Editor. Es uno de los editores más brillantes del último medio siglo y ha publicado ahora sus memorias. Hoy recuerda con cariño a los grandes amigos y con saña a los grandes mediocres. Añade una profecía: el libro sobrevivirá a los juguetitos que se le parecen, porque está mejor inventado.
“Las editoriales tienen hoy el aspecto de los hospitales”
Sobre la mesa baja del salón de Mario Muchnik, un periódico y un ejemplar de El dinero y las palabras de André Schiffrin, el gran editor francés. Mario aparece con sus sempiternos tirantes y con ademán enérgico se pone las gafas: “Ahora ya soy yo”, bromea, y comienza la conversación. Ha publicado Oficio editor en Aleph, la que fuera su editorial (Muchnik Editores) antes de numerosas transformaciones. El libro habla de las mutaciones del oficio a lo largo de los años. Pretende ser una piedra de toque para todos los editores y, al mismo tiempo, una obra que explique al lector cómo se hacen los libros y a qué problemas se enfrentan en nuestros días.Schiffrin dice que el oficio de editor ahora es un negocio. ¿Por qué, si querían meterse a ricos, se hicieron editores?
Por idiotez, por esnobismo... Yo extiendo eso a los autores, ¿para qué se mete a escribir una persona que no tiene nada que contar? Porque salir en la foto como autor le parece más noble que salir como carnicero. Pero yo tengo el altísimo honor de que mi abuelo fuera carnicero y mi padre editor, y para mí no hay una diferencia de categoría. En ambas están los haraganes, los que viven del prójimo, del timo, y todos esos son despreciables, editores o carniceros. Ninguno de estos trabajos sirve para hacerse inmensamente rico. Entonces, ¿por qué hay editores que se metieron a esto por dinero? Por tontos.
¿Está tan mal la cosa?
Depende. Tengo la máxima admiración por algunos jóvenes editores independientes, que son los que no dan gato por liebre. Puedo citar mi conversación inventada con Robert Laffont del final del libro: él, aquel grandioso editor, siempre me dijo que le gustaba vivir confortablemente. Pero leyendo su biografía uno se da cuenta de hasta qué punto Robert Laffont nunca fue un hombre rico. Vivió como un hombre rico, como mi padre, pero nunca tuvo en el banco más que para seis meses por delante ¡como mucho! Y yo, no hablemos: empecé sin un duro y acabo mi carrera sin un duro, estoy correteando para ver si alguien me vuelve a dar la columna que me quitaron en un periódico...
Hablando de periódicos: llama la atención que después de Fukushima la gente hablase por la calle de ingeniería nuclear, de estroncio y microsiverts. Creo que esto demuestra el poder de la prensa para crear campos semánticos. ¿No le parece que las editoriales, vendiendo lo que el lector quiere leer, son irresponsables por no darle lo que debería leer para saber más?
Bueno, eso son las malas editoriales. Un famoso editor norteamericano decía: “El público no sabe qué quiere leer, se lo tenemos que decir nosotros”. Una editorial debería ser un lugar que diera valor al editor, al cerebro. Si el editor no va un día al trabajo porque quiere ver una exposición tendría que hacerlo, porque se es editor 24 horas al día. Esté o no esté en su despacho sigue siendo editor. Ahora... ahora intentas hablar con uno de esos editores que van por el mundo y te dicen: “Perdona, te tengo que dejar porque tengo un autor que está firmando aquí, y luego...”. Me ha pasado en la Feria del Libro. Son hombres de negocios, solo piensan en la promoción.
Hablando de autores, cuando uno es tan grande como García Márquez y escribe Historia de mis putas tristes, ¿el editor tiene algún poder sobre él?
El editor siempre tiene derecho a rechazar un libro, aunque sea Dios quien se lo presenta. Ahora, si quiere conservar al autor, debe hacer algo distinto. Yo he perdido a algunos autores, como Oliver Sacks. Su agente se quejaba de las ventas en América Latina y se lo llevó a Herralde, pero seguimos siendo amigos. Con Peter Bering tuve otra historia: me dejó colgado. Él había vivido en mi casa de Toscana, era una muy buena amistad. Años después regresó y, sentado en ese mismo sofá, me dijo: “Quiero volver contigo, tengo el cuarto tomo terminado, no estoy contento con la venta del tercero”. Le saqué El kilim de la princesa, cuarto tomo de su tetralogía, y se vendió fatal. Era francamente malo. Lo acabé retirando de las librerías.
En 1990, cuando Joan Seix le despidió de la editorial que usted mismo creó con su padre, se produjo la ruptura entre editor comercial y editor literario, que hoy día es una norma. ¿Suele perder el literario?
No hay una regla general. Binomios como el de Carlos Barral y Víctor Seix son poco frecuentes. Cuando Víctor murió en un accidente y echaron a Carlos, se quedaron unos señores que no saben leer ni escribir. Pero aquel tipo de binomio es ideal, porque mediaba un acuerdo por el que la última palabra en cuestiones administrativas era de Víctor y en las literarias, de Carlos. Era una profesión de humildad y lo he visto en otras editoriales. En un momento determinado, desgraciadamente, tuve a este Joan Seix, que se ofendía mortalmente si yo hacía una observación administrativa, pero todavía más si yo lo desautorizaba al pronunciarse de manera literaria. Así terminó la cosa, fue un sainete griego.
