viernes, 22 de febrero de 2013

Primeras páginas de... Use Lahoz

El escritor catalán Use Lahoz ha obtenido hoy el Premio Primavera de Novela 2013 por El año en que me enamoré de todas, una novela "original y brillante" que aúna dos relatos con dos tonos engarzados.
http://www.alfaguara.com/es/libro/la-estacion-perdida/
http://www.lavanguardia.com/libros/20130221/54365610896/use-lahoz-premio-primavera-de-novela.html
http://www.rtve.es/radio/20121211/novelista-use-lahoz-premio-ojo-critico-narrativa-novela-estacion-perdida/585282.shtml

Y ahora, el texto:


Hay gente que se cree sus propias mentiras y se pinta la lata del color que más le conviene.

Esta historia trata de ello.

El día que Santiago Lansac vio Valdecádiar por primera vez fue un 11 de abril de 1945. Él era todavía muy pequeño. Tenía tan sólo dos meses, por lo que no llegó a ver ninguno de sus siete puentes de vigas y troncos, ni el agua que pasaba por debajo de ellos ni el torreón situado en lo más alto del pueblo. Y es que Santiago Lansac no tuvo conciencia de dónde vivía hasta los tres años, cuando a sus rodillas moradas saltaron unas chispas desde las brasas del hogar y sintió que se quemaba. Es el fuego, los restos que escupe al azar su rabia contenida, debió de pensar, pero con otras palabras.

Entonces, ante el humo del hogar, al tiempo que se llevaba la mano a la rodilla, Santiago Lansac emitió un chillido que despertó al perro que dormía bajo el banco de madera, y que hizo que el animal levantara los párpados, moviera levemente sus bigotes y empezara a quejarse emitiendo un gruñido huraño, carente de todo cariño. Aquel perro se llamaba Lucero y Santiago Lansac tardaría en olvidar aquella mirada y aquel ronquido prolongado que a punto estuvo de acabar en ladrido. Desde ese instante, la cocina le pareció más pequeña, y no pasó ningún día en muchos años en que, antes de dar un paso en la estancia, no se cerciorara de que no estaba Lucero, o de que no dormía bajo el banco.



Entonces Valdecádiar era, más o menos, como ahora,

pero sin las calles asfaltadas y sin los edificios pulidos. La

piedra de las casas se mostraba en carne viva y tenía ese en14

canto que tiene lo rústico y que la cal de lo moderno barniza

y empeora. Además, entonces había tanta agua en el río que

a menudo rebasaba los bordes, de tierra, no de cemento

como ahora, y aunque fuera un agua turbia, había mujeres

que se arrodillaban allí a lavar sus ropas por no ir cargadas

con los barreños y los jabones hasta el lavadero.

Los niños, escuálidos como alfileres, ocupaban la intemperie

con sus escondites, su parca indumentaria y sus

planes que nunca iban más allá de la salida del pueblo, donde

muy de vez en cuando llegaba a pasar un automóvil cuya

propulsión solía levantar una polvareda tan incómoda que

no valía la pena esperar a ver automóviles, ni tan siquiera

acercarse hasta allí si no era para acompañar a alguna madre

al lavadero, o para coger el camino de los huertos o el que

conducía hasta el Molino Bajo.

Era 1945 y también hasta Valdecádiar llegaba la posguerra,

esa bestia que teñía de luto a las mujeres y encogía

los lomos de los machos y las mulas. Achicaba a su vez las

espaldas de los hombres, que venían del campo como de una

guerra, con las camisas abiertas en verano, mal abrigados de

ropas zurcidas en los inviernos, después de labrar o de recoger

cebada y trigo, o de trillar, o de segar, o de vendimiar, o

de sacar las reses a pastar. Volvían de los cultivos palpando la

piel y las alforjas a las bestias de carga, trayendo a casa algún

que otro manojo de hortalizas arrancadas a la tierra, con los

morrales vacíos después de la jornada, y a veces cantando, o

silbando tonalidades repetidas.

Era la época de la necesidad. El hambre arañaba hasta

las vísceras de muchas familias de Valdecádiar y de todos los

pueblos de la región, esos que raras veces se visitaban (en una

urgencia o en el día de la Virgen, en agosto), por lo que era

necesario arreglárselas para conseguir harina de trigo, amasarla

y acudir al horno a cocer el pan, y agua para regar los

huertos, y cualquier resto de las escasas sobras de las comidas

que llevar hasta los corrales para alimentar como fuera a gallinas,

cerdos y conejos. La guerra había pasado por el pueblo

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dejando familias divididas y a los ricos más ricos y a los pobres

terriblemente pobres y delgados, igual que las cartillas

de racionamiento que apuraban cuando algún camión se

acordaba de llegar hasta la plaza del pueblo, con un funcionario,

gris como el mutismo de los nichos, que gritaba apellidos

y repartía lo que traía.

