10 / 08 / 2011Jordi Soler
En 1937, en una de sus fases de locura más violentas, el poeta francés Antonin Artaud viaja a Irlanda con la misión de devolver el auténtico bastón de San Patricio. Más de medio siglo después, en Dublín, cuatro personas muy peculiares, de algún modo relacionadas con Artaud, protagonizarán un delirante viaje a Irlanda del Norte que terminará de la forma más inesperada.
Diles que son cadáveres
Jordi Soler
Mondadori / 224 págs.
Precio: 18,90€
Publicación: 8 de septiembre.
Jordi Soler (La Portuguesa, Veracruz, 1963) es autor de dos libros de poesía y siete novelas; las tres más recientes, Los rojos de ultramar (Alfaguara, 2004), La última hora del último día (RBA, 2007) y La fiesta del oso (Literatura Mondadori, 2009). Fue diplomático en Dublín y vive en Barcelona.
Capítulo 1: el agregado cultural
En 1950, dos años después de la muerte del poeta Antonin Artaud, Albert Nalpas fundó Artaud & Co, una escurridiza sociedad que hasta hoy se dedica, en términos generales, a la “preservación y difusión de la memoria del gran poeta de Francia”. Así dice textualmente el eslogan escrito con letras de un rojo ambiguo, más bien rosáceo, en la puerta de las oficinas, y que también se reproduce, en membretes del mismo colorido, en hojas, sobres y tarjetas de presentación. Las oficinas de Artaud & Co, que en realidad son dos habitaciones vetustas parcialmente devoradas por la carcoma, están situadas en el sótano de un hotel, en la rue Serpente, en el 6º distrito de París.
Los primeros años de Artaud & Co transcurrieron favorecidos por el supuesto parentesco que existía entre Albert Nalpas y el poeta, cuyo nombre completo era, efectivamente, Antoine Marie Artaud Nalpas. Durante casi dos décadas Albert, acompañado siempre por Delfina, su mujer y vicepresidenta de la compañía, aprovechó la coincidencia de apellidos para hacerse con una serie de documentos y objetos que poco a poco fueron conformando una importante colección. Simultáneamente Albert fue convirtiéndose en el experto por excelencia cada vez que en algún programa de radio o televisión se hablaba del legado poético de Artaud.
En 1968 Michel Trias, un periodista francés de origen catalán, demostró, en un artículo cáustico, la falsedad del parentesco, pues el verdadero apellido de Albert no era Nalpas sino Nalpassent, de acuerdo con la información que había revelado la misma Delfina al periodista, a la sazón su amante, un amante que ella había aceptado “estrictamente por necesidad” porque Albert Nalpas, o Nalpassent, tenía “una forma abyecta y egoísta de satisfacerse”.
Todo esto me lo explicó ella misma cuando después de mucho errar llegué ahí tratando de documentar la historia del paso de Antonin Artaud por Irlanda, una historia crucial para la antología del poeta en la que acababa de embarcarme. Delfina, igual que Trias, era de origen catalán y es probable que este haya sido el motor de aquel amantazgo, aunque ella lo negara rotundamente. “La causa de aquella aventura fue una fijación enfermiza con su padre”, puntualizó Albert, y después se me quedaron mirando los dos, como un perro que ha visto que están a punto de lanzarle un palo y, con una ansiedad apenas contenida, espera a que le digan: “Tráemelo”. El cáustico artículo que publicó Michel Trias en 1968 estaba destinado a hacer volar en pedazos Artaud & Co, pero su aparición coincidió con la búsqueda de la playa debajo de los adoquines del mayo francés, y aquella bomba letal pasó prácticamente inadvertida. No obstante, Albert Nalpas, o Nalpassent, y Delfina tuvieron que cerrar cinco años las oficinas después de un par de amenazas graves perpetradas por fanáticos del poeta.
Cumplido ese periodo prudencial, Artaud & Co volvió a abrir sus puertas y su acción cultural se reanudó bajo el mando de monsieur Lapin, el nuevo presidente, que no era otro que el viejo Albert Nalpas, o Nalpassent, de siempre. Según el poeta irlandés Lear McManus, los Nalpassent, o Lapin, como se apellidan desde 1973, son “a couple of birds”, una pareja de pájaros, y lo dice por su acusada tendencia a la artimaña pero también porque tienen algo físico que yo mismo detecté esa primera vez que entré en las oficinas de Artaud & Co, algo que me hizo pensar en un pájaro reblandecido por una plaga viscosa. Delfina tenía la cara larga, blancuzca y violentada por un par de ojos bulbosos, hipertiroideos, unos labios expuestos con severa tendencia al color lila y un chal azul celeste que le cubría medio vestido y que sujetaba con el puño cerrado a la altura del cuello, como si debajo no llevara nada y temiera quedarse al descubierto; era una mujer rencorosa y de armas tomar pues casi inmediatamente me contaría los detalles de esa turbia afición de su marido que la había llevado, por coraje y por despecho, a acostarse con otro. Monsieur Lapin es un hombre minúsculo de pecho agorrionado, doble papada y unos ojos exageradamente separados que por nada le hubieran quedado en las sienes, y que forman un escalofriante triángulo con el espeso bigotito rubio que corona su labio superior.
