miércoles, 17 de abril de 2013

Enrique Vila-Matas

Enrique Vila-Matas

"Aún no sé si quiero ser antiguo o postmoderno"

La respuesta sigue estando en el viento. Entre Bob Dylan, los fantasmas del futuro y un Archivo General del Fracaso, Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) ha construido 'Aire de Dylan', que lanza Seix Barral el próximo martes: un homenaje al mundo del teatro y una crítica a la posmodernidad a través de la relación de un padre muerto y su hijo, en el que no faltan ni el humor más descarnado ni la más alta literatura.


Recuerda Enrique Vila-Matas, sentado en una cómoda butaca roja con vistas a su mesa de trabajo, donde el ordenador sigue encendido y probablemente muestre la imagen de un gato de piedra, que cuando tenía “cuatro o cinco años” se cayó de un camión de bomberos imaginario. “Jugaba a ser todos los bomberos, tan pronto era el conductor del camión como el último bombero. Y para cambiar de papel tenía que dar un salto. Así que estuve dando saltos hasta que me caí y me abrí la cabeza”, dice Vila-Matas. A continuación se señala la frente. Señala una herida de guerra infantil del tamaño de una moneda. Sólo tenía “cuatro o cinco años”, y ya jugaba a ser un puñado de otros.

-¿Pasión incontrolada, infantil, por la multiplicidad, ese ser muchos para no ser uno mismo, como la que alienta al protagonista, al escritor y padre muerto, de su última novela?
-Uno nunca sabe quién es. Ni siquiera quién quiere ser. Al menos es así en mi caso. ¿Me gustaría llegar a saber realmente quién soy, o prefiero continuar así y ser muchos? ¿Quiero ser antiguo o postmoderno?

Se encoge imperceptiblemente de hombros y dice: “Es una posibilidad, puede que sea uno de los últimos modernos”.

Eso aproximadamente piensa de sí mismo Juan Lancastre, uno de los protagonistas de Aire de Dylan (Seix Barral), un escritor muerto que resulta ser un fitzgeraldiano Hamlet postmoderno; mientras que en el relato, una velada trama negra, con asesinos y asesinados, sustituye a la metaliteratura (sí, hay citas, pero son frases-motor, frases gasolina, que ponen en movimiento al en apariencia perezoso protagonista, a Vilnius, el hijo de una leyenda literaria, paralizado por la sombra de su gigantesco padre, el ya citado Lancastre), en una historia que dialoga con algunos de sus primeros libros. “En concreto -dice Vila-Matas-, dialoga con el joven que escribió Historia abreviada de la literatura portátil, con algunas de las ideas de aquel libro que giraba en torno a una sociedad secreta”. Una sociedad secreta que homenajea, con su nombre (se llama “Aire de Dylan”, como la novela que la contiene), a la gota de cristal con aire de París que Duchamp construyó para regalar a unos amigos y a la que llamó Aire de París. Una sociedad secreta perezosa, que se contenta con “tener una idea al día”, sin llevarla a cabo...

-¿Con tener la idea, sin más, y no hacer nada, es suficiente?
-No critico su actitud, me gusta. Incluso la envidio. Huir del esfuerzo, convertirse en Oblomov, el paradigmático personaje de una novela de Goncharov, un joven y desvalido aristócrata que es incapaz de hacer nada con su vida. Sólo duerme, bosteza y lee de vez en cuando. Es el indiferente a la vida por excelencia.

¿Y si el inadaptado es el narrador?


Sigue sentado en el cómodo sillón rojo de la sala de estar-despacho de un espacioso piso en el ensanche barcelonés que nada tiene que ver con el diminuto apartamento de paredes forradas de libros (estanterías al borde del derrumbe, libros por todas partes) en el que ha vivido hasta hace no demasiado.

“Me ha ocurrido como al veterano narrador de Aire de Dylan: me ha sido suficiente con cambiar de barrio para encontrar otros temas”, admite.

Atrás quedó el autobús de la línea 24 que tomaba a diario para entrar en contacto con “la humanidad”, una humanidad que en Aire de Dylan se presenta “inadaptada”, en referencia a la famosa cita de John Banville que dice: “Nunca me he acostumbrado a estar en esta tierra. Creo que nuestra presencia aquí es un error cósmico. Estábamos destinados a algún otro planeta lejano, al otro extremo de la galaxia”. “Siempre he pensado que se refería a aquello que creo recordar que dijo Kafka: hay un malentendido, y ese equívoco será nuestra perdición”, subraya Vila-Matas.

