lunes, 15 de agosto de 2011

Una pincelada de... : Homero, La Odisea


CANTO X

LA ISLA DE EOLO.

EL PALACIO DE CIRCE LA HECHICERA

Arribamos a la isla Eolia, isla flotante donde habita Eolo Hipótada[SC1] , amado de los dioses inmortales. Un muro indestructible de bronce la rodea, y se yer­gue como roca pelada.
«Tiene Eolo doce hijos nacidos en su palacio, seis hijas y seis hijos mozos, y ha entregado sus hijas a sus hijos como esposas. Siempre están ellos de banquete en casa de su padre y su vene­rable madre, y tienen a su alcance alimentos sin cuento. Du­rante el día resuena la casa, que huele a carne asada, con el so­nido de la flauta, y por la noche duermen entre colchas y sobre lechos taladrados junto a sus respetables esposas. Conque lle­gamos a la ciudad y mansiones de éstos. Durante un mes me agasajó y me preguntaba detalladamente por Ilión, por las na­ves de los argivos y por el regreso de los aqueos, y yo le relaté todo como me correspondía. Y cuando por fin le hablé de vol­ver y le pedí que me despidiera, no se negó y me proporcionó escolta. Me entregó un pellejo de buey de nueve años que él había desollado, y en él ató las sendas de mugidores vientos, pues el Cronida le había hecho despensero de vientos, para que amainara o impulsara al que quisiera. Sujetó el odre a la curvada nave con un brillante hilo de plata para que no escaparan ni un poco siquiera, y me envió a Céfiro para que soplara y con­dujera a las naves y a nosotros con ellas. Pero no iba a cum­plirlo, pues nos vimos perdidos por nuestra estupidez.


«Navegamos tanto de día como de noche durante nueve días, y al décimo se nos mostró por fin la tierra patria y pudi­mos ver muy cerca gente calentándose al fuego. Pero en ese momento me sobrevino un dulce sueño; cansado como estaba, pues continuamente gobernaba yo el timón de la nave que no se lo encomendé nunca a ningún compañero, a fin de llegar más rápidamente a la tierra patria.
«Mis compañeros conversaban entre sí y creían que yo llevaba a casa oro y plata, regalo del magnánimo Eolo Hipótada.
Y decía así uno al que tenía al lado:
«"¡Ay, ay, cómo quieren y honran a éste todos los hombres a cuya ciudad y tierra llega! De Troya se trae muchos y buenos tesoros como botín; en cambio, nosotros, después de llevar a cabo la misma expedición, volvemos a casa con las manos va­cías. También ahora Eolo le ha entregado esto correspondien­do a su amistad. Conque, vamos, examinemos qué es, veamos cuánto oro y plata se encierra en este odre."
«Así hablaban, y prevaleció la decisión funesta de mis com­pañeros: desataron el odre y todos los vientos se precipitaron fuera, mientras que a mis compañeros los arrebataba un hura­cán y los llevó llorando de nuevo al ponto lejos de la patria. Entonces desperté yo y me puse a cavilar en mi irreprochable ánimo si me arrojaría de la nave para perecer en el mar o so­portaría en silencio y permanecería todavía entre los vivientes. Conque aguanté y quedéme y me eché sobre la nave cubriendo mi cuerpo. Y las naves eran arrastradas de nuevo hacia la isla Eofa por una terrible tempestad de vientos, mientras mis compañeros se lamentaban.
«Por fin pusimos pie en tierra, hicimos provisión de agua y enseguida comenzaron mis compañeros a comer junto a las rá­pidas naves. Cuando nos habíamos hartado de comida y bebida tomé como acompañantes al heraldo y a un compañero y me encaminé a la ínclita morada de Eolo, y lo encontré banqueteando en compañía de su esposa a hijos. Cuando llegamos a la casa nos sentamos sobre el umbral junto a las puertas, y ellos se levantaron admirados y me preguntaron:
«"¿Cómo es que has vuelto, Odiseo? ¿Qué demón maligno ha caído sobre ti? Pues nosotros te despedimos gentilmente para que llegaras a tu patria y hogar a donde quiera que te fue­ra grato."
«Así dijeron, y yo les contesté con el corazón acongojado:
«"Me han perdido mis malvados compañeros y, además, el maldito sueño. Así que remediadlo, amigos, pues está en vues­tras manos."
