Les grands trous bleus que font méchamment les oiseuax
Stéphane Mallarmé
[…] no hay original, el modelo de la copia es ya una copia, la copia es una copia de la copia; no hay más máscara hipócrita porque el rostro que encubre la máscara es ya una máscara, toda máscara es sólo la máscara de otra; no hay un hecho, sólo interpretaciones, cada interpretación es la interpretación de una interpretación anterior; no hay sentido propio de la palabra, sólo sentidos figurados, los conceptos son sólo metáforas disfrazadas; no hay versión auténtica del texto, sólo traducciones; no hay verdad, sólo pastiches y parodias. Y así hasta el infinito.
Pierre Klossowski
El pensamiento de Pierre Klossowski (1905-2001) pasa por ser uno de los menos conocidos de nuestro tiempo en el ámbito de la filosofía y de la teoría literaria. Fuera de los circuitos académicos al uso, ajeno, incluso, a la estela que otros autores de la periferia más rebelde y subversiva han proyectado en el pensamiento actual (nos referimos a Bataille, Blanchot), es casi imposible encontrarse en programas académicos o bibliografías al uso con el nombre de Pierre Klossowski, quien apenas es recordado por inspirar a Deleuze algunas de sus ideas más controvertidas como será la necesidad de invertir el platonismo (Deleuze, 1988: 132-133), en un intento por hacer del pensamiento una agresión (Ibíd.: 33).
Inversión, agresión: transgresión. La obra de Klossowski se consolida desde la mirada paródica que pretende resolver el problema platónico del privilegio del original sobre la copia desde su reversión irreverente. Klossowski es el pensador del simulacro, de la sucesión de copias que borran decididamente el ser, el origen, la mismidad que entrampa a nuestro pensamiento. Es el filósofo de la parodia, porque parodiar es ya de entrada construir simulacros, como apuntará el filósofo, para quien la teoría del eterno retorno nietzscheana no era otra cosa que una parodia de todas las teorías posibles. De ahí que la abrazara sin reservas en sus libros de ensayo.
Klossowski había nacido en París un 9 de agosto de 1905. En su familia ya destacaban figuras del mundo del arte y de la literatura: Erick Klossowski, padre de nuestro autor, fue pintor y crítico de arte. Balthus, su hermano, alcanzaría fama como pintor, tarea que Pierre habría de desempeñar prácticamente a la sombra de su hermano durante sus últimas décadas de vida. Además, la madre de ambos mantuvo una apasionada relación con el poeta Rilke, de la cual se ha conservado correspondencia.
Pierre pronto conocería al novelista André Gide, e incluso llegaría a ser pupilo suyo y a escandalizar al maestro con algunos de sus más tempranos dibujos. Más tarde trabaría amistad con George Bataille, con quien crearía la revista Acéphale, revista de pensamiento que, a pesar de su brevedad (duró menos de un año) supuso la forja de ambos pensadores y un revulsivo de gran importancia contra las telarañas de la razón: un cuerpo sin cabeza, como pronosticaba el propio título (cfr. Vázquez Rocca, 2007).
En aquellos años de rebelión y vanguardia, el pensador contactaría con el grupo surrealista Contre-Attaque, en 1935, al tiempo que asistiera a las famosas conferencias que Kojève impartió en París sobre el pensamiento de Hegel. Más tarde, Klossowski habría de emprender estudios de teología, a pesar de que su vocación religiosa siempre ha mostrado una mueca irreverente, y quedara, en cierto modo, en suspenso, como reza el título de una de sus novelas (La vocación suspendida), si bien fueron muchas las razones que le desviaran de la opción religiosa. Entre ellas, hay que destacar su matrimonio en 1947 con Denise Morin Sinclaire, la mujer que aparecería en el ciclo de sus novelas con el nombre de Roberte, así como en sus obras pictóricas y de alto contenido erótico de los últimos años. Por aquella época emprende decididamente su carrera como escritor, en donde alterna estudios sobre Sade o Nietzsche, así como diversas obras de ficción, principalmente novelas. Sin embargo, en los años 70 abandona definitivamente la escritura para dedicarse a la pintura, primero en negro y más tarde a color, para lo cual recupera toda una serie de motivos recurrentes en su obra escrita: cuerpos desnudos, escenas sexuales, placeres prohibidos, etc. Incluso llega a participar en una película dirigida por Pierre Zucca y titulada Roberte, en la que aparecerá junto a su esposa. El reconocimiento en los últimos años no alcanza, sin embargo, a proyectar su figura en el panorama filosófico reciente.
El pensador habría de morir a la longeva edad de 96 años.