–Y ¿qué podemos hacer por usted, señor? –me dijo con una voz ronca que me sorprendió porque yo esperaba una voz aflautada, cuando no un trino o un pío.
Se notaba que no recibían a mucha gente aunque estuvieran permanentemente preparados para cualquier visita, ella con su chal azul celeste y él con una americana de solapas recubiertas de pelo de algún roedor. Detrás del escritorio de monsieur Lapin había un inquietante ventanuco que, al estar la oficina en el sótano, era muy alto y no ofrecía más panorama que los zapatos y las pantorrillas de los transeúntes que pasaban por la acera de la rue Serpente. Le conté a monsieur Lapin, y a doña Delfina, que atendía de manera tangencial desde su propio escritorio, la razón que me había llevado hasta ahí. Entonces era yo diplomático en Irlanda, attaché culturel de la Embajada de México, y estaba en París buscando información para una antología de Antonin Artaud que me había encargado una casa editorial y que yo planeaba ir haciendo en los tiempos muertos que me dejaran mis tareas de funcionario. Hablando con mi homólogo en la Embajada de México en París, había llegado al tema que me tenía entusiasmado: el viaje que hizo Antonin Artaud a Irlanda en 1937, con la misión de devolver el auténtico bastón de San Patricio, que era de su propiedad. Se trataba de una valiosa reliquia que el poeta utilizaba para desplazarse por los cafés de París, como si fuera un bastón común y corriente. Aquella era una historia que yo había oído en Dublín y que había empezado a documentar en la biblioteca del Trinity College, con escasos resultados, aun cuando se trataba de un tema parcialmente irlandés. Mi homólogo, que estaba muy al tanto del mundillo cultural parisino, me había enviado directamente a Artaud & Co. “Es la institución francesa que más información tiene”, me había dicho, y eso le repetí exactamente a monsieur Lapin, cosa que lo entusiasmó, lo puso volcánico, lo hizo articular una fogosa carcajada muda que puso a temblar las piezas postizas de su dentadura, y después dejó la cavidad bucal expuesta, abierta de par en par, en un gesto que pronto identificaría como característico y que hacía pensar que monsieur Lapin dejaba así la boca por si la carcajada, finalmente, lograba manifestarse. Así era de extraño monsieur Lapin, y si no fuese porque pronto pude comprobar su deslumbrante erudición, hubiera salido pitando de su oficina.
–Nada nos complacería más que cooperar en un proyecto como el suyo –me dijo ese hombre que tenía 25 años cuando murió Antonin Artaud y que ya entonces era inmensamente rico, porque era el único heredero de la fortuna que había producido la mina de diamantes que había explotado su abuelo en Bakú.
“¿Y por qué no deja el sótano y monta una oficina en forma?”, le dije cuando ya habíamos desarrollado cierta confianza, durante su primer viaje a Irlanda. “No es un asunto económico”, me respondió entonces con su clásica media respuesta, con su tradicional medio decir muy lacaniano, como él mismo clasificaba sus contestaciones misteriosas.
Después de mostrarse muy complacido con el proyecto, me hizo contarle los detalles de mi investigación sobre el poeta, pero antes me preguntó una cosa que lo tenía intrigado:
–¿Cómo es que habla usted tan bien nuestra lengua?
–Mi abuelo nació aquí –le dije–, y yo estudié en el Liceo Francés.