«Así dije, tratando de calmarlos con mis suaves palabras, pero ellos quedaron en silencio, y por fin su padre me contestó:
«"Márchate enseguida de esta isla, tú, el más reprobable de los vivientes, que no me es lícito acoger ni despedir a un hom­bre que resulta odioso a los dioses felices. ¡Fuera!, ya que has llegado aquí odiado por los inmortales."
«Así diciendo, me arrojó de su casa entre profundos lamen­tos. Así que continuamos nagevando con el corazón acongoja­do, y el vigor de mis hombres se gastaba con el doloroso re­mar, pues debido a nuestra insensatez ya no se nos presentaba medio de volver.
«Navegamos tanto de día como de noche durante seis días, y al séptimo arribamos a la escarpada ciudadela de Lamo, a Telé­pilo de Lestrigonia[SC2] , donde el pastor que entra llama a voces al que sale y éste le contesta; donde un hombre que no duerma puede cobrar dos jomales, uno por apacentar vacas y otro por conducir blancas ovejas, pues los caminos del día y de la noche son cercanos.

«Cuando llegamos a su excelente Puerto ‑lo rodea por to­das partes roca escarpada, y en su boca sobresalen dos acanti­lados, uno frente a otro, por lo que la entrada es estrecha‑, todos mis compañeros amarraron dentro sus curvadas naves, y éstas quedaron atadas, muy juntas, dentro del Puerto, pues no se hinchaban allí las olas ni mucho ni poco, antes bien había en torno una blanca bonanza. Sólo yo detuve mi negra nave fuera del Puerto, en el extremo mismo, sujeté el cable a la roca y subiendo a un elevado puesto de observación me quedé allí: no se veía labor de bueyes ni de hombres, sólo humo que se le­vantaba del suelo.
«Entonces envié a mis compañeros para que indagaran qué hombres eran de los que comen pan sobre la tierra, eligiendo a dos hombres y dándoles como tercer compañero a un heraldo. Partieron éstos y se encaminaron por una senda llana por don­de los carros llevaban leña a la ciudad desde los altos montes. Y se toparon con una moza que tomaba agua delante de la ciu­dad, con la robusta hija de Antifates Lestrigón. Había bajado hasta la fuente Artacia de bella corriente, de donde solían lle­var agua a la ciudad. Acercándose mis compañeros se dirigie­ron a ella y le pregtmtaron quién era el rey y sobre quiénes reinaba, Y enseguida les mostró el elevado palacio de su padre. Apenas habían entrado, encontraron a la mujer del rey, grande como la cima de un monte, y se atemorizaron ante ella. Hizo ésta venir enseguida del ágora al ínclito Antifates, su esposo, quien tramó la triste muerte para aquéllos. Así que agarró a uno de mis compañeros y se lo preparó como almuerzo, pero los otros dos se dieron a la fuga y llegaron a las naves. Enton­ces el rey comenzó a dar grandes voces por la ciudad, y los gi­gantescos Lestrígones que lo oyeron empezaron a venir cada uno de un sitio, a miles, y se parecían no a hombres, sino a gigantes. Y desde las rocas comenzaron a arrojarnos peñascos grandes como hombres, así que junto a las naves se elevó un estruendo de hombres que morían y de navíos que se quebra­ban. Además, ensartábanlos como si fueran peces y se los lle­vaban como nauseabundo festín.
«Conque mientras mataban a éstos dentro del profundo Puerto, saqué mi aguda espada de junto al muslo y corté las amarras de mi nave de azuloscura proa. Y, apremiando a mis compañeros, les ordené que se inclinaran sobre los remos para poder escapar de la desgracia. Y todos a un tiempo saltaron sobre ellos, pues temían morir.
«Así que mi nave evitó de buena gana las elevadas rocas en dirección al ponto, mientras que las demás se perdían allí todas juntas. Continuamos navegando con el corazón acongojado, huyendo de la muerte gozosos, aunque habíamos perdido a los compañeros.
«Y llegamos a la isla de Eea[SC3] , donde habita Circe, la de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de voz, hermana carnal del sagaz Eetes: ambos habían nacido de Helios, el que lleva la luz a los mortales, y de Perses, la hija de Océano.
