La reciente publicación de la antología "Cuentos y relatos libertinos" (FCE) permite trazar un recorrido por la obra de Choderlos de Laclos, Godard d'Aucour y el Marqués de Sade para reconstruir una tradición de libre pensamiento, anticlerical y antimonárquico.
POR EZEQUIEL ALEMIAN
http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/Choderlos-de-Laclos-Godard-dAucour-Marques-de-Sade-Cuentos-y-relatos-libertinos_0_529147284.htmlNo fueron los virtuosos sino los voluptuosos los que hicieron la revolución francesa, señaló Charles Baudelaire en el prólogo que escribió a Las relaciones peligrosas, la novela epistolar del geómetra y artillero Choderlos de Laclos que es uno de los textos más destacados de la literatura libertina.
El libertinaje, según lo definió el Marqués de Sade en alguna de las mil páginas de su monumental Juliette, o las prosperidades del vicio, “es un extravío de los sentidos que supone ir siempre más allá de todos los frenos, un desprecio soberano por cualquier tipo de prejuicio, el rechazo absoluto de toda forma de culto, el horror más profundo hacia las normas morales”.
Etimológicamente, el término proviene del latín (libertinus significa hijo del libertus, que era el esclavo que acaba de ser liberado). Sin embargo, son dos acepciones posteriores las que le dan su sentido más contemporáneo. Por un lado, el libertino es un libre pensador que cuestiona los dogmas establecidos; por el otro lado, es quien se entrega a los placeres sexuales rompiendo con la moral dominante. En su novela Teresa filósofa, Boyers d’Argens señaló que “el libertino abraza la voluptuosidad por el gusto y ama la filosofía por la razón”.
El libertinaje, según lo definió el Marqués de Sade en alguna de las mil páginas de su monumental Juliette, o las prosperidades del vicio, “es un extravío de los sentidos que supone ir siempre más allá de todos los frenos, un desprecio soberano por cualquier tipo de prejuicio, el rechazo absoluto de toda forma de culto, el horror más profundo hacia las normas morales”.
Etimológicamente, el término proviene del latín (libertinus significa hijo del libertus, que era el esclavo que acaba de ser liberado). Sin embargo, son dos acepciones posteriores las que le dan su sentido más contemporáneo. Por un lado, el libertino es un libre pensador que cuestiona los dogmas establecidos; por el otro lado, es quien se entrega a los placeres sexuales rompiendo con la moral dominante. En su novela Teresa filósofa, Boyers d’Argens señaló que “el libertino abraza la voluptuosidad por el gusto y ama la filosofía por la razón”.
En términos literarios, lo que se conoce como novela libertina se extiende por Francia durante un lapso extremadamente breve, pero clave: comienza con la muerte de Luis XIV, en 1715, y concluye con la Revolución Francesa. Va de Voltaire a Casanova, aunque alcanza su apoteosis con Sade, y abarca a una gran cantidad de escritores de primera línea, casi absolutamente olvidados: Godard de Beauchamps, Claude de Crébillon, Godard d’Aucour, Voisenon, Guillard de Servigné, Fougeret de Monbron, los mencionados Laclos y d’Argens, Boufflers, Jean Francois de Bastide, Vivant Denon, Pidansat de Mairobert, Pigault-Lebrun y otros.
Su genealogía, sin embargo, debe remontarse al siglo XVI, a Italia, cuando Cardan, Paracelso y Maquiavelo releen a Epicuro y dan a la existencia humana un sentido exclusivamente terrestre, asegurando la transición entre el humanismo del Renacimiento y la filosofía de las luces. Cyrano de Bergerac, discípulo de Pierre Gassendi (quien en 1547 rehabilitará la filosofía de Epicuro) será el representante más destacado del pensamiento libertino en Francia, y el Don Juan, de Moliere, el personaje emblemático de esta actitud.
Los libertinos consideran que todo en el universo procede de la materia, que es la que impone sus leyes a través de un determinismo natural. Reniegan de la noción de un creador. Consideran que la iglesia participa de la dominación que ejercen los nobles, reinando sobre el pueblo por medio de la superstición. En tanto la monarquía francesa reposaba sobre una legitimidad divina, se entiende de inmediato el carácter de “máquina de guerra” que representarán estos escritores.
En 1615, cuando un grupo de poetas forma una sociedad secreta que difunde material que defiende las tesis libertinas, los editores y propagadores de estos textos (tratados, manifiestos), que son considerados como brujería, son perseguidos, encarcelados, enviados al exilio e incluso condenados a muerte y ajusticiados.