1. Simulacros
Toda la obra de Pierre Klossowski se desarrolla en una zona de extremo peligro para el arte y el pensamiento (García Ponce, 1975: 13). Hay cierta tendencia al malditismo, a la demonización del cuerpo y de sus códigos, que tiene como fin la parodia antes que la herejía, y que sirve de enclave desde donde romper con los discursos y la representación domesticada de nuestra realidad. El objetivo de la propuesta klossowskiana pasa por mostrar todas las adulteraciones posibles de la ley, por desgarrar los códigos tanto semióticos, pulsionales y ontológicos, como religiosos o legislativos. Pero no se trata de una ruptura que nos atraiga hacia ese espacio vacío de la diferencia derridiana, sino que se mueve pendularmente hacia las formas rotas, hacia los deshechos inservibles, afirmando su componente paródico, estableciendo, por tanto, un paradigma entre la ley y la infracción que por su sola formulación explícita es ya consecuentemente de(con)structiva.
¿Qué son, por tanto, los simulacros? El simulacro es la versión que rompe con la ley por el efecto de su encadenamiento. El paradigma, decimos, de la ley y de su contrario o de sus sucesivas deformaciones paródicas representa una manera de dar escape a la ley, de plantear por dónde debe ir la ilegalidad, qué barreras debe trastocar, qué límites vencer. En la imitación deformante de la ley se muestran ya las vías para romper sus designios, aunque Klossowski no pretenda llegar hasta una consumación de la ruptura y prefiera mantenerse estratégica y complacientemente en los contornos del juego. El simulacro no tiene poder, no supondrá un nuevo dominio desde donde la ley se regule por nuevas leyes, por leyes contra la ley, sino que constituye ese cuerpo infiel que hace germinar la duda allá donde la fidelidad había quedado patente. En la medida en que la ley (toda ley, insistimos: la ley de las religiones, la ley que ata nuestros cuerpos, la ley que codifica nuestra experiencia de la realidad) se resuelve como la única vía posible, acumula para sí todo el poder. Sin embargo, la ley acaba por mirarse en el espejo grotesco de su propia dispersión, de sus posibilidades infinitas, en ese instante en que entra en confrontación con su propio simulacro, con sus múltiples repeticiones inoperantes.
El simulacro rompe con el privilegio del original. Desde Platón, el original representa en la jerarquía de sucesos el punto a partir del cual se ejerce el poder, el momento en que la Idea alcanza su vocación más perfecta. A partir de ahí, las sucesivas copias de este modelo supondrán una degradación progresiva: por ello, nuestra percepción, desde la caverna platónica, de un mundo de sombras, no tendrá de ningún modo la intensidad y lucidez de un perfecto mundo de las Ideas. Nietzsche, y más tarde Klossowski y Deleuze, propondrán justamente lo contrario: es el movimiento hacia sus sucesivas “copias” (simulacros) en donde se genera, y se destruye, el movimiento de la verdad, el punto en que el original rompe con las leyes que lo hacen idéntico a sí mismo, que le confieren el poder reductor del modelo, para encontrar en la degradación de la copia el límite dinamizador con que opera la realidad. El Ser es devenir, por lo que se restituye como aquello impensable, ya que el pensamiento sólo se acoge a los cuerpos estables del original y la copia. Entonces, el simulacro se encarga de dispersar y difuminar esa relación de poder, de dinaminazar lo pensable por el juego, para que, en ese movimiento infinito de simulación, alcanzar al Ser como devenir y no como estado, mostrar la fábula de los sucesivos simulacros que lo ocultan y no la representación estática de la verdad.
El simulacro no es una copia, sino la copia como inversión, como rotura con respecto a las fuerzas que sostienen la identidad y la eficacia de lo mismo. El simulacro ocupa el lugar de la copia, simula, ante todo, ser una copia de un original pero que, por el efecto mismo de su gestualidad, de su parodia cruzada, no hace sino romper con la tensión en esa partitura de la semejanza por desgaste. Los simulacros se afirman en la divergencia y el descentramiento, en el límite y contra la limitación, sin privilegios entre sí, sin relación de obediencia con el modelo o de sumisión con la copia, haciendo gala de una plena autonomía y, al mismo tiempo, construyéndose por el trazado de diferencias que alejan entre sí al resto de simulaciones. De ahí que por la obra klossowskiana se paseen tantos demonios: el demonio es el gran otro, el que reproduce paródicamente los juegos reglados de Dios, quien entorpece sus leyes, las recupera por orden de una escabrosa asimetría, en un enfrentamiento que tiene más de inversión que de lucha, de mueca que de gesto: “entre el innoble Macho Cabrío que se exhibe en el Sabbat y la diosa virgen que se hurta en el frescor del agua, el juego está invertido” (Foucault, 1996: 183). Es el terreno que abonará Klossowski en su libro El baño de Diana (1990): Acteón es el simulacro profanador de la diosa, el animal lascivo, el sátiro que va a contraponerse a la virginidad de la diosa y a transgredirla, a romper la ley, la pureza. Y sin embargo, es la misma diosa, tal y como cuenta el autor, quien pierde el poder del privilegio divinal: Diana pacta con el Diablo para que su cuerpo etéreo de diosa se haga material, contorno perceptible, se convierta en un cuerpo deseable para Acteón y sostenido por la mirada del otro.