«Allí nos dejamos llevar silenciosamente por la nave a lo largo de la ribera hasta un puerto acogedor de naves y es que nos conducía un dios. Desembarcamos y nos echamos a dormir durante dos días y dos noches, consumiendo nuestro ánimo por motivo del cansancio y el dolor. Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día, tomé ya mi lanza y agu­da espada y, levantándome de junto a la nave, subí a un puesto de observación por si conseguía divisar labor de hombres y oír voces. Cuando hube subido a un puesto de observación, me detuve y ante mis ojos ascendía humo de la tierra de anchos caminos a través de unos encinares y espeso bosque, en el palacio de Circe. Asi que me puse a cavilar en mi interior si bajaría a indagar, pues había vistó humo enrojecido.

«Mientras así cavilaba me pareció lo mejor dirigirme prime­ro a la rápida nave y a la ribera del mar para distribuir alimen­tos a mis compañeros, y enviarlos a que indagaran ellos. Y cuando ya estaba cerca de la curvada nave, algún dios se com­padeció de mí -solo como estaba-, pues puso en mi camino un enorme ciervo de elevada cornamenta. Bajaba éste desde el pasto del bosque a beber al río, pues ya lo tenía agobiado la fuerza del sol. Así que en el momento en que salía lo alcancé en medio de la espalda, junto al espinazo. Atravesólo mi lanza de bronce de lado a lado y se desplomó sobre el polvo chillan­do ‑y su vida se le escapó volando. Me puse sobre él, saqué de la herida la lanza de bronce y lo dejé tirado en el suelo. En­tre tanto, corté mimbres y varillas y, trenzando una soga como de una braza, bien torneada por todas partes, até los pies del terrible monstruo. Me dirigí a la negra nave con el animal col­gando de mi cuello y apoyado en mi lanza, pues no era posible llevarlo sobre el hombro con una sola mano ‑y es que la bes­tia era descomunal. Arrojéla por fin junto a la nave y desperté a mis compañeros, dirigiéndome a cada uno en particular con dulces palabras:
«"Amigos, no descenderemos a la morada de Hades ‑por muy afligidos que estemos‑, hasta que nos llegue el día seña­lado. Conque, vamos, mientras tenemos en la rápida nave co­mida y bebida, pensemos en comer y no nos dejemos consu­mir por el hambre."
«Así dije, y pronto se dejaron persuadir por mis palabras. Se quitaron de encima las ropas, junto a la ribera del estéril mar, y contemplaron con admiración al ciervo ‑y es que la bestia era descomunal. Así que cuando se hartaron de verlo con sus ojos, lavaron sus manos y se prepararon espléndido festín.
«Así pasamos todo el día, hasta que se puso el sol, dándonos a comer abundante carne y delicioso vino. Y cuando se puso el sol y cayó la oscuridad nos echamos a dormir junto a la ribera del mar.
«Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de de­dos de rosa los reuní en asamblea y les comuniqué mi palabra:
«"Escuchad mis palabras, compañeros, por muchas calami­dades que hayáis soportado. Amigos, no sabemos dónde cae el Poniente ni dónde el Saliente, dónde. se oculta bajo la tierra Helios, que alumbra a los mortales, ni dónde se levanta. Con­que tomemos pronto una resolución, si es que todavía es posi­ble, que yo no lo creo. Al subir a un elevado puesto de obser­vación he visto una isla a la que rodea, como corona, el ilimi­tado mar. Es isla de poca altura, y he podido ver con mis ojos, en su mismo centro, humo a través de unos encinares y espeso bosque."
«Así dije, y a mis compañeros se les quebró el corazón cuan­do recordaron las acciones de Antifates Lestrigón y la violen­cia del magnánimo Cíclope, el comedor de hombres. Lloraban a gritos y derramaban abundante llanto; pero nada conseguían con lamentarse. Entonces dividí en dos grupos a todos mis compañeros de buenas grebas y di un jefe a cada grupo. A unos los mandaba yo y a los otros el divino Euríloco. Ensegui­da agitamos unos guijarros en un casco de bronce y saltó el guijarro del magnánimo Euríloco. Conque se puso en camino y con él veintidós compañeros que lloraban, y nos dejaron atrás a nosotros gimiendo también.