En Aire de Dylan, el inadaptado es el narrador, un escritor que acaba de mudarse a una casa de la calle Casanova junto al Pasaje Pellicer, y, por lo tanto, vecino del propio Vila-Matas, con quien podría coincidir en la acogedora librería Bernat, eje neurálgico del barrio y de la novela, donde tiene lugar la escenificación “real” de Vilnius y Débora, el hijo y la ex amante y ahora nuera del escritor muerto, Juan Lancastre, que intenta destruir, desde un lugar sideral, la autenticidad de su hijo, ya que, insiste Vila-Matas, “es sólo en la distancia que el padre, tan proclive a la multiplicación postmoderna de personalidades, a los heterónimos, se revela como ser auténtico”.

El misterio “Little dylan”

“Es curioso -añade Vila-Matas-, porque es Vilnius quien lucha por ser una sola persona y se parece sin remedio físicamente a Bob Dylan; de hecho, le llaman Little Dylan, y Bob Dylan es el ser múltiple por excelencia, es un auténtico misterio, creador de muchas personalidades en una sola. Su padre, Lancastre, admira a Dylan por eso. Es de los que cree que debe interpretarse un personaje. Su hijo no cree precisamente lo mismo, aunque poco a poco irá haciéndose múltiple, sin darse cuenta”, explica. Empezando por adoptar los recuerdos, la memoria, del padre, tras un absurdo golpe en la cabeza. “Es del todo inverosímil, porque si tuviéramos que convivir con dos experiencias nos volveríamos locos”, admite.

Cuenta Vila-Matas que utilizó esa imagen como punto de partida de la historia, que arranca con la invitación del narrador a un peculiar congreso literario. “Eso tiene relación con un hecho real. Una vez me llegó una carta desde Suiza invitándome a un congreso en torno al tema del fracaso. Me pareció una idea genial, muy atractiva. Relacionada, además, con Beckett y sus famosas palabras, ya sabes, aquello de ‘da igual, prueba otra vez, fracasa otra vez, fracasa mejor'. Me encantó la invitación, pero no pude acudir”.

Como no pudo desplazarse a Suiza, tuvo que imaginarlo, como le ocurre al protagonista de El mal de Montano (“en aquella ocasión me habían invitado a un congreso en la cima de una alta montaña, en Alemania, donde debía dar una conferencia a las doce de la noche, y yo imaginé que era el único escritor vivo invitado, que el resto eran autores alemanes muertos, y que dormiría en una tienda de campaña, rodeado de antorchas y escuchando a Wagner, esa vez, por miedo a lo que pudiera esperarme allí, opté por imaginar lo que me ocurría en esa cima a medianoche en vez de ir directamente allí y narrar la extrañeza desde el propio lugar de la extrañeza“, cuenta). Y así, imaginó que Vilnius leía un relato sobre su relación con su padre con la intención de hastiar al público, y convertir su intervención en un fracaso y así poder incluirla en el Archivo General del Fracaso en el que trabaja (y que espera convertir en una película).

Durante la intervención de Vilnius en ese congreso, el público descubre la frase-motor de la historia (“Cuando oscurece siempre necesitamos a alguien”), frase atribuida generalmente a Scott Fitzgerald, supuesto autor del guión de la pelñicula en la que aparecía.

-¿Era efectivamente de él?
-No sé... Yo mismo intenté determinar su procedencia, porque durante tiempo llegué a creerme incluso que era mía. Fue entonces cuando me di cuenta de que el guión había sido obra de ocho guionistas y que el productor había reescrito el libreto final. Pensé en ir a Hollywood, como hace Vilnius, pero intuyendo que fracasaría en mi búsqueda, no lo hice”.

