A los ochenta años, Luis García Berlanga no se anda con chiquitas. Cual si se empeñase en confirmar su fama de provocador ya desde la primera imagen, hace que París-Tombuctú (algo así como su testamento fílmico) empiece con una fellatio. El receptor es nada menos que el francés Michel Piccoli, un septuagenario que encabezó el elenco en De tamaño natural y tuvo destacada participación en varios otros films de Berlanga.
Michel es un médico harto de las rutinas –laboral, matrimonial y de enfermeras chupándole el pene– que un día, de buenas a primeras, se lanza a la ruta. Su destino es la ficticia Tombuctú. Ni Berlanga ni los otros personajes parecen preocuparse por las razones que llevaron a Michel a fugar de París. Y está muy bien: por estos días, ¿quién no tiene ganas de dejar atrás las rutinas metropolitanas? Viejo amante de Berlanga (de su cine, bueno), me dispuse a presenciar otro festival del humor, del absurdo, de la burla y –muy especialmente– de esa ternura irónica (o ironía tierna) que tan bien supo modelar este cineasta. Algo de eso hay: la insólita empresa de Michel (que parte en bicicleta cuando faltan pocas horas para la Nochebuena del 2000) canaliza la envidiable libertad del director para arremeter contra la causa-efecto, la progresión dramática y cuanta convención argumental haya pasado a formar parte de la teoría del cine.
Pero a la mayor parte de los chistes les falta inspiración. Y la inspiración, o la energía humorística, era clave para un relato como este, apoyado en un periplo argumental minúsculo: las peripecias de Michel en el pueblo español de Calabuch (que es el mismo de Calabuch, la más extraordinaria película de Berlanga junto a Bienvenido Mr. Marshall), la primera y larga escala de su viaje a Tombuctú. En efecto, el film no es mucho más que un centenar de gags concentrados en las casas y las calles de ese pueblo. Algunos valen, ya fuere porque hacen sentido como porque carecen totalmente del mismo, pero los más giran en el limbo de la gratuidad, de la provocación por la provocación (como las palabrotas y los pitos y las tetas que se pasan la posta de un plano al otro), o de la boutade cansina, desinflada.
El cura zafado de Santiago Segura y el anarquista que se pasea desnudo de Juan Diego no están del todo mal. Bienvenida esa española veterana, deshinibida y simpática que muestra sus todavía saludables tetas, y todas esas muchachas hermosas que hacen lo propio (aunque de actrices no tengan nada). Pero Piccoli, ¡ay! No es que esté demasiado viejo (que lo está) sino que luce enorme, estentórea, llamativamente desganado. Y contagia.
Guillermo Ravaschino
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