«Encontraron en un valle la morada de Circe, edificada con piedras talladas, en lugar abierto. La rodeaban lobos montara­ces y leones, a los que había hechizado dándoles brebajes malé­ficos, pero no atacaron a mis hombres, sino que se levantaron y jugueteaban alrededor moviendo sus largas colas. Como cuando un rey sale del banquete y le rodean sus perros mo­viendo la cola ‑pues siempre lleva algo que calme sus impul­sos‑, así los lobos de poderosas uñas y los leones rodearon a mis compañeros, moviendo la cola. Pero éstos se echaron a temblar cuando vieron las terribles bestias. Detuviéronse en el pórtico de la diosa de lindas trenzas y oyeron a Circe que can­taba dentro con hermosa voz, mientras se aplicaba a su enor­me e inmortal telar ‑¡y qué suaves, agradables y brillantes son las labores de las diosas! Entonces comenzó a hablar Polites, caudillo de hombres, mi más preciado y valioso com­pañero:
«"Amigos, alguien ‑no sé si diosa o mujer‑ está dentro cantando algo hermoso mientras se aplica a su gran telar ‑que todo el piso se estremece con el sonido‑. Conque ha­blémosle enseguida."
«Así dijo, y ellos comenzaron a llamar a voces. Salió la diosa enseguida, abrió las brillantes puertas y los invitó a entrar. Y todos la siguieron en su ignorancia, pero Euríloco se quedó allí barruntando que se trataba de una trampa. Los introdujo, los hizo sentar en sillas y sillones, y en su presencia mezcló queso, harina y rubia miel con vino de Pramnio. Y echó en esta pócima brebajes maléficos para que se olvidaran por completo de su tierra patria.
«Después que se lo hubo ofrecido y lo bebieron, golpeólos con su varita y los encerró en las pocilgas. Quedaron éstos con cabeza, voz, pelambre y figura de cerdos, pero su mente per­maneció invariable, la misma de antes. Así quedaron encerra­dos mientras lloraban; y Circe les echó de comer bellotas, fa­bucos y el fruto del cornejo, todo lo que comen los cerdos que se acuestan en el suelo.
«Conque Euríloco volvió a la rápida, negra nave para infor­marme sobre los compañeros y su amarga suerte, pero no po­día decir palabra ‑con desearlo mucho‑, porque tenía átravesado el corazón por un gran dolor: sus ojos se llenaron de lá­grimas y su ánimo barruntaba el llanto. Cuando por fin le inte­rrogamos todos llenos de admiración, comenzó a contarnos la pérdida de los demás compañeros:
«"Atravesamos los encinares como ordenaste, ilustre Odi­seo, y encontramos en un valle una hermosa mansión edifica­da con piedras talladas, en lugar abierto. Allí cantaba una dio­sa o mujer mientras se aplicaba a su enorme telar; los compa­ñeros comenzaron a llamar a voces; salió ella, abrió las brillan­tes puertas y nos invitó a entrar. Y todos la siguieron en su ig­norancia, pero yo no me quedé por barruntar que se trataba de una trampa. Así que desaparecieron todos juntos y no volvió a aparecer ninguno de ellos, y eso que los esperé largo tiempo sentado."
«Así habló; entonces me eché al hombro la espada de clavos de plata, grande, de bronce, y el arco en bandolera, y le ordené que me condujera por el mismo camino, pero él se abrazó a mis rodillas y me suplicaba, y, lamentándose, me dirigía aladas palabras:
« “No me lleves allí a la fuerza, Odiseo de linaje divino; déja­me aquí, pues sé que ni volverás tú ni traerás a ninguno de tus compañeros. Huyamos rápidamente con éstos, pues quizá po­damos todavía evitar el día funesto[SC4] ".
«Así habló, pero yo to contesté diciendo:
«"Euríloco, quédate tú aquí comiendo y bebiendo junto a la negra nave, que yo me voy. Me ha venido una necesidad impe­riosa."