- ¿Es la novela, de alguna manera, un homenaje al mundo del cine, a la época dorada de Hollywood? ¿Y también al teatro, que tiene una importancia capital en Aire de Dylan?
-Tres monólogos teatrales vertebran la novela, y luego está el parecido de la historia de Vilnius y su padre con Hamlet. Y como rumor de fondo, oímos aquella devastadora gran verdad de Fitzgerald que decía ‘toda la vida es un proceso de demolición'. El fracaso es quien lleva a cabo esa tarea, la tarea de demoler a cada uno de los personajes, a golpes, golpes desde dentro.

Dickens, Baudelaire, Joyce

Ya no está Vila-Matas sentado en la cómoda butaca roja de su salón-despacho, ahora lo está en una de las sillas de la cafetería de la librería Bernat. Su dueña, Montse, y Paula de Parma (su mujer), mantienen su propia conversación en la misma mesa. La librería Bernat es una especie de sala de estar enorme repleta de libros que huele a bizcocho recién hecho. Vila-Matas lee allí su horóscopo a diario, como el narrador de Aire de Dylan, y cree firmemente en lo que lee. Hoy aún no lo ha hecho. “Me fascina la capacidad del ser humano por llevar algo así a su terreno, porque todo puede significar algo, hasta lo que otro ha escrito sin pensar”, dice, aunque, paranoico, tiene la sensación de que quien escribe su horóscopo (Aries) en determinado periódico “sabe que lo leo a diario y escribe cosas que pueden pasarme”. A continuación da un trago a su café y dice que todos deberíamos tener derecho a contradecirnos.

Está citando a Baudelaire. Antes ha hablado de Joyce, de Dickens, de Simenon, de Nabokov, de Kafka, siempre con risas. Pero ahora está citando a Baudelaire y recordando que éste, junto a los derechos del hombre, reivindicó dos que habían sido olvidados: el derecho a contradecirse y el derecho a irse. Uno y otro se hallan en el origen mismo de Aire de Dylan, donde, por un lado, tenemos al pobre hombre que escribe la novela, a ese narrador que por el solo hecho de escribirla se contradice a sí mismo, puesto que él se había prometido no volver a construir en la vida ninguna otra obra literaria. Y por otro, están los dos jóvenes perezosos, Vilnius y Débora, reivindicadores del derecho a irse, del derecho a apartarse, a no colaborar con el sistema y a cumplir con la consigna revolucionaria de Guy Debord: “No trabajéis nunca”. El narrador se contradice porque había decidido dejar de trabajar, incluso dejar de hablar, y no puede hacerlo, obligado por las circunstancias, por “los caprichos de los acontecimientos” (que diría Pessoa). Y Vilnius y Débora hacen uso del derecho a irse al apartarse deliberadamente de la sociedad, al decidir no trabajar. Convertirse en la crisis misma. Que no tiene nada que ver con la actual, es una crisis atemporal, porque siempre han existido estos jóvenes que renuncian a vivir como los demás, que prefieren no hacerlo. Y porque en realidad la literatura siempre estuvo relacionada muy creativamente con la idea de crisis”, explica.

Como un funámbulo

En este punto y después de alabar el trabajo de dinamización de la librería de Montse (“tiene todo tipo de actividades, parece neoyorquina”), que, por cierto, es uno de los personajes de la novela, revela que las muertes de Aire de Dylan “son ciertas, incluida la más absurda de ellas (una que tiene que ver con una hoja de lechuga). “En realidad cuando me mudé a este barrio viví indirectamente esta historia. Me he dedicado pues a contarla, modificando sólo algunos datos. Real en el fondo, como la vida misma“, asegura.

- ¿Es una de sus obras más libres?
-Se fue definiendo poco a poco, a medida que avanzaba. Fue como conducir un coche sin ninguna visibilidad, no sabía nunca si estaba al borde del barranco o en una autopista, eso de la da a todo el libro un toque incierto, libre. Busqué desde el primer momento dejarme llevar. Lo asombroso es que al acabar uno tiene la impresión de que la estructura narrativa es perfecta. Quizás lograr algo así sólo sea posible si uno camina como un funámbulo largo rato: al final de la cuerda se llega a un lugar pasmosamente estable.

Estructura narrativa perfecta que comparte estética con las retorcidamente encantadoras películas de los hermanos Coen. Una película de los Coen “made in” Vila-Matas en la que, lejos de James Bond o de las paradisiacas playas desiertas sonara sin descanso Under the Mango Tree.

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