Así, sin darse cuenta, fue creciendo Santiago Lansac,

cuya familia, formada por su padre, Justo Lansac, y su madre

Delfina Marco, vivía en el Barrio Verde del pueblo, hacia el

final, pero por el lado contrario al lavadero y los huertos,

cerca de la casa del médico y del camino que iba para Gargallosa.

En realidad, Santiago se fue criando ajeno a necesidades

alimenticias. Sus padres tenían buenos contactos. La tía

Paca, hermana del padre, era la dueña de la única tienda de

ultramarinos que había entonces en el pueblo. Allí se vendían

frutos secos, dulces, conservas, patatas, aceite a granel,

azúcar y telas. Nunca faltó pan, ni huevos, ni algo que llevarse

al estómago, en casa de los Lansac; pero nunca sobró

nada, y el dinero, las perras gordas, que así las llamaba su

madre, tardó Santiago en verlas bastantes años. Y lo demás,

cosas como los zapatos o los pollos rustidos, era algo que no

llegaba a ser necesidad precisamente porque ni se conocía ni

se pensaba en ello y porque, como le decía la tía Paca cada

vez que le daba un caramelo, en este pueblo y en los otros no

era más feliz el que más tenía sino el que menos necesitaba.

La madre de Santiago tenía mal carácter. Una enfermedad

en los pechos la mantenía enfadada con el mundo.

Era ancha de caderas, menuda de estatura. Cada cierto tiempo

solía llevarse las manos a los pechos, como si buscara acalorarlos.

Refunfuñaba y ordenaba a su marido. No había día

que no exhibiera su mal temperamento. Llevaba las riendas

de la casa, y también las irrisorias cuentas. Era partidaria de

rezar rosarios y alabar a Dios. A decir verdad habían sufrido

lo suyo. Justo Lansac había luchado en la guerra con los rojos.

Lo reclutaron en el 36 y cayó preso en el 39. La batalla

del Ebro le dejó secuelas: un miedo perpetuo, vitalicio. Una

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mañana apareció preso en el penal de Pontevedra. Lo llamaban

penal, pero era un campo de concentración. Allí, con

otro joven de Cástaras, un pueblo cercano a Valdecádiar, que

había luchado en su mismo regimiento, estuvo doblegado

arreglando carreteras, cargando piedras y compartiendo latas

de conserva y chuscos de pan duro, hasta que una noche de

gracia, un sargento los llamó y les dijo que había llegado un

informe de buena conducta y buen parentesco, de un cura

de allá por donde estaban sus pueblos y que, por tanto, podían

irse. Como el único compañero que tenían era un temor

profundo, para llegar a Valdecádiar estuvieron atravesando

la península a pie, y sólo de noche, mientras que por

el día permanecían escondidos en los bosques. Tardaron noventa

y tres días. Cuando Justo Lansac llegó a Valdecádiar

lucía unas barbas tan desarrolladas que su rostro era capaz de

asustar al más bruto de la comarca. En cuanto apareció por

el primer puente del pueblo y se fue acercando hacia la plaza,

algunas voces empezaron a anunciar su llegada a base de

gritos más o menos como éstos:

—¡Delfinaaa! ¡Que está aquí el Justo!

—Rediós, la Virgen Santa... ¡Delfinaaaaa!

—¡Delfinaaaa! ¡Avisa a la Delfina, avisa a la Delfina!

—¡Delfinaaaaaaaaaa!

La Delfina estaba fregando. Tenía un delantal mal

atado por encima de la bata. Como en el pueblo le daban

por muerto, la bata que vestía Delfina era negra. Fue tan

grande el impulso de rabia que sintió que el delantal gris

donde se secó las manos quedó demasiado arrugado. Ella no

se asustó al ver aquellas barbas. Se fijó más en los zapatos

desvencijados, agujereados, y en el jersey con restos de matojos,

y en la bufanda de lana rota, como si evitara ver la cara

auténtica de la realidad, aquel mohín cansado y los hombros

flojos. Allí estaba: un hombre joven, terriblemente perforado

por la vida.

—Pero dónde te has metido, Justo, justicia, ay justicia,

justicia... y tenías que venir hoy... de regalo.

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Era 6 de enero, día de Reyes, de 1943. La abuela

Gracia, madre de Delfina, abrazó a su futuro yerno como

quien se acerca a besar a un espantapájaros. El abuelo Perico,

el padre de Delfina, republicano convicto que le había metido

al chico ideas raras en la cabeza, dueño de la bandera tricolor

más grande que se había visto jamás en Valdecádiar y

que sólo él sabía dónde guardaba, no tuvo más remedio que

ponerse a llorar en silencio, en la bodega, sin otra compañía

que su resignación, o su alegría, y un trago de vino.