«Así diciendo, me alejé de la nave y del mar. Y cuando en mi marcha por el valle iba ya a llegar a la mansión de Circe, la de muchos brebajes, me salió al encuentro Hermes, el de la va­rita de oro, semejante a un adolescente, con el bozo apuntán­dole ya y radiante de juventud. Me tomó de la mano y, llamándome por mi nombre, dijo:
«"Desdichado, ¿cómo es que marchas solo por estas lomas, desconocedor como eres del terreno? Tus compañeros están encerrados en casa de Circe, como cerdos, ocupando bien construidas pocilgas. ¿Es que vienes a rescatarlos? No creo que regreses ni siquiera tú mismo, sino que te quedarás donde los demás. Así que, vamos, te voy a librar del mal y a salvarte. Mira, toma este brebaje benéfico, cuyo poder te protegerá del día funesto, y marcha a casa de Circe. Te voy a manifestar to­dos los malvados propósitos de Circe: te preparará una poción y echará en la comida brebajes, pero no podrá hechizarte, ya que no lo permitirá este brebaje benéfico que te voy a dar. Te aconsejaré con detalle: cuando Circe trate de conducirte con su larga varita, saca de junto a tu muslo la aguda espada y lánzate contra ella como queriendo matarla. Entonces te invitará, por miedo, a acostarte con ella. No réchaces por un momento el lecho de la diosa, a fin de que suelte a tus compañeros y te aco­ja bien a ti. Pero debes ordenarla que jure con el gran juramen­to de los dioses felices que no va a meditar contra ti maldad alguna ni te va a hacer cobarde y poco hombre cuando te hayas desnudado[SC5] ”.
«Así diciendo, me entregó el Argifonte una planta que había arrancado de la tierra y me mostró su propiedades: de raíz era negra, pero su flor se asemejaba a la leche. Los dioses la lla­man moly, y es difícil a los hombres mortales extraerla del sue­lo, pero los dioses lo pueden todo.

«Luego marchó Hermes al lejano Olimpo a través de la isla boscosa y yo me dirigí a la mansión de Circe. Y mientras mar­chaba, mi corazón revolvía muchos pensamientos. Me detuve ante las puertas de la diosa de lindas trenzas, me puse a gritar y la diosa oyó mi voz. Salió ésta, abrió las brillantes puertas y me invitó a entrar. Entonces yo la seguí con el corazón acongojado. Me introdujo e hizo sentar en un sillón de clavos de plata, hermoso, bien trabajado, y bajo mis pies había un escabel. Pre­paróme una pócima en copa de oro, para que la bebiera, y echó en ella un brebaje, planeando maldades en su corazón.
«Conque cuando me lo hubo ofrecido y lo bebí ‑aunque no me había hechizado‑, tocóme con su varita y, llamándome por mi nombre, dijo:
«"Marcha ahora a la pocilga, a tumbarte en compañía de tus amigos."
«Así dijo, pero yo, sacando mi aguda espada de junto al muslo, me lancé sobre Circe, como deseando matarla. Ella dió un fuerte grito y corriendo se abrazó a mis rodillas y, lamen­tándose, me dirigió aladas palabras:
«"¿Quién y de dónde eres? ¿Dónde tienes tu ciudad y tus pa­dres? Estoy sobrecogida de admiración, porque no has queda­do hechizado a pesar de haber bebido estos brebajes. Nadie, ningún otro hombre ha podido soportarlos una vez que los ha hebido y han pasado el cerco de sus dientes. Pero tú tienes en el pecho un corazón imposible de hechizar. Así que seguro que eres el asendereado Odiseo, de quien me dijo el de la varita de oro, el Argifonte que vendría al volver de Troya en su rápida, negra nave. Conque, vamos, vuelve tu espada a la vaina y su­bamos los dos a mi cama, para que nos entreguemos mutua­mente unidos en amor y lecho."
«Así dijo, pero yo me dirigí a ella y le contesté:
«"Circe, ¿cómo quieres que sea amoroso contigo? A mis compañeros los has convertido en cerdos en tu palacio, y a mí me retienes aquí y, con intenciones perversas, me invitas a su­bir a tu aposento y a tu cama para hacerme cobarde y poco hombre cuando esté desnudo. No desearía ascender a tu cama si no aceptaras al menos, diosa, jurarme con gran juramento que no vas a meditar contra mí maldad alguna."
«Así dije, y ella al punto juró como yo le había dicho. Con­que, una vez que había jurado y terminado su promesa, subí a la hermosa cama de Circe.