La escuela de las muchachas, un relato anónimo editado en 1655, está considerado como uno de los primeros textos de lo que luego será la novela libertina. Cuatro años más tarde, se publica el Theophrastus redivivus, una antología de tratados antiguos, que relee la historia de la filosofía como una historia del ateísmo. Por su parte, en los versos de algunos poetas, como Théophile de Viau y Saint-Évremond, empieza a exhibirse cierta inspiración del espíritu del Satyricon de Pétronio.
Pero es en el siglo XVIII cuando la literatura libertina alcanza una dimensión insospechada. Los casi ochenta años a lo largo de los cuales se extiende, a partir de la Regencia, constituyen un período durante el cual el desenfreno sexual se apodera de las costumbres, se retoma la tradición del libre pensamiento, anticlerical y antimonárquico, y los libros antes prohibidos ahora circulan con una gran libertad.
En ese momento en Francia la poesía y el teatro eran los géneros mayores, y la novela como tal casi no existía: había “una sucesión de páginas llenas de preciosismos que describían la metafísica y el camino de la vida amorosa, y hacían del amor una teología”, según describe la escena el investigador Mauro Armiño.
A los libertinos eso no les interesaba. Leían lo que estaban escribiendo los grandes novelistas ingleses, como Samuel Richardson y Henry Fielding. Estos tendían al realismo, y sus relatos no sólo los protagonizaban los nobles: ahora también los bastardos, y las criadas.
Otro hecho determinante en la constitución de la novela libertina, señala Armiño, es que durante la primera década del XVIII, empieza a publicarse la traducción de Jean Antoine Galland de Las mil y una noches, que sorprende tanto por su sensualidad (expurgada en las sucesivas ediciones) como por la manera de articular y estructurar los relatos y la novela.
En 1615, cuando un grupo de poetas forma una sociedad secreta que difunde material que defiende las tesis libertinas, los editores y propagadores de estos textos (tratados, manifiestos), que son considerados como brujería, son perseguidos, encarcelados, enviados al exilio e incluso condenados a muerte y ajusticiados.
La escuela de las muchachas, un relato anónimo editado en 1655, está considerado como uno de los primeros textos de lo que luego será la novela libertina. Cuatro años más tarde, se publica el Theophrastus redivivus, una antología de tratados antiguos, que relee la historia de la filosofía como una historia del ateísmo. Por su parte, en los versos de algunos poetas, como Théophile de Viau y Saint-Évremond, empieza a exhibirse cierta inspiración del espíritu del Satyricon de Pétronio.
Pero es en el siglo XVIII cuando la literatura libertina alcanza una dimensión insospechada. Los casi ochenta años a lo largo de los cuales se extiende, a partir de la Regencia, constituyen un período durante el cual el desenfreno sexual se apodera de las costumbres, se retoma la tradición del libre pensamiento, anticlerical y antimonárquico, y los libros antes prohibidos ahora circulan con una gran libertad.
En ese momento en Francia la poesía y el teatro eran los géneros mayores, y la novela como tal casi no existía: había “una sucesión de páginas llenas de preciosismos que describían la metafísica y el camino de la vida amorosa, y hacían del amor una teología”, según describe la escena el investigador Mauro Armiño.
A los libertinos eso no les interesaba. Leían lo que estaban escribiendo los grandes novelistas ingleses, como Samuel Richardson y Henry Fielding. Estos tendían al realismo, y sus relatos no sólo los protagonizaban los nobles: ahora también los bastardos, y las criadas.
Otro hecho determinante en la constitución de la novela libertina, señala Armiño, es que durante la primera década del XVIII, empieza a publicarse la traducción de Jean Antoine Galland de Las mil y una noches, que sorprende tanto por su sensualidad (expurgada en las sucesivas ediciones) como por la manera de articular y estructurar los relatos y la novela.
Armiño tradujo y prologó Cuentos y relatos libertinos, una antología imperdible que acaba de ser distribuida por FCE, que incluye en casi ochocientas páginas a una gran cantidad de los autores del período, además de varios de sus relatos más elogiados.
Lo que se pone en escena en el relato libertino, subraya Patrick Wald Lasowski en un ensayo sobre esta literatura, es una libertad de pensar y de actuar sorprendentemente renovadora. Se inventa una nueva clase de narración, que implica un tratamiento diferente del tiempo: estallan las formas, se mezclan los géneros, abundan los juegos de significantes, la intertextualidad. Señala Lasowski: “la velocidad adquiere un aspecto sorprendente: todo está en movimiento, todo circula, las ideas, los cuerpos, los libros, las imágenes, el dinero. Todo va muy rápido, la revelación del sexo, los desplazamientos en el tiempo y en el espacio, el relato, la escritura”, señala Lasowski. Escribe Guillard de Servigné: “la mayor rapidez es lenta para el deseo”. La filosofía es hija del libertinaje.