Y después, como quería ganarme su simpatía y sobre todo su apoyo, fui haciéndole una exhaustiva narración de lo que había averiguado, con mi cuaderno de notas en la mano. Gracias a aquella exposición que al principio me pareció incómoda y tortuosa, pues el matrimonio Lapin no me quitaba los ojillos de encima, descubrí que Artaud & Co era una institución muy seria, porque cuando detallaba los antecedentes del viaje a Irlanda y hablaba, por ejemplo, del rapto que había tenido Artaud con un tambor prehispánico en Cuernavaca, México, monsieur Lapin me interrumpió para preguntarme si sabía que el escritor Malcolm Lowry había estado con Artaud aquella lejana tarde de 1936. Al ver mi cara de asombro prometió que, a su debido tiempo, me enseñaría un par de cartas que podrían serme de mucha utilidad. Yo tenía que haber sido más perceptivo, tendría que haber reparado en que algo iba a pedírseme a cambio de esa valiosa documentación, o quizá sí reparé y me pareció justo que así fuera. Aquellos documentos me llevarían a una región ignota de la biografía de Artaud y esto me permitiría proponer una mirada novedosa sobre su poesía, un elemento nada menor en la empresa que empezaba a acometer. No recuerdo exactamente lo que pensé porque, inmediatamente después, me reveló algo que voltearía de cabeza mi investigación. Me dijo que en Irlanda vivía un poeta que había acompañado a Artaud al centro ceremonial de Tara y había sido testigo del momento en que devolvió el bastón de San Patricio. Acto seguido anotó en una tarjeta, encabezada por el membrete rosáceo de Artaud & Co, los datos de Lear McManus y luego, como impulsado por una fuerza que iba más allá de su voluntad, se puso de pie y extendió la mano para despedirse, al tiempo que abría exageradamente su cavidad bucal y expulsaba una larga carcajada muda.
La ficha biográfica de Lear McManus en The Great Irish Encyclopedia dice lo siguiente (traduzco): “Figura destacada de Los poetas de la pradera asfaltada, grupo ecléctico que pretendía demostrar con sus obras que la manufactura de poemas es equiparable a las faenas del campo. Nacido en 1912 en el condado de Wicklow, ha publicado más de veinte libros de poesía, entre los cuales destacan Ayer sembré una flor metálica (libro emblemático de su generación y premio Commonwealth of Poetry en 1942) y Viaje a Tara (un tour de force poético donde relata la serie de iluminaciones que convierten en poeta a un campesino, publicado en 1963 y traducido a más de catorce lenguas). Es miembro de Aosdana, ha sido condecorado con la Cruz del Mérito y con la medalla San Patricio. Vive en Dublín”.
Quedé con esta celebridad de la poesía irlandesa en el Instituto Cervantes. A él le daba lo mismo el sitio y a mí era lo que me venía más a mano porque tenía que coordinar una mesa redonda de escritores mexicanos que hablarían sobre la repercusión de la novela Ulises, sus influencias y su rastro en la literatura mexicana. El tema era lo de menos; yo era, como he dicho, agregado cultural de la embajada y mi obligación era organizar eventos que ayudaran a difundir la cultura mexicana. Con sus matices, porque el enjuto presupuesto de mi oficina no alcanzaba ni para alquilar un auditorio ni para pagarle el viaje a tres o cuatro escritores, así que echaba mano de un escritor hondureño y otro chileno que vivían en Dublín, y de un filipino que vivía en Cork y medio hablaba el español. Los tres eran estudiantes y ninguno tenía obra publicada, pero ya puestos en esa mesa redonda que se titulaba México & Joyce, underlying literature (literatura subyacente), más una sentida introducción de mi cosecha, el acto resultaba bastante convincente. Después de la participación de los tres ponentes, que hablaron de Joyce en general sin mencionar ni una vez la palabra México, enumeré a las instituciones que habían cooperado para la realización del evento y agradecí al público asistente, que no superaba la media docena. El acto fue despedido con un aplauso famélico, si se descuentan los vigorosos palmoteos del embajador y los de un viejo entusiasta que había presenciado con exagerada atención el acto y que resultó ser el poeta Lear McManus.
–It’s a pleasure –le dije en cuanto se presentó.
Y mientras intercambiábamos las generalidades de rigor aprovechamos para beber una copa de vino y comer unos cuantos canapés.
–¿Y este muchacho de rasgos orientales es mexicano? –preguntó McManus señalando al estudiante filipino, y sin darme tiempo para responder, me soltó a bocajarro–: Monsieur Lapin tiene mucho interés en volver a verlo.
–¿A mí? –pregunté desconcertado porque me parecía que, en todo caso, era yo quien estaba interesado en husmear en la rica documentación que atesoraba el presidente de Artaud & Co.
–Creo que quiere proponerle algo –añadió, y enseguida se disculpó porque no podía darme más información.
