Hay entre nosotros tanto rigor intelectual mortis (la novela, pobre, muertita) y abundancia de autor comprometido y admirable que convendría que nos llegara ahora una sencilla ráfaga de literatura del desatino, aquella que, según Chesterton, fundara Mr. Lear, el enigmático Edward Lear.
Al oír hablar de semejante rama de la literatura, algunos quizás piensen en Aristófanes, Sterne, Rabelais, pero hay que decir que si bien estos escribieron obras maestras del género lo hicieron en un sentido diferente a los artefactos de Edward Lear, pues lo que ellos escribieron era de corte satírico, es decir, simbólico, y siempre hubo una gran diferencia, decía Chesterton, “entre el instinto de la sátira, que, viendo en los mostachos del káiser algo inherente a él, los dibuja cada vez más grandes, y el instinto del desatino, que, absolutamente sin motivo alguno, imagina cómo le quedarían esos mostachos al actual arzobispo de Canterbury si en una distracción se los dejara crecer”.
Si Edward Lear (A book of nonsense) llegara a enterarse de que nuestros escritores comprometidos se espían con lupa para averiguar quién observa mejor conducta moral, se dedicaría a jugar con todos los mostachos de los patriarcas de nuestro circo familiar. Y es que tan docto espionaje ha creado la sensación en nuestro ruedo de que es tan inadmisible subirse al andamio del desatino como escribir sin encargo divino alguno. Pero veamos, ¿acaso no pueden elegirse otros caminos? ¿Qué ocurre si descubrimos, por ejemplo, que alguien escribe microgramas en todo tipo de papelillos que encuentra por ahí? ¿Y qué pasa si, además, como sucede en el caso de Robert Walser, la constancia en la utilización de papelitos (en muchos de ellos el texto tenía una extensión que coincidía casi al milímetro con el tamaño de la hoja) sugiere la hipótesis de que era el tipo de papel y su formato lo que originaba en este narrador el proceso de escritura?
Si esa hipótesis fuera cierta, algo que veo probable tratándose de Walser, ¿no estaríamos ante una inmensa desmitificación de los grandes temas y escenas de la literatura? El autor de Jakob von Gunten fue un escritor sin causa, escribía sin ninguna finalidad visible, cualquier tema le parecía interesante. Cuando en tiempos como estos se oye discutir sobre cuestiones tan supuestamente trascendentes, la “escritura sin finalidad” de Walser crea el más completo desconcierto, parece lindar con el territorio de los desatinados.
Resulta interesante ver cómo quien escapa de las reglas comunes de nuestra sociedad anónima de rigurosos, presumidos y realistas-lukácsianos lo tiene mal, y hasta puede que le espere un cero en conducta. Sépase que, ya cuando defendió al desatino en literatura, Chesterton advirtió que sería indefendible si no fuese más que un simple capricho estético (estaba contra el principio estúpido del arte por el arte) y lo enlazó a sólidos razonamientos que concluyeron que en el fondo el desatino era una fe como un templo; añadiría yo aquí que es un instinto matinal irrefrenable, como estoy comprobando ahora mismo; un instinto que obliga a preguntarse si acaso hay alguien que tenga más fe en el mundo que el desatinado.
El desatinado se asombra siempre ante la luz eternamente cuadrada de los mostachos invisibles de sus paisanos. Y es alguien que no ignora que el sinsentido en literatura ha sido ya admitido en muchos parajes risueños porque ofrece su versión propia del cosmos; el mundo no es solo lo trágico, lo romántico, lo religioso, es también lo desatinado, basta ver cómo los dioses dejan que llueva sobre desiertos donde no hay nadie. Y, en fin, el desatinado no desprecia los compromisos; de vez en cuando adquiere alguno como obligarse a un vistazo diario al patio de estatuas de los escritores edificantes. Contemplo ahora ese patio entre el rigor y la risa.