La vida en sociedad es retratada como un juego de engaños y apariencias del cual los libertinos conocen a la perfección sus códigos y engranajes. La seducción es un arte complejo que se emprende por desafío, deseo o amor propio. La mujer es una presa a capturar, y siempre cede al avance del cazador.
“En la novela libertina, corazón y pasión son términos retóricos: nunca entran en juego con su significación real, se trata de meras palabras aprendidas y dispuestas para el trueque de frases obligadas en el rito del asaltante”, escribe Mauro Armiño. En palabras de Godard d’Aucour: “puesto que la nobleza no cree ya en las virtudes que la fundan y justifican, puesto que ser noble no es más que un ejercicio de estilo, el libertino sólo se reconoce en una sola exigencia: estar a la altura de su reputación”.
En un estudio sobre la narrativa francesa hasta el 1800, Henri Coulet dividió a las novelas libertinas en dos grupos: las galantes, de costumbres y satíricas, y las que lanzan una mirada cínica sobre la realidad. En estas últimas los personajes ya no son los nobles que teorizan sobre la pasión sino los aventureros, las prostitutas y las mantenidas, que recurren a todo tipo de astucia para trepar en la escala social.
En cualquier caso, el sexo está puesto en el centro de la historia y del texto. Leer se convierte en una acción corporal: leer excita. El lenguaje es un placer. Los libertinos se van en palabras. Sus novelas están repletas de conversaciones. Las conversaciones se alimentan de secretos que deben ser develados. La develación es muchas veces el motor novelesco. Para escapar a la censura y a la represión, hay una apelación insistente a los sobrentendidos, a la ironía, al doble sentido, a las alusiones, a los significados cifrados. A veces, entonces, es la censura el motor del relato.
Y siempre hay, conducida por un libertino, el relato de una iniciación sexual, que es también el relato de una iniciación al cinismo.
En Godard d’Aucour, el ritmo de los encuentros eróticos es el que marca el ritmo del relato, y no a la inversa. En Voisenon, transmigraciones y metempsicosis remiten a mundos fantásticos. Fougeret de Monbron propone un enfrentamiento directo, violento, con la religión, el gobierno y el soberano. Y dice Bouffers: “el placer vale mucho más que la honra”.
Leer hoy la escritura de los libertinos remite a experiencias poco frecuentes. Son novelas que exigen una atención a la frase que no estamos acostumbrados a sostener. Es una economía de las escenas en las que la narración sólo se gasta a sí misma, plena de digresiones. Metáforas que se disuelven y vuelven a constituirse, correspondencias complejas para seguir a través de su transformación y multiplicación. En todo caso, lo que se lee es una exaltación creativa del riesgo: corporal, cultural y lingüística. No son novelas que se lean como si fuesen parte del pasado, sino como si pertenecieran a un campo de experimentación literaria del presente. (No por nada, en su disputa contra los puritanos minimalistas, los posmodernos muchas veces recurrieron a los ejemplos libertinos.)
Como versión inglesa de la novela libertina puede considerarse a Fanny Hill, escrita en 1748 por John Cleland. Aunque el texto es apenas explícito, ya que fue escrito utilizando una gran cantidad de eufemismos, resultó escandaloso en su retrato de una mujer, la narradora, deleitándose con actos sexuales sin consecuencias físicas ni morales graves. Fanny Hill estuvo prohibida en el Reino Unido incluso hasta 1970.
Después de la revolución, el auge de la literatura libertina se desvaneció rápidamente. El siglo XIX vio surgir y consolidarse al romanticismo, con su idealización del dolor, del sufrimiento psíquico y del amor pasional. Otra vez la lentitud, la pesadez, señala Jacques Henric. Obras clásicas del período, como Cumbres borrascosas o Anna Karenina, dan la pauta de en qué terminaría convirtiéndose lo libertino: novelas rosas.
De la mano del trabajo de investigadores como Wald Lasowski, que en los últimos años editó varios estudios y rescató autores y textos invalorables en antologías de amplia circulación, la literatura libertina viene recuperando entre los lectores parte de la atención que se merece. De hecho, el año pasado Le Monde distribuyó con el diario una colección popular de las 20 mejores novelas libertinas. Quizás la antología de Armiño participe de este fenómeno. Lo que importa es que el libro que hizo es mucho más que una introducción a una narrativa que todavía tiene bastante para decir sobre la forma de hacer literatura.
Lo que se pone en escena en el relato libertino, subraya Patrick Wald Lasowski en un ensayo sobre esta literatura, es una libertad de pensar y de actuar sorprendentemente renovadora. Se inventa una nueva clase de narración, que implica un tratamiento diferente del tiempo: estallan las formas, se mezclan los géneros, abundan los juegos de significantes, la intertextualidad. Señala Lasowski: “la velocidad adquiere un aspecto sorprendente: todo está en movimiento, todo circula, las ideas, los cuerpos, los libros, las imágenes, el dinero. Todo va muy rápido, la revelación del sexo, los desplazamientos en el tiempo y en el espacio, el relato, la escritura”, señala Lasowski. Escribe Guillard de Servigné: “la mayor rapidez es lenta para el deseo”. La filosofía es hija del libertinaje.