Pensé que lo que monsieur Lapin quería pedirme, a cambio de su valiosa información literaria, no tardaría mucho en aflorar. Algo estaba triangulando aquel hombre desde los foscores de su oficina en París, y seguramente cuando yo todavía ni abandonaba el edificio de la rue Serpente, él ya marcaba el número de McManus para anunciar mi inminente llamada. En cuanto monsieur Lapin había salido a relucir, noté que McManus podría ser pariente suyo, la forma en que conversaba y la intensa expectativa que adoptaba después de largar una frase, algo tenían en común. Aunque McManus era mayor y más alto, hablaba en otra lengua y no conservaba en la boca ninguna pieza dental, un detalle que, al ver cómo devoraba un panecillo crocante untado de aguacate, me dejó maravillado.
–Si no tiene nada mejor que hacer le invito una copa en otro sitio –me dijo en cuanto consideró que habíamos invertido demasiado tiempo en ese sarao.
Dejé mi copa junto a la suya y cogí mi redingote, era mi oportunidad para escapar de la cena con que el embajador y algún otro húmedo personaje de la embajada pensaban homenajear al grupo de falsos escritores mexicanos, un grupo adventicio y amañado que me permitiría consignar, en mi reporte diplomático, esa flamante actividad mensual.
–Shall we go? –le dije a mi reciente amigo, pensando en que ese misterioso parecido que tenía con monsieur Lapin era un enigma que convenía descifrar cuanto antes.
Nos bajamos del taxi en Smithfield Square, una plaza donde el primer domingo del mes se venden e intercambian caballos y que últimamente se ha visto reducida en un treinta por ciento porque le han construido un bloque de edificios que ha acotado el mercado, dejándolo demasiado cerca de los garajes y los traspatios.
Nos bajamos del taxi en Smithfield Square, una plaza donde el primer domingo del mes se venden e intercambian caballos y que últimamente se ha visto reducida en un treinta por ciento porque le han construido un bloque de edificios que ha acotado el mercado, dejándolo demasiado cerca de los garajes y los traspatios.
–Un síntoma de los tiempos que corren –dijo McManus al ver la invasión urbanística de esa plaza que había visitado desde niño.
Ahí había acompañado a su padre a comprar su primer caballo, Thunder, un jamelgo ventrudo y patizambo, porque antes de eso, antes de esa adquisición que representaba un síntoma inequívoco de progreso social, era su padre quien tiraba del carro de turba, el producto que vendía para ganarse la vida por las calles de Dublín.
Todo esto me lo fue contando a gritos porque las ráfagas de aire helado aumentaban conforme nos acercábamos al pub Cobblestone, cuyas ventanas encendidas de color ámbar eran la promesa de una chimenea donde seguramente ardería un atillo de turba.
En un extremo del pub una banda tocaba piezas de música celta, que se mezclaban con el escándalo del lugar. Ya entonces el Gobierno irlandés había aplicado la prohibición de fumar en lugares públicos, así que no había niebla de cigarrillos enturbiando la visibilidad ni molestándonos en los ojos. Lo que sí había eran decenas de cuerpos exudando alcohol, un olor a humanidad en estado puro que no contaba con el paliativo del humo, que puede matar pero también funciona de velo entre los olores de una persona y otra. Al final de la barra el poeta Pat Boran, que resultó ser amigo de los dos, nos saludaba con la mano y hacia allí nos dirigimos mientras oíamos a la banda ejecutar I’ll tell mema, la canción que McManus ha cantado durante décadas, cada vez que se le suben a la cabeza la Guinness y el poitín, ese aguardiente autóctono destilado de la papa con el que los irlandeses ven respirar al campo. Pedimos cerveza y comenzamos una conversación salpicada de canciones celtas y saludos de los admiradores de McManus, que se fue decantando de la política nacional al alijo de armas del IRA que acababa de descubrir la policía esa mañana en Dún Laoghaire, a unas cuantas manzanas de mi casa, y del que McManus, vecino del mismo barrio, poseía una asombrosa información.
–¿Y cómo sabes todo eso? –le pregunté, y él respondió:
–Cosas que se dicen en la calle.
De ahí pasamos, porque yo introduje el tema un poco a la fuerza, al poeta Artaud y al país de los tarahumaras, tema que, exacerbado por las pintas que habíamos bebido y potenciado por unos cuantos tragos de poitín, dio pie para que McManus me llevara, abriéndose paso entre la multitud, hasta una mesa arrinconada donde había tres muchachas estupefactas con el solo que ejecutaba el fiddler.
–Excuse us –dijo el poeta, y a continuación removió los codos de dos de ellas para mostrarme una pequeña placa en la pared que decía textualmente: “Antonin Artaud, the french poet, used to seat in this table in the year of 1937”.
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