miércoles, 21 de noviembre de 2012

Jean-Luc Nancy - Filosofía y ateísmo

Filosofía y ateísmo

El filósofo francés pertenece a esa segunda generación de pensadores franceses que relevaron a Sartre, Merleau-Ponty, Blanchot, Lévinas, Lévi-Strauss, nacidos en la primera década del siglo XX

      

 
Usted participó en las III Jornades Filosòfiques organizadas por Arts Santa Mònica y el Institut Francés de Barcelona con el título 'El ateísmo en común. La creatividad metafísica de las sociedades modernas'. ¿Podría precisar por qué considera que la filosofía es atea en sí misma?

Cabe decir, primero, que la filosofía aparece precisamente con la partida de los dioses antiguos. El mundo griego en el que nace la filosofía es el mundo en el que los dioses ya no tienen presencia o, por lo menos, la presencia sagrada plena que podía corresponder en las religiones agrarias. La religión civil de Atenas es, sin duda, una religión que venera personajes mitológicos, símbolos de la Ciudad, pero, por eso, podemos pensar que, más que ante una religión efectiva, nos hallamos ante una religión simbólica que en cualquier caso no pasaba por el sacrificio. Para comprender por qué la filosofía es atea debemos comprender que la filosofía no es una construcción de imágenes o representaciones del mundo, entre las que habría unas con dioses y otras sin ellos. Donde haya una representación del mundo, habrá siempre un dios. Este dios podrá llamarse materia, átomo, energía, como se quiera, pero, a partir del momento en que hay representación de la Totalidad, hay dios. La filosofía justamente no es eso. La filosofía consiste en interrogarse sobre las condiciones del sentido cuando no hay una representación posible del sentido. Así es como la filosofía empieza siendo el pensamiento del logos, pero el logos no es la racionalidad fundada en principios racionales, los cuales harían referencia a un dios que sería la Razón. La racionalidad es ciertamente el intento de dar razón, pero es siempre también, a la vez, el descubrimiento de que nunca se acaba de dar razón o de que no se llega nunca a la razón última.



En este sentido, se podría decir que la filosofía es una empresa desesperada...

Sí, pero únicamente en comparación con todo lo que establece una representación, un sistema de significación. La significación es la deposición de un sentido al cual todo el sistema de sentido acaba refiriéndose. Lo que la filosofía hace (y con ella, el resto de la cultura occidental: la literatura, la ciencia, etcétera.) es provocar una reapertura de la significación, una reapertura que siempre se deberá renovar. La filosofía es la comprensión de que no hay significación final.

Utilizando la fórmula hölderliniana, ¿podríamos decir que, por esencia, a la filosofía le 'faltan palabras sagradas'?

Sí, efectivamente, porque un nombre sagrado es un nombre que lleva con él el sentido y la fuerza del sentido. Que faltan palabras sagradas quiere decir que nos quedamos simplemente en el espacio del lenguaje tal como lo conocemos.

¿Podría precisar esta idea?

En todas las sociedades anteriores a ese momento griego, se da un uso sagrado del lenguaje que se distingue del uso común, que es aquel en el que, precisamente, no nos fijamos en el lenguaje: nombres de personas que pueden invocar, palabras que tienen fuerza de invocación, de evocación, que pueden convocar espíritus. Normalmente, en esos usos sagrados, aparecen palabras exteriores a la lengua, palabras que no quieren decir nada, fórmulas mágicas, cabalísticas, como abracadabra, palabras que en ciertas circunstancias está prohibido pronunciar, etcétera... En cambio, a partir del momento filosófico, el lenguaje se encuentra en el estado de un diccionario. El diccionario contiene todas las definiciones, pero no contiene la definición de todo lo que se halla en él. Como en la biblioteca de Babel de Borges... La filosofía es una especie de trabajo incansable con el diccionario. La palabra filosofía ya remite al diccionario. Es una palabra que combina dos significaciones, philein y sophia: dice que hay un deseo, un amor de la sabiduría, pero ya vemos que queda por hacer un enorme programa de explicitación. Porque, si alguien dice que no puede llamarse sophós, quiere decir que ya tiene una idea de lo que es ser sophós y que también sabe que no puede pretender llamarse así. Este planteamiento tiene una larga tradición en la historia de la filosofía. Kant, por ejemplo, dice que nadie puede llamarse filósofo, cosa que quiere decir que para Kant es la palabra filosofía entera la que ha adquirido un valor de completud, de posesión de un saber. La filosofía consiste siempre en diferir su propia completud y, por tanto, en reabrir siempre su inicio.

¿Podríamos entonces decir que la historia de la filosofía está atravesada por una tensión interna muy fuerte entre, por un lado, ese gesto ateo de incompletud, de reabertura continuamente repetida y renovada del sentido, y, por otro lado, un deseo de clausura y completud del sentido que de hecho niega el rasgo propiamente filosófico?

