmigración y la asimilación, los conflictos de clase y los vínculos familiares, que dejaban ver su deuda con el estilo fracturado y la ansiedad tecnológica de sus predecesores, hasta que, desde luego, encontraron un nuevo imperativo después de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001.
Para seguir leyendo:
http://letraslibres.com/revista/convivio/muerte-y-resurreccion-de-la-ironia

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