Álvaro Cunqueiro. 100 años
Darío VILLANUEVA
Maestro de la trasgresión y la melancolía, Álvaro Cunqueiro (Mondoñedo, 1911-Vigo, 1981) fue bastante más que un novelista, poeta, dramaturgo, gastrónomo y periodista. Emblema de la cultura gallega, fue un adelantado a su tiempo que aunó la riqueza de los mitos (Merlín, sochantre, Ulises, Simbad...) con la vanguardia más radical. El Cultural celebra hoy la palabra y la vida de quien, como reza su epitafio “con su obra, hizo que Galicia durase mil primaveras más”.
Apoco de morir Álvaro Cunqueiro, su hijo César declaraba algo sorprendente: “meu pai era un realista, na vida e na literatura, estreitamente vencellado á fasquía [la traza] do mundo que o viu nacer e madurecer”. Por mi parte, más allá de una precoz e invariable admiración como lector, mi interés intelectual por su obra narrativa se debe asimismo a la gran cuestión literaria del realismo.La guerra civil marcará en Cunqueiro la transición desde la poesía gallega hacia el cultivo preferente de la prosa, que con sus autotraducciones al castellano harán de él a la vez uno de los escritores españoles más polifacéticos e imposibles de encasillar. Su narrativa sigue, así, dos líneas complementarias. Por una parte están sus obras mayores, que fluctúan entre la estructura de lo que Elena Quiroga calificó de retablo mayor -los relatos enmarcados- y una disposición más estrictamente novelística como sucede ya en Merlín e familia e outras historias, de 1955 -traducida al castellano y enriquecida con la incorporación de nuevas piezas en 1957-, As crónicas do Sochantre, de 1956; Si o vello Sinbad volvese ás illas (1961) y las cuatro novelas que publicó directamente en español entre 1960 e 1974. Y por otra, la línea de los retratos o semblanzas de tipos populares gallegos, compuesta por Escola de menciñeiros e fábula de varia xente, de 1960; Xente de aquí e acolá, de 1971, y Os outros feirantes, de 1979.
En ambas series, y en toda la literatura de Cunqueiro, brilla una alta capacidad de sincretismo cultural y estilístico que le lleva a casar el mito y la fantasía con la realidad, y el reflejo genuino de las esencias del mundo gallego con las resonancias intertextuales de la “materia de Grecia” (Orestes, Ulises), de Bretaña (Merlín), de Las mil y una noches (Simbad) o de la Italia renacentista. Todo esto tratado con ironía y desenfado, sin evitar los anacronismos y el malabarismo de erudiciones fabulosas fruto de una “memoria deformante” asumida por el escritor, que hace de sus novelas y libros narrativos en general verdaderos romances, en el sentido anglosajón del concepto. Aquella habilidad armonizadora le permite asimismo elaborar una prosa culta que, sin embargo, semeja troquelada en el registro de la literatura oral, en el “contar baixo e sinxelo” de quien confesara haber pasado toda su niñez escuchando narrar.
En Xente de aquí e acolá se percibe con claridad lo que varios críticos valorarían como el mayor logro de Cunqueiro: la introducción de la magia en la literatura de costumbres. Y en el prólogo que Ricardo Carballo Calero escribió para la versión en castellano titulada La otra gente (1975) no deja de subrayar esa eficaz, sorprendente y seductora mixtura: “Labradores y artesanos, de tierras de Lugo los más de ellos, bien afincados en la realidad ... pero ocultamente empeñados en volar sobre el lodo del camino colgados de paraguas cómicos por su difunto vecino el señor Merlín, que moró en Miranda ... Mucha verdad hay en ellos [...] y mucha melancólica desesperanza”.
No es difícil explicar el escaso eco que la trayectoria narrativa de Cunqueiro tuvo en los años 50 y 60 no solamente por la condición periférica del escritor mindoniense y su apartamiento de los centros de decisión literaria, sino también por el predominio casi absoluto que tenía entonces un modo determinado de entender el realismo que se compadecía muy mal con la naturaleza de la ficción cunqueiriana.
En aquel periodo, el horizonte de expectativas proyectado hacia la narrativa se basaba en dos variedades de un auténtico “realismo genético”: la neorrealista, heredera del naturalismo, y la del realismo socialista, ensimismada en la teoría del reflejo. La obra de Álvaro Cunqueiro quedaba extramuros de ese horizonte; más aún, representaba una ruptura de su sistema, lo que la hacía incómoda. Consecuentemente, fue rechazada por el aparato institucionalizador de la literatura y desterrada al limbo ¿o quizás al infierno? del escapismo, del esteticismo, de la literatura fantástica para la que rolaban entonces malos vientos.
El premio Nadal le es otorgado a Un hombre que se parecía a Orestes precisamente en 1969, cuando la receptividad de críticos y lectores evolucionaba entre nosotros de aquel paradigma realista hacia el “realismo mágico” o “maravilloso”. Desde 1963, al descubrimiento de Mario Vargas Llosa le habían seguido los de los más destacados novelistas hispanoamericanos, rubricados por el deslumbramiento total producido en 1966 por Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Según testimonio de Elena Quiroga, cuando a Cunqueiro se le preguntaba sobre las semejanzas que algún crítico encontraba entre su obra y, por caso, la del futuro premio Nobel colombiano, nuestro escritor respondía siempre: “Yo lo hice antes”.
Cierto que tanto en el realismo mágico como en la literatura fantástica el discurso narrativo presenta dos planos diferenciables, el de lo natural y el de lo sobrenatural. Cambia, no obstante, la manera en que uno y otro se relacionan entre ellos. La antinomia irreductible de lo fantástico se resuelve en armonía por mor del tratamiento formal propio del segundo modo. Lo irreal no es, así, presentado como problemático para que no desconcierte al lector, como reclamaba aquel principio de oro en El Quijote: “Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte que, facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas”.
Nuestro escritor se expresaba en términos tan cervantinos como estos: “Mi pretensión como narrador es la de contar vivo y seguido, como oficiante de una tradición oral -en mi caso, gallega-, buscando la atención del oyente, sorprendiéndolo, llevándolo cuando es preciso a la situación trágica, para luego hacerle descansar con una nota de humor. Pero en definitiva, otra cosa no es la vida”. Y no es por azar que el propio Cunqueiro se mudase en relator de Cuando el viejo Sinbad vuelva a las islas bajo el transparente y fachendoso nombre de Al Faris Ibn Iaquim al Galizí. Esto es, Álvaro, hijo de Joaquín, el gallego.
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