Sí, podemos afirmar que esta tensión se halla siempre en el corazón de la filosofía, y de distintas maneras. Por un lado, el uso más vulgar de la palabra filosofía remite a la proposición de modelos de sabiduría. Hace unos años, en Francia, se veían pequeños anuncios en las facultades de filosofía que proponían sesiones de meditación trascendental, cosa que debía de hacer sonreír a los kantianos. Eso quiere decir que siempre hay demanda de Respuestas, de Sentido.

Por otro lado, también creo que toda gran filosofía está totalmente escindida de arriba abajo por una especie de dehiscencia interna entre el lado de la abertura y el lado de la clausura. Deleuze habría dicho entre la desterritorialización y la reterritorialización. Incluso en filosofías como las de Platón o Descartes encontraríamos esta tensión extrema hacia un punto final o de origen -es lo mismo- cuya razón no puede darse. La filosofía es el pensamiento que consiste en no ocupar ese punto, en no apropiárselo. Esta tradición de pensamiento confía en que la verdad, el bien o como quieran llamarlo, no consiste en la fijación de una significación.

Finalmente, también remite a esta tensión interna la diferencia que encontramos a lo largo de la historia de la filosofía entre la filosofía como saber teórico y como saber práctico. Por saber práctico se entiende el pensamiento que renuncia por principio a la clausura del Principio, del Sentido. Aunque, a menudo, esta vía lleva -como en el caso del utilitarismo- a una situación en la que se acaba renunciando a la capacidad misma de reabrir el sentido, a la fuerza para reabrir la abertura del sentido, es decir, se acaba renunciando al gesto filosófico mismo.

Con la idea de 'el ateísmo en común', pretendíamos referirnos al conjunto de producciones sociales de sentido que presuponen y efectúan este gesto de 'desclosión' del sentido con el cual usted identifica la filosofía. ¿Estaría de acuerdo en que la filosofía como género literario y como institución es sólo un espacio social más donde se despliega el ateísmo que nos ocupa?

Esta idea toca un punto que considero muy importante, pero que no he sabido nunca cómo tratar. En cierto sentido, siento que en cualquier momento podría decir que podemos abandonar la filosofía y que los textos de filosofía y los filósofos no son lo principal porque, de hecho, cualquier persona en tanto que no se suicida, literal o moralmente, se halla forzosamente en esa tensión descrita entre clausura y abertura del sentido, es decir, que para poder dar la espalda a la inexistencia hace falta de una u otra manera filosofar, reabrir el sentido.

Hay una pulsión de existencia que supera casi siempre la pulsión de muerte. Y esta pulsión no está casi nunca ligada al pensamiento de dios, el cual sólo se presenta en la vida de la gente -incluso en la vida de los que se llaman creyentes- en ciertos momentos, fundamentalmente en el momento de la muerte, donde prima el deseo de respuesta. Pero incluso el mejor de los creyentes no muere en el delirio, diciendo por ejemplo: "¡Ah, finalmente veré a Jesucristo!". Al contrario, cuanto más creyente es un creyente, menos delira y más se halla en una especie de confianza en una alteridad absoluta que acepta, en el fondo, no poder identificar ni concebir. Con eso, la muerte no pierde un ápice de su carácter doloroso, insoportable, pero el moribundo o el mortal en general no se halla ni en el fantasma alucinatorio del paraíso ni en la simple desesperación de lo absurdo. En fin, creo que podemos afirmar que el comportamiento más ordinario y constante de los hombres es ateo, que sólo es religioso en ciertos momentos. Cuando la vida cotidiana se estructura totalmente a partir de lo religioso, entonces pasamos a un fenómeno particular, cercano a una observancia delirante. Y eso es ciertamente una manera de salir de la existencia.

En esta línea, usted también afirmó que el arte es ateo. ¿Cómo pensar entonces la gran cantidad de arte cristiano producido por la tradición occidental?

El cristianismo dio lugar a un arte, eso sí, pero de ahí a decir que ese arte fue cristiano... La verdadera espiritualidad cristiana (San Francisco de Asís, San Vicente de Paúl) no tuvo demasiado que ver con el arte.

¿Por qué?

Porque no hace falta pasar por la sensibilidad de la imagen para acceder a lo suprasensible, puesto que en principio ya se halla aquí, en mi corazón, y lo que yo debo hacer es rezar, etcétera... Quizá la gran pintura cristiana -la del Greco, por ejemplo- sea un acto de fe, pero en todo caso no es un acto de fe en dios, sino en la luz. Probablemente este punto esté en relación con la emergencia moderna del arte como categoría singular. En este punto discrepo de Rancière. En el advenimiento histórico del arte en singular pasa algo que, sin duda, está ligado a la desaparición del cristianismo y de todo su aparato mitológico.

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