El frío de Valdecádiar helaba los montes y dejaba escarcha

por todos sus rincones. Los pocos y menguados árboles

parecían esqueletos, marionetas perdidas como juguetes

de la intemperie. Una vez en casa, Justo Lansac buscó calor

en el hogar y puso las manos ante el fuego. Allí pudo respirar

el olor que desprendía el cuenco de latón abollado que se

calentaba a los pies de las brasas. Ni siquiera le distrajo el

gruñido que el perro emitía bajo el banco. Supo que lo que

allí burbujeaba era cocido y se quedó pensando en si era verdad

o no que ya estaba en casa.

Desde aquel día de Reyes hasta la muerte de Delfina

Marco muchos años después, esa pareja, salvo contadas excepciones,

no volvió a separarse ni un solo día. Pero también

desde entonces, jamás mostró ella un asomo de ternura, ni

una mueca de cariño hacia él, como si no pudiera perdonarle

haberse sentido viuda prematura durante años y no haber

tenido noticias.

Y la vida siguió en Valdecádiar como siguen algunas

cosas sin cordura. Con su ritmo rural, sus manos aguerridas

y sus venas ajadas. Con sus fríos y largos inviernos y sus insoportables

calores en verano. Con sus trabajos en el campo, su

escasez y sus envidias, su humildad y sus avaricias, sus esfuerzos

y sus celos, su poca intimidad y su franqueza, como en

todos los demás pueblos de todos los países de este mundo.

Pocos días después de que Santiago Lansac cumpliera

cuatro años, en Valdecádiar sucedió algo extraordinario

que habría de marcar al pequeño para siempre. Un automó18

vil llegó hasta la plaza del pueblo. El hombre que lo conducía,

acompañado por una mujer, preguntó a un grupo de

abuelos que tomaban el sol en la plaza por el Ayuntamiento,

o por el alcalde y el cura. Acto seguido, con las indicaciones

aprendidas, buscó la calle del Trinquete y subió la cuesta a

trompicones, con el motor retemblando, haciendo un ruido

extraño que atrajo la atención de los vecinos.

Mientras tanto, la tía Vitorina, hermana de Delfina

Marco, acudía presurosa camino del Barrio Verde. Un segundo

antes de llegar a la casa de su hermana y su cuñado, se

los encontró en la puerta. Delfina Marco, mientras le tendía

una llave de hierro, sólo alcanzó a decirle:

—Ahí lo tienes, donde el fuego, ciérralo.

Cuando la tía Vitorina se encontró a Santiago Lansac

sentado en el banco de madera, éste, nada más advertir su

presencia, se puso un dedo en la boca y le pidió silencio. En

voz muy baja, y señalando a sus pies, dijo:

—Que el Lucero está durmiendo.

Entonces la tía, con un golpe de mano, consiguió

que el pequeño viniera hacia ella. Cuando lo tuvo delante, la

mujer se agachó a besarlo de forma repentina y ponderada,

cercana al drama, como suele hacerse en Valdecádiar y en

todos los pueblos de alrededor. La cara de la tía Vitorina

olía, como siempre y hasta que se murió, a una mezcla de

caldo de cocido, lejía y esparto. Lo cogió de la mano y se lo

llevó escaleras arriba. Cuando llegaron a la habitación cerró

de inmediato las ventanas y le dijo a Santiago que se metiera

debajo de la cama. Éste obedeció como si estuviera viviendo

una aventura. La mujer apagó la luz del candil que alumbraba

brevemente la estancia. Cerró la puerta con llave y se sentó

encima de la cama. Santiago oyó chirriar los muelles del

somier. No tuvo tiempo de preguntarse la razón de aquella

oscuridad porque entonces la escuchó repetir una y otra vez

lo siguiente:

—Ay, hijo mío... No te se llevarán, no. No te se llevarán,

no. No te se llevarán...

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Un resoplido y... dos segundos después, otra vez:

—No te se llevarán, no. No te se llevarán, no. Ay,

hijo mío, no te se llevarán...

Si Santiago Lansac hubiera salido de debajo de la

cama y se hubiera puesto en pie, habría visto a su tía Vitorina

resoplar en la más completa oscuridad, con las manos

unidas, como si rezara una oración que redimiese a los habitantes

del pueblo de todos sus pecados. Y habría observado

en la frente de su tía un breve mechón de canas que blanqueaban

su flequillo y la envejecían antes de tiempo como

pasaba entonces en los pueblos. Pero Santiago Lansac no se

movió de debajo de la cama hasta que, una hora y media

después, se escuchó cómo se abría la puerta de la casa y cómo

su madre gritaba desde abajo:

—¡Vitorinaaaa!

Entonces la tía contestó, atravesando todas las tinieblas:

—¡Quééé!

Y la madre:

—¡Que ya podéis bajar!

Y bajaron.

Y en la cocina, Delfina Marco preparó algo de comer

que también habría de marcar a Santiago para siempre:

—Toma, Santiago, la merienda. Pan con vino y azúcar,

como los mozos.

Y su padre, Justo Lansac, sentado en el banco, asustado

y frágil, con el miedo todavía frotándole los párpados,

dijo al vacío:

—Nada, que ya está.

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