«Entre tanto, cuatro siervas faenaban en el palacio, las que tiene como asistentas en su morada. Son de las que han nacido de fuentes, de bosques y de los sagrados ríos que fluyen al mar. Una colocaba sobre los sillones cobertores hermosos y alfombras debajo; otra extendía mesas de plata ante los sillones, y sobre ellas colocaba canastillas de oro; la tercera mezclaba deli­cioso vino en una crátera de plata y distribuía copas de oro, y la cuarta traía agua y encendía abundante fuego bajo un gran trípode y así se calentaba el agua. Cuando el agua comen­zó a hervir en el brillante bronce, me sentó en la bañera y me lavaba con el agua del gran trípode, vertiendola agradable so­bre mi cabeza y hombros, a fin de quitar de mis miembros el cansancio que come el vigor. Cuando me hubo lavado, ungido con aceite y vestido hermosa túnica y manto, me condujo e hizo sentar sobre un sillón de clavos de plata, hermoso, bien trabajado y bajo mis pies había un escabel. Una sierva de­rramó sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en her­mosa jarra de oro, para que me lavara, y al lado extendió una mesa pulimentada. La venerable ama de llaves puso comida sobre ella y añadió abundantes piezas escogidas, favoreciéndo­me entre los presentes[SC6] . Y me invitaba a que comiera, pero esto no placía a mi ánimo y estaba sentado con el pensamiento en otra parte, pues mi ánimo presentía la desgracia. Cuando Circe me vio sentado sin echar mano a la comida y con fuerte pesar, colocóse a mi lado y me dirigió aladas palabras:

«"¿Por qué, Odiseo, permaneces sentado como un mudo consumiendo tu ánimo y no tocas siquiera la comida y la bebi­da? Seguro que andas barruntando alguna otra desgracia, pero no tienes nada que temer, pues ya te he jurado un poderoso juramento."
«Así habló, y entonces le contesté diciendo:
«"Circe, ¿qué hombre como es debido probaría comida o be­bida antes de que sus compañeros quedaran libres y él los viera con sus ojos? Conque, si me invitas con buena voluntad a be­ber y comer, suelta a mis fieles compañeros para que pueda verlos con mis ojos."
«Así dije; Circe atravesó el mégaron con su varita en las manos, abrió las puertas de las pocilgas y sacó de allí a los que pa­recían cerdos de nueve años. Después se colocaron enfrente, y Circe, pasando entre ellos, untaba a cada uno con otro brebaje. Se les cayó la pelambre que había producido el maléfico breba­je que les diera la soberana Circe y se convirtieron de nuevo en hombres aún más jóvenes que antes y más bellos y robustos de aspecto. Y me reconocieron y cada uno me tomaba de la mano. A todos les entró un llanto conmovedor -toda la casa resonaba que daba pena‑, y hasta la misma diosa se compade­ció de ellos. Así que se vino a mi lado y me dijo la divina entre las diosas:
«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, marcha ya a tu rápida nave junto a la ribera del mar. Antes que nada, arrastrad la nave hacia tierra, llevad vuestras posesiones y armas todas a una gruta y vuelve aquí después con tus fieles compañeros."
«Así dijo, mi valeroso ánimo se dejó persuadir y me puse en camino hacia la rápida nave junto a la ribera del mar. Conque encontré junto a la rápida nave a mis fieles compañeros que lloraban lamentablemente derramando abundante llanto. Como las terneras que viven en el campo salen todas al en­cuentro y retozan en torno a las vacas del rebaño que vuelven al establo después de hartarse de pastar (pues ni los cercados pueden ya retenerlas y, mugiendo sin cesar corretean en torno a sus madres), así me rodearon aquéllos, llorando cuando me vieron con sus ojos. Su ánimo se imaginaba que era como si hubieran vuelto a su patria y a la misma ciudad de Itaca, donde se habían criado y nacido. Y, lamentándose, me decían aladas palabras:
«"Con tu vuelta, hijo de los dioses, nos hemos alegrado lo mismo que si hubiéramos llegado a nuestra patria Itaca. Vamos, cuéntanos la pérdida de los demás compañeros."
«Así dijeron, y yo les hablé con suaves palabras:
«"Antes que nada, empujaremos la rápida nave a tierra y lle­varemos hasta una gruta nuestras posesiones y armas todas. Luego, apresuraos a seguirme todos, para que veáis a vuestros compañeros comer y beber en casa de Circe, pues tienen comi­da sin cuento."
