Venecia, 7.00 AM
El occidental avanza somnoliento por el pasillo del hotel. Son las siete de la mañana, y los días anteriores, aprovechando que está de vacaciones, ha estirado hasta las ocho o las nueve el tiempo de sueño, desacostumbrando con ello su cuerpo a madrugar. A la entrada del buffet de desayunos le piden su número de habitación. Lo facilita esforzándose para recordar las cifras en italiano y atraviesa el umbral de lo que supone, por la hora, la fecha y el silencio reinante, que será un salón vacío.
Cuál no es su sorpresa cuando se lo encuentra abarrotado. Y cuál no es su estupor, casi su escalofrío, cuando comprueba, después de tres o cuatro ojeadas incrédulas, que todos los comensales, sin una sola excepción, son de origen oriental. No ha visto ninguno en las dos mañanas precedentes, cuando bajaba a desayunar a las ocho y media o las nueve y media. Había llegado incluso a creer que los muchos que se cruzaba por las calles de la ciudad debían de agruparse, por designio de los touroperadores que los traen, en hoteles entre los que no se contaba el suyo. Pero he aquí que están, que no son pocos, y que la razón por las que no los ha visto es porque todos ellos, como un solo hombre, se presentan en el buffet de desayunos a la hora de apertura. Todo un contraste con la negligencia de los occidentales que, lo ha podido comprobar el día que menos madrugó, tienden más bien a apiñarse en las proximidades de la hora de cierre.
Todavía un poco sobrecogido, por la extraña uniformidad de la concurrencia y por el silencio absoluto en que desayunan, sin cruzar una palabra entre sí y casi sin mirar otra cosa que la comida que ingieren, el occidental busca uno de los pocos sitios libres, en un conjunto de cuatro mesas del que las otras tres las ocupan unos matrimonios de edad. Se sirve el desayuno, pide tímidamente un café y se apodera de uno de los periódicos que se ofrecen al huésped en una mesita. Observa que ni uno solo de los orientales tiene un periódico junto al plato. Todos se aplican a lo que están haciendo, sin permitirse distracciones.
Pero el occidental necesita, justamente, distraerse de la coyuntura un tanto anómala e inquietante en que se dispone a hacer la primera comida del día. Y se zambulle en el primer artículo que encuentra en la portada del periódico, y que resulta ser una columna de opinión. Es un diario veneciano, y el columnista repasa diversos datos, entre ellos, que los comercios locales han perdido un 18 por ciento de ventas en la campaña navideña respecto del año anterior. El miedo a 2012 de la gente, deduce. Con todo, se felicita de las medidas que está poniendo en marcha el Gobierno, en cuya virtud, llega a afirmar, Italia está en el camino de dejar de ser una rareza y una vergüenza en el contexto europeo, y los italianos se disponen a asumir lo que se asume en cualquier país normal, que una parte de la riqueza individual se ha de destinar a construir un estado que procure el bien común. Algo que, asegura, en Italia brillaba por su ausencia.
El occidental no es italiano, sino de otro país europeo con sus propios problemas, en parte coincidentes, en parte diversos. Pero no puede dejar de asociar esa postración rezagada en que se encuentra Europa con la imagen de todos aquellos orientales madrugadores que, terminado su desayuno, vacían rápidamente la sala. De un momento a otro no quedan más que dos o tres. Lo ha visto al levantar la cabeza del periódico, porque por el ruido resulta imposible distinguir si están o no están allí.
Diez minutos después, mientras camina hacia la Piazza San Marco, los ve haciendo ya cola ante las góndolas del Bacino Orseolo. A las 7.50 admira desde la Riva degli Schiavoni la salida del sol, más allá del Lido. El sol naciente, el de los que van por delante: los que, no por azar, mueven ya el mundo.
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