Hablaba de la dignidad del carnicero. ¿No hay editores que más bien parecen carniceros rompiendo en trozos las editoriales?
Una editorial tiene hoy el aspecto inhóspito de los hospitales. A mí me gusta el carnicero que vende al por menor, como el editor al que uno le pide un libro y da un libro, y no una cosa llena de erratas.
Su libro empieza con las aventuras del joven editor por varios países y habla de un oficio, y al final parece una novela de intrigas de Wall Street, peleando en grandes grupos. ¿Es esta la biografía de un editor?
La mía, en todo caso. A mí me pasó eso, sin duda. Pero me doy por muy bien servido habiendo editado a Elias Canetti en los 60 y a Liev Tolstoi en los años 2000. Entre esos grandes corchetes está toda mi carrera editorial. Fue Robert Laffont, mi primer jefe, quien me enseñó cómo se trabaja en una gran empresa editorial. Editaba en Francia a Bioy Casares y a Dino Buzzatti, despreciados por el chovinismo. Fue una gran escuela para mí: en el mismo edificio estaban producción, edición, promoción... Aprendí la articulación de una gran editorial, bastaba con coger un ascensor.
¿Se parece la situación en que usted comenzó en Francia, con el Mayo del 68, a este momento de inquietud política en el que también florecen nuevas editoriales en España?
No diría tanto. Ahora la policía pide que no se ensucien los escaparates con pegatinas, y entonces estaban las persianas bajadas, había huelga general. Entonces se rompieron convenciones, y ahora hay pocas convenciones que romper. Laffont me confió una colección sobre sexología que era totalmente escandalosa y nueva. Cada libro que tenía que ver con sexo me lo pasaban a mí, y con total desparpajo yo me veía hablando en los comités de lectura sobre el orgasmo vaginal y el clitoriano delante de señoras que editaban libros sobre etiqueta. ¡Y yo hablando de los orgasmos que estas señoras podían haber tenido la noche anterior! Ese gran cambio hizo que ciertas editoriales surgieran, pero en general las veteranas supieron adecuarse a los tiempos nuevos. No hubo eso de las pequeñas editoriales, esta eclosión de aquí.
La revista para adolescentes Super Pop cerró hace un mes su edición en papel. Según la directora, “el target no consume papel.” ¿Una frase digna de figurar en el Apocalipsis?
¡Nada, nada, nada! “¡Nuestro mercado está en las ondas!”. Es un lenguaje y son una serie de referencias que no tienen absolutamente nada que ver con el placer de la lectura. Es como querer sustituir el amor por la pornografía. A los adolescentes no les interesa el papel, pero se equivocan.
¿Van a encontrar lectores en estos tiempos?
Por encima de todo está el sistema en que estamos inmersos, que está en contra de la cultura. La gente pasa varias horas delante de la TV, y es una competencia muy mala para el libro. Decía George Steiner que cuatro horas seguidas sin molestias es lectura. Réstale Internet, el iPad, el iPhone, estos juguetitos. Una chica me mostró cómo un libro puede leerse en un iPad y te puedo decir que conspira contra la lectura. Se habla un lenguaje y se dan referencias que no tienen absolutamente nada que ver con el placer de la lectura. Guerra y paz no lo vas a leer en pantalla, porque hay que estar totalmente loco. Además, ¿para qué quiero yo llevar 500 libros a la playa? ¿De qué sirve tener mi biblioteca encima? O que se te acaben las pilas a mitad de párrafo...
Entonces, ¿es malo el e-book para la lectura?
Estamos sometidos a la novedad del gadget.The sweetness of the Gadget. Pero la única dulzura de ese viejo gadget de la lectura es que el libro sea bonito. Yo creo que el e-book se va a desinflar y quedarán los libros que requieran el aparato para ser leídos: ilustrados, cómics, cosas así. Para la lectura, el libro es mejor tecnológicamente, y no es por azar. No hubo alguien que dijo: “Vamos a hacer un objeto de papel en el que van unidas las páginas por el lomo”. Fue una evolución que llevó al objeto más conveniente para la lectura. Cuatro siglos que nos preceden.
También juega el precio, ¿no? ¿Cómo puede afectar en España el hecho de que el libro electrónico sea gratis?
Tú supón que quieres hacer una cena con los amigos y pones vino en tetrabrick. No sé, ¿quién sabe ahora si beberemos vino en vaso de plástico? Lo que tenga que ser lo veremos de aquí a unos años. Pero hablando de precios, sí: al editor pequeño no le va a quedar más remedio que hacer sus libros algo más baratos.
¿Da usted el testigo con comodidad a estas nuevas editoriales?
No. No lo doy más que a los que me prometan que no ven más de dos horas de televisión por día, que no leen nada en e-book o en pantalla de ordenador y que me prometan que van a cuidar de los libros que editen como si fueran sus propios hijos. El libro es demasiada cosa para descuidarlo. Es un bien insustituible, así que no insistamos en sustituirlo con gadgets. No trabajemos en contra de la vida apacible del buen libro.
Fuente:
http://www.tiempodehoy.com/entrevistas/mario-muchnik
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