Este movimiento que se desplaza desde lo mismo para fraguarse en lo otro no se puede sostener sobre la verdad, no dará ningún tipo de fiabilidad a los discursos y fundará todos aquellos lugares de comunicación sobre la fábula, en los espacios otros de la ficción, a modo de simulacros que se retuercen contra los discursos de poder y que los parodian, al tiempo que se establece un lenguaje para la transgresión, una vía para eludir la representación y rehusar el privilegio de aquellos dominios y campos de saber que construyen nuestra realidad frente a los lenguaje artísticos y sus potencias imaginativas. Se trata, como afirma Deleuze, de conectar la diferencia con la diferencia para abolir la identidad sin pasar por el no-espacio de la negación:
El primado de la identidad, comoquiera que ésta se conciba, define el mundo de la representación. Pero el pensamiento moderno nace del fracaso de la representación, a la vez que de la pérdida de las identidades, y del descubrimiento de todas las fuerzas que actúan bajo la presentación de lo idéntico. El mundo moderno es el mundo de los simulacros. El hombre no sobrevive a Dios, la identidad del sujeto no sobrevive a la sustancia. Las identidades todas están simuladas, son fruto de un «efecto» óptico, de una interacción más profunda que es la de la diferencia y la repetición. Queremos pensar la diferencia en sí misma, y la relación de lo diferente con lo diferente, independientemente de las formas de representación que los conducen hacia lo Mismo y los hacen pasar por lo negativo (Deleuze, 1988: 32).
Así ocurrirá con la traducción de algunos textos clásicos que hace Klossowski: cuando el pensador francés se decide a verter La Eneida al idioma francés no piensa en “copiar” el original, no accede a privilegiar el modelo latino y sopesar los fallos, contener las pérdidas en su traducción, sino que afirmará esa distancia, restablecerá la diferencia dinamizadora que intercede entre ambos, ofreciendo un texto que va a traducir una a una las palabras de La Eneida pero que va a conservar en todo momento la sintaxis del original. El resultado: la copia se vuelve parodia por la irrisoria proximidad con el original; la traducción se alza simulacro que antepone la diferencia entre dos lenguajes (el movimiento, el desplazamiento inasible) a los estados pensables de un original y de una copia. La mismidad del libro se ha desplazado, la identidad de la obra se tambalea.
Así, el simulacro rompe con el espacio de la mismidad, lo invierte, lo parodia, y anula la posibilidad de que nuestro lenguaje o nuestro pensamiento puedan identificarse con aquello a que apuntan. La palabra crea dispositivos capaces de dar textura a lo real a través de lo que Klossowski considera la construcción de simulacros: las figuras no representan un mundo, sino que sirven como moldes, huecos, cuerpos desde donde es posible alterar lo real y fundarlo en límites que ya proponen sus propias reglas del juego. Así ocurre por ejemplo con el simulacro de la fotografía: al fotografiar se retoma la realidad pero bajo unas nuevas coordenadas, en un código propio que es el de la perspectiva, el del marco, la luz, los tonos… En la esfera del lenguaje y la semiótica, los signos no sustituyen una realidad por una dimensión lingüística, sino que hacen de lo real un espacio para el lenguaje, introducen la palabra dentro de las cosas, configuran el mundo como texto (ciencia), el tiempo como relato (historia) y la existencia propia como estabilidad (sujeto). Los dispositivos figurales no representan, sino que fundan la representación y atraviesan lo real con sus códigos: lo real, tal y como sugiere el psicoanálisis lacaniano, pasa ahora a convertirse en una realidad, esto es, un universo de signos, de sustituciones simbólicas (pájaros que agujerean el azul del cielo, decía Mallarmé). El simulacro invierte este poder del signo, lo invierte lúdicamente, llega a decir Klossowski, a través de las múltiples simulaciones del arte: el poema no va a crear un universo de vastos jardines sin aurora, como escribe el poeta Luis Cernuda, pero por medio del simulacro va a contrarrestar el discurso aprendido sobre nuestra experiencia de lo real, de sus jardines aurorados o no: el arte renegocia los límites de nuestra realidad, aunque carezca de poder alguno para cambiarlos. Se trata, en cierto modo, de un juego adonde la regla no preexiste, porque la regla es ley, frente al juego de lo diferente confrontado a lo diferente, en donde la sucesividad rompe con las aserciones reguladoras. Juego sin regla, como una tirada de dados incapaz de abolir el azar.
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