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Arthur Cravan nació el mismo año que Marcel Duchamp. Pero Cravan fue el primero en aparecer por aquí. Sobrino de Oscar Wilde, vino al mundo en mayo, dos meses antes que Duchamp, nacido en julio de 1887. Aunque en años diferentes, ambos iban a protagonizar, en plena juventud, dos misteriosas desapariciones. Comparten ese punto en común, pero las desapariciones fueron de distinto signo, pues mientras Duchamp se escondió en Múnich para meditar sobre su posición ante el arte y averiguar cómo podía fabricar una felicidad constante y portentosa, Cravan, en cambio, orientó su fuga en dirección contraria, en dirección a la muerte y la desaparición drástica.
Cravan era de Lausana, y Duchamp había nacido en el pueblito de Blainville. Coincidieron por primera vez en 1909, en el París previo a la I Guerra Mundial, y entablaron una tensa y risueña amistad. Borracheras, pugilato y arte. El ya lejano 1912 acabó siendo el annus mirabilis de Duchamp, de quien estos días, por cierto, se publican sus Escritos (Galaxia Gutenberg), expresivos textos que desmienten su leyenda de artista parco. En ese año maravilloso terminó cuatro obras que iban a permitirle ir más allá de la pintura para adentrarse en un territorio que ningún artista había pisado antes. Fueron aquellos días de cambios veloces, pues apenas cinco meses mediaron entre Desnudo bajando una escalera y el primer boceto para La Mariée mise à nu…, su obra maestra en vidrio. 1912 fue, además, el año en que desapareció en Múnich, donde, según comentaría tiempo después, no habló nunca con nadie, pero se lo pasó en grande, semanas enteras encerrado en sí mismo: “Decidí estar solo sin saber adónde iba. El artista tendría que estar solo… Cada cual consigo mismo, como en un naufragio”.
De esas semanas muniquesas dedicadas a no saber adónde iba, apenas hay más información. Y Duchamp, por su parte, jamás la amplió, como si deseara conservar esa experiencia intacta y pura, solo para sí mismo. Se sabe, en todo caso, que estuvo barruntando en su encierro ideas esenciales, que luego se dedicaría a desarrollar a lo largo del resto de su vida. Dos años después, estallaba la I Guerra Mundial y Duchamp y Cravan volvían a coincidir en otra ciudad, esta vez en Nueva York, donde uno presentó su famoso urinario en la exposición de los Independientes, y al otro le encargaron disertar en una conferencia sobre aquella pieza de lavabo que interrogaba a los espectadores, les preguntaba si se podían hacer obras que no fueran “obras de arte”.
El exagerado Cravan, poeta de metro noventa de altura que decía ser pintor, ladrón elegante, duro púgil fajador y cuidador de canguros, acudió borracho a su conferencia. Y protagonizó un escándalo monumental que todavía hoy se recuerda en películas como Cravan vs Cravan, de Isaki Lacuesta, en biografías como la de Maria Lluïsa Borràs y en las palabras de tantos que se han acercado a su leyenda, como Vicente Molina Foix, comentarista del “gran poder de seducción que una figura tan marginal, tan estrafalaria y tanto tiempo olvidada, ha ejercido en los últimos 30 o 40 años dentro de España”.
Cravan fue el artista sin obras por excelencia, aunque dejó alguna en forma de texto breve o disparo de soltero recalcitrantemente casado. Sus Cartas de amor a Mina Loy (Periférica), por ejemplo. Aun estando tan enamorado de la gran Mina, salió Cravan de excursión un día y nunca volvió, desapareció en el golfo de México y su rastro se perdió para siempre, nunca hallaron su cuerpo. Hay quien desaparece para crear y cambiar el arte de su siglo y hay quien prefiere desaparecer para morirse. Hay desapariciones estimulantes y otras lacónicas y mortales. Y estas últimas dejan recuerdos. Y también preguntas. ¿Murió realmente Cravan en el océano? Y esta otra: ¿Puede una desaparición ser una obra de arte?
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