«Así dije, y enseguida obedecieron mis ordenes. Sólo Euríloco trataba de retenerme a todos los compañeros y, hablándo­les, decía aladas palabras:
«"Desgraciados, ¿a dónde vamos a ir? ¿Por qué deseáis vues­tro daño bajando a casa de Circe, que os convertirá a todos en cerdos, lobos o leones para que custodiéis por la fuerza su gran morada, como ya hizo el Cíclope cuando nuestros compañeros llegaron a su establo y con ellos el audaz Odiseo? También aquéllos perecieron por la insensatez de éste."
«Así habló; entonces dudé si sacar la larga espada de junto a mi robusto muslo y, cortándole la cabeza, arrojarla contra el suelo, aunque era pariente mío cercano. Pero mis compañeros me lo impidieron, cada uno de un lado, con suaves palabras:
«"Hijo de los dioses, dejaremos aquí a éste, si tú así lo orde­nas, para que se quede junto a la nave y la custodie. Y a noso­tros llévanos a la sagrada mansión de Circe."
«Así diciendo, se alejaron de la nave y del mar. Pero Eurílo­co no se quedó atrás, junto a la cóncava nave, sino que nos si­guió, pues temía mis terribles amenazas.
«Entre tanto, Circe lavó gentilmente a mis otros compañe­ros que estaban en su morada, los ungió con brillante aceite y los vistió con túnicas y mantos. Y los encontramos cuando se estaban banqueteando en el palacio. Cuando se vieron unos a otros y se contaron todo, rompieron a llorar entre lamentos, y la casa toda resonaba. Así que la divina entre las diosas se vino a mi lado y dijo:
«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no excitéis más el abundance llanto, pues también yo conozco los trabajos que habéis sufrido en el ponto lleno de peces y los daños que os han causado en tierra firme hombres enemigos. Conque, vamos, comed vuestra comida y bebed vuestro vino hasta que recobréis las fuerzas que teníais el día que abando­nasteis la tierra patria de la escarpada Itaca; que ahora estáis agotádos y sin fuerzas; con el duro vagar siempre en vuestras mientes. Y vuestro ánimo no se llena de pensamientos alegres, pues ya habéis sufrido mucho."
«Así dijo, y nuestro valeroso ánimo se dejó persuadir. Allí nos quedamos un año entero ‑día tras dia‑, dándonos a co­mer carne en abundancia y delicioso vino. Pero cuando se cumplió el año y volvieron las estaciones con el transcurrir de los meses ‑ya habían pasado largos días‑, me llamaron mis  fieles compañeros y me dijeron:
«"Amigo, piensa ya en la tierra patria, si es que tu destino es que te salves y llegues a tu bien edificada morada y a tu tierra patria."
«Así dijeron, y mi valeroso ánimo se dejó persuadir. Estuvi­mos todo un día, hasta la puesta del sol, comiendo carne en abundancia y delicioso vino. Y cuando se puso el sol y cayó la oscuridad, mis compañeros se acostaron en el sombrío palacio. Pero yo subí a la hermosa cama de Circe y, abrazándome a sus rodillas, la supliqué, y la diosa escuchó mi voz. Y hablándole, decía aladas palabras:
«"Circe, cúmpleme la promesa que me hiciste de enviarme a casa, que mi ánimo ya está impaciente y el de mis compañeros, quienes, cuando tú estás lejos, me consumen el corazón lloran­do a mi alrededor."
«Así dije, y al punto contestó la divina entre las diosas:
«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no permanezcáis más tiempo en mi palacio contra vuestra vo­luntad. Pero antes tienes que llevar a cabo otro viaje; tienes que llegarte a la mansión de Hades y la terrible Perséfone para pedir oráculo al alma del tebano Tiresias, el adivino ciego, cuya mente todavía está inalterada. Pues sólo a éste, incluso muerto, ha concedido Perséfone tener conciencia[SC7] ; que los demás revolotean como sombras."
«Así dijo, y a mí se me quebró el corazón. Rompí a llorar sobre el lecho, y mi corazón ya no quería vivir ni volver a con­templar la luz del sol.

«Cuando me había hartado de llorar y de agitarme, le dije, contestándole:
«"Circe, ¿y quién iba a conducirme en este viaje? Porque a la mansión de Hades nunca ha llegado nadie en negra nave."