La vida en sociedad es retratada como un juego de engaños y apariencias del cual los libertinos conocen a la perfección sus códigos y engranajes. La seducción es un arte complejo que se emprende por desafío, deseo o amor propio. La mujer es una presa a capturar, y siempre cede al avance del cazador.
“En la novela libertina, corazón y pasión son términos retóricos: nunca entran en juego con su significación real, se trata de meras palabras aprendidas y dispuestas para el trueque de frases obligadas en el rito del asaltante”, escribe Mauro Armiño. En palabras de Godard d’Aucour: “puesto que la nobleza no cree ya en las virtudes que la fundan y justifican, puesto que ser noble no es más que un ejercicio de estilo, el libertino sólo se reconoce en una sola exigencia: estar a la altura de su reputación”.
En un estudio sobre la narrativa francesa hasta el 1800, Henri Coulet dividió a las novelas libertinas en dos grupos: las galantes, de costumbres y satíricas, y las que lanzan una mirada cínica sobre la realidad. En estas últimas los personajes ya no son los nobles que teorizan sobre la pasión sino los aventureros, las prostitutas y las mantenidas, que recurren a todo tipo de astucia para trepar en la escala social.
En cualquier caso, el sexo está puesto en el centro de la historia y del texto. Leer se convierte en una acción corporal: leer excita. El lenguaje es un placer. Los libertinos se van en palabras. Sus novelas están repletas de conversaciones. Las conversaciones se alimentan de secretos que deben ser develados. La develación es muchas veces el motor novelesco. Para escapar a la censura y a la represión, hay una apelación insistente a los sobrentendidos, a la ironía, al doble sentido, a las alusiones, a los significados cifrados. A veces, entonces, es la censura el motor del relato.
Y siempre hay, conducida por un libertino, el relato de una iniciación sexual, que es también el relato de una iniciación al cinismo.
En Godard d’Aucour, el ritmo de los encuentros eróticos es el que marca el ritmo del relato, y no a la inversa. En Voisenon, transmigraciones y metempsicosis remiten a mundos fantásticos. Fougeret de Monbron propone un enfrentamiento directo, violento, con la religión, el gobierno y el soberano. Y dice Bouffers: “el placer vale mucho más que la honra”.
Leer hoy la escritura de los libertinos remite a experiencias poco frecuentes. Son novelas que exigen una atención a la frase que no estamos acostumbrados a sostener. Es una economía de las escenas en las que la narración sólo se gasta a sí misma, plena de digresiones. Metáforas que se disuelven y vuelven a constituirse, correspondencias complejas para seguir a través de su transformación y multiplicación. En todo caso, lo que se lee es una exaltación creativa del riesgo: corporal, cultural y lingüística. No son novelas que se lean como si fuesen parte del pasado, sino como si pertenecieran a un campo de experimentación literaria del presente. (No por nada, en su disputa contra los puritanos minimalistas, los posmodernos muchas veces recurrieron a los ejemplos libertinos.)
Como versión inglesa de la novela libertina puede considerarse a Fanny Hill, escrita en 1748 por John Cleland. Aunque el texto es apenas explícito, ya que fue escrito utilizando una gran cantidad de eufemismos, resultó escandaloso en su retrato de una mujer, la narradora, deleitándose con actos sexuales sin consecuencias físicas ni morales graves. Fanny Hill estuvo prohibida en el Reino Unido incluso hasta 1970.
Después de la revolución, el auge de la literatura libertina se desvaneció rápidamente. El siglo XIX vio surgir y consolidarse al romanticismo, con su idealización del dolor, del sufrimiento psíquico y del amor pasional. Otra vez la lentitud, la pesadez, señala Jacques Henric. Obras clásicas del período, como Cumbres borrascosas o Anna Karenina, dan la pauta de en qué terminaría convirtiéndose lo libertino: novelas rosas.
De la mano del trabajo de investigadores como Wald Lasowski, que en los últimos años editó varios estudios y rescató autores y textos invalorables en antologías de amplia circulación, la literatura libertina viene recuperando entre los lectores parte de la atención que se merece. De hecho, el año pasado Le Monde distribuyó con el diario una colección popular de las 20 mejores novelas libertinas. Quizás la antología de Armiño participe de este fenómeno. Lo que importa es que el libro que hizo es mucho más que una introducción a una narrativa que todavía tiene bastante para decir sobre la forma de hacer literatura.
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