domingo, 14 de agosto de 2011

Frederic Spotts, la estética y la barbarie

El ensayo «Hitler y el poder de la estética», del norteamericano Frederic Spotts, investiga las relaciones del dictador alemán con el mundo de las artes


Frederic Spotts, la estética y la barbarie
 
 
«Las guerras van y vienen; únicamente perviven los logros culturales». La frase, por extraño que parezca, es de Adolph Hitler. No solamente en sus años juveniles, en los que abrigó el sueño de ser pintor, sino también cuando sus ejércitos le otorgaban el poder sobre media Europa, Hitler se sintió siempre más un artista que un político. Thomas Mann, uno de sus primeros y más clarividentes críticos, intuyó desde el principio que el auge del «fenómeno Hitler» tenía una fuerte connotación estética. Los discursos del futuro dictador, sus gestos, así como toda la parafernalia nazi –los símbolos, los uniformes, los desfiles, las espectaculares concentraciones…– eran los elementos de una puesta en escena casi operística que ocultaba la vacuidad de su mensaje apelando a la emotividad y al subconsciente del espectador.
A diferencia de tantos sátrapas embelesados por la estética del poder, el de Hitler es un caso único de rendición al poder de la estética. Así lo entiende y lo analiza el norteamericano Frederic Spotts, autor de numerosas publicaciones sobre el nazismo. En su opinión, Hitler consideró la política como un medio para alcanzar una meta más alta: la creación de «un estado cultural donde las artes fuesen lo esencial y donde pudiese construir sus edificios, llevar a cabo exposiciones artísticas, poner en escena óperas, estimular a los artistas y promover la música, pintura y escultura que tanto amaba». Por supuesto, todo aquello que no encajaba en su concepto de cultura estaba condenado a ser borrado del mapa. Así ocurrió con los varios movimientos modernistas, acusados de «revolcarse en la fealdad» y «corromper la sociedad». Sus exponentes más destacados se encontraron ante la disyuntiva de abandonar su trabajo o exiliarse.

Una familia en Bayreuth

Los intereses culturales de Hitler, su temprana vocación de pintor, su pasión por las artes, la música y la arquitectura han sido temas tabúes para los estudiosos. La razón es evidente: al ahondar en ellos se corre el riesgo de presentar al dictador bajo una luz más positiva. Con una minuciosa documentación y una notable claridad de exposición, Hitler y el poder de la estética sortea estos peligros y consigue desentrañar una materia tan sensible con rigor y objetividad. Sin ánimo de restar un ápice de gravedad a las infamias que se cometieron, el autor proporciona al lector una pieza esencial de ese tortuoso rompecabezas que fue la personalidad de Hitler.
El apartado dedicado a la música es uno de los más voluminosos del libro de Spotts. Desde su juventud, Hitler profesó por la ópera wagneriana una veneración rayana en el fanatismo. No menos relevante resulta su vinculación con los herederos del compositor, que representaron para él una segunda familia, y el sostén que el dictador brindó al Festival de Bayreuth. Sin embargo, a partir de la derrota de Stalingrado, Hitler abandonó paulatinamente la escucha de Wagner y abrazó con creciente fervor la música de Bruckner. Aun así, en sus últimos meses de vida las únicas notas capaces de aliviar su amargura eran las de La viuda alegre, de Lehár (la opereta siempre fue una de sus debilidades).
Del estudio de Spotts se desprende que, en el ámbito de las artes, el mundo musical fue el que con mayor entusiasmo abrazó la causa del nazismo. Es cierto que un número significativo de intérpretes y compositores fueron obligados a abandonar el país, y que las corrientes más avanzadas fueron silenciadas y perseguidas. Pero es igualmente cierto que una conspicua nómina de músicos se benefició del generoso mecenazgo nazi en forma de subvenciones, premios, pensiones y cargos honoríficos, y sostuvo el régimen hasta el final.

Visión tenebrosa

Si muchas de las conductas de entonces (las de Richard Strauss y Wilhelm Furtwängler, in primis) demuestran que la cultura por sí sola no garantiza ninguna salvaguardia contra la barbarie, el caso de Hitler arroja una luz aún más siniestra sobre el asunto. El mismo hombre que sentía una sincera pasión por las artes incitaba al odio racial y ordenaba el exterminio de millones de personas; el mismo que se conmocionaba ante la destrucción de un teatro de ópera lideraba la mayor devastación de Europa nunca jamás llevada a cabo; el mismo que enviaba a la masacre a miles de sus ciudadanos eximía del servicio militar a los artistas argumentando que la muerte en combate de cualquiera de ellos hubiera supuesto una pérdida irreparable para la sociedad.
Leyendo las páginas de Spotts, uno tiene la sensación de que la propia condición de artista que Hitler creía encarnar hizo posible tanta aberración. En su figura parecen actualizarse las visiones más tenebrosas de Hoffmann: el artista como ángel y demonio al mismo tiempo, creador y destructor y, sobre todo, pervertidor de la realidad en aras de sus inquietantes fantasías. Platón estimaba que pocas cosas hay más peligrosas que el artista. Al otorgar visos de veracidad a la imaginación y a la ficción, el artista se revela en esencia como un manipulador capaz de secuestrar la emotividad de los demás y dirigirla a su antojo. La parábola de Hitler, el «artista-político» en palabras de Spotts, podría darle la razón.

«Hitler y el poder de la estética»

Frederic spotts
Traducción de Javier y Patrick Alfaya McShane Antonio Machado Libros & Fundación Scherzo. Madrid, 2011. 537 páginas, 27 euros

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