Interpretar el pensamiento de Epicuro en el marco histórico y socio-cultural de la crisis de las ciudades-Estado griegas se ha convertido en nuestros días en una opinión generalizada. Tras la muerte en el año 323 a.C. de Alejandro de Macedonia y la consiguiente desintegración de su imperio, la independencia política de las póleis dio paso a la formación de nuevos reinos de dominios más amplios, cada uno de los cuales vino a integrar dentro de sus fronteras administrativas varias de las ciudades-Estado que hasta entonces se habían erigido en el mundo antiguo como paradigma de autosuficiencia política. Se admite así comúnmente que el sentimiento ciudadano de formar parte de una comunidad tradicional mucho más importante que cada individuo particular se vio paulatinamente sustituido por el auge del individualismo. Los ciudadanos comenzaron a advertir que su libertad y felicidad ya no dependían del destino de su ciudad, sino de los caprichos personales de los monarcas de turno ─sumidos en constantes guerras y rivalidades─ o, simplemente, de los caprichos de la diosa Fortuna (Týche).
En tanto que representantes de una época y un tipo de pensamiento donde el hombre era considerado como un animal naturalmente cívico, Platón y Aristóteles habían defendido que la plena felicidad sólo podía alcanzarse en el marco de la pólis. En esta línea, era menester para ambos que el filósofo estuviera al servicio de su comunidad. El pensamiento helenístico, sin embargo, se deja sentir en este sentido como una filosofía mucho más cercana a nuestra mentalidad contemporánea, inmersa, como han sabido apreciar Carlos García Gual y María Jesús Ímaz, «en un universo muy desencantado y tristemente globalizado». Para Epicuro, en efecto, el sabio no puede contar ya con la seguridad que en el pasado le otorgara la pólis. De ahí la necesidad de buscar la felicidad al margen de la comunidad cívica. En tal caso, la filosofía de Epicuro intenta recuperar para el individuo lo que para la ciudad estaba ya perdido: la autosuficiencia (autárkeia) sobre la que el hombre que se siente socialmente desposeído debe fundamentar en último término su felicidad.
De conformidad con lo que hasta ahora hemos apuntado, el pensamiento de Epicuro ha sido identificado comúnmente como una defensa ante el desasosiego (taraché). Éste, de la mano del pensamiento alfabetizado ─así como de la de su aventajada discípula: la filosofía─, se había instalado en Atenas largo atrás, extendiéndose como resultado de la acción subversiva de aquél. El racionalismo filosófico, en especial el que la sofística había llevado hasta Atenas, se había encargado eficazmente de deconstruir las creencias tradicionales sobre los dioses y sobre el destino de las comunidades cívicas. El subjetivismo cognoscitivo y el relativismo ético, político y cultural de estos maestros de retórica y de virtud habían minado los cimientos de toda certidumbre y seguridad suprapersonales. Los esfuerzos de Sócrates por revertir los efectos del individualismo desde los cimientos del propio individualismo racionalista, como quedó constatado en la comedia de Aristófanes y en su condena a muerte, no fueron suficientes, como tampoco lo fueron los de su discípulo Platón. Como se advierte en una atenta lectura de su diálogo de madurez Fedro, y a pesar de su opción por la escritura como bello juego, Platón llegó a ser plenamente consciente de los efectos que la palabra escrita podía llegar a tener sobre el destino de su ciudad. En este contexto, podría interpretarse el diálogo platónico como el intento de reconducir la razón alfabetizada e individualista hacia el marco tradicional del saber que se dice y que se escucha, todo ello vehiculizado, cómo no, a través de una dialéctica que en tanto que culminación del saber habría de integrar ambos tipos de pensamiento. Pero el daño, si se nos permite llamarlo así, ya estaba hecho. El poder de las letras, el poder de la razón objetivada, había dado a luz en el seno de Atenas una dolencia que habría de manifestarse como irreversible. Como principal responsable de la síntesis del pensamiento alfabetizado precedente, Aristóteles perpetúa esta cesura entre sabiduría y filosofía, promoviendo
inclusive su difusión por iniciativa de su afán personal hacia la prospección historiográfica. Uno tras otro, los más renombrados pensadores de la escena intelectual ateniense ofrecen su filosofía como phármakon ante una enfermedad cuyo origen, aunque parcialmente intuido, en el fondo se les escapa. Dolencia y remedio, desencantamiento alfabetizado y filosofía, constituyen a lo largo de todo este periodo una y la misma afección, uno y el mismo phármakon. Por ello, cuanto mayor es la respuesta de la filosofía ante esta dolencia, tanto más se incrementan en la pólis sus efectos narcóticos.
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