«Así dije, y al punto me contestó la divina entre las diosas:
«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no sientas necesidad de guía en tu nave. Coloca el mástil, ex­tiende las blancas velas y siéntate. El soplo de Bóreas[SC8]  la lle­vará, y cuando hayas atravesado el Océano y llegues a las pla­nas riberas y al bosque de Perséfone ‑esbeltos álamos negros y estériles cañaverales‑, amarra la nave allí mismo, sobre el Océano de profundas corrientes, y dirígete a la espaciosa morada de Hades. Hay un lugar donde desembocan en el Aque­ronte el Piriflegetón y el Kotyto[SC9] , difluente de la laguna Esti­gia, y una roca en la confluencia de los dos sonoros ríos. Acér­cate allí, héroe ‑así te lo aconsejo‑, y, cavando un hoyo como de un codo por cada lado, haz una libación en honor de todos los muertos, primero con leche y miel, luego con delicio­so vino y en tercer lugar, con agua. Y esparce por encima blanca harina. Suplica insistentemente a las inertes cabezas de los muertos[SC10]  y promete que, cuando vuelvas a Itaca, sacrifi­carás una vaca que no haya parido, la mejor, y llenarás una pira de obsequios y que, aparte de esto, sólo a Tiresias le sacri­ficarás una oveja negra por completo, la que sobresalga entre vuestro rebaño. Cuando hayas suplicado a la famosa rata de los difuntos, sacrifica allí mismo un carnero y una borrega ne­gra, de cara hacia el Erebo[SC11] ; y vuélvete para dirigirte a las corrientes del río, donde se acercarán muchas almas de difuntos. Entonces ordena a tus compañeros que desuellen las vícti­mas que yacen en tierra atravesadas por el agudo bronce, que las quemen después de desollarlas y que supliquen a los dioses, al tremendo Hades y a la terrible Perséfone. Y tú saca de junto al muslo la aguda espada y siéntate sin permitir que las inertes cabezas de los muertos se acerquen a la sangre antes de que hayas preguntado a Tiresias. Entonces llegará el adivino, cau­dillo de hombres, que te señalará el viaje, la longitud del cami­no y el regreso, para que marches sobre el ponto lleno de peces."

«Así dijo, y enseguida apareció Eos, la del trono de oro. Me vistió de túnica y manto, y ella; la ninfa, se puso una túnica grande, sutil y agradable, echó un hermoso ceñidor de oro a su cintura y sobre su cabeza puso un velo. Entonces recorrí el pa­lacio apremiando a mis compañeros con suaves palabras, po­niéndome al lado de cada hombre:
«"Ya no durmáis más tiempo con dulce sueño; marchémo­nos, que la soberana Circe me ha revelado todo."
«Así dije, y su valeroso ánimo se dejó persuadir. Pero ni si­quiera de allí pude llevarme sanos y salvos a mis compañeros. Había un tal Elpenor, el más joven de todos, no muy brillante en la guerra ni muy dotado de mientes, que, por buscar la fres­ca, borracho como estaba, se había echado a dormir en el sa­grado palacio de Circe, lejos de los compañeros. Cuando oyó el ruido y el tumulto, levantóse de repente y no reparó en volver para bajar la larga escalera, sino que cayó justo desde el techo. Y se le quebraron las vértebras del cuello y su alma bajó al Hades.
«Cuando se acercaron los demás les dije mi palabra:
«"Seguro que pensáis que ya marchamos a casa, a la querida patria, pero Circe me ha indicado otro viaje a las mansiones de Hades y la terrible Perséfone para pedir oráculo al tebano Ti­resias."
«A sí dije, y el corazón se les quebró; sentáronse de nuevo a llorar y se mesaban los cabellos. Pero nada consiguieron con lamentarse.
«Y cuándo ya partíamos acongojados hacia la nave y la ribe­ra del mar derramando abundante llanto, acercóse Circe a la negra nave y ató un carnero y una borrega negra, marchando inadvertida. ¡Con facilidad!, pues ¿quién podría ver con sus ojos a un dios comiendo aquí o allá si éste no quíere?»

 [SC1]No sabemos mucho más de este Eolo, señor de los vientos, a quien a ve­ces se identifica erróneamente con el hijo de Helen y fundador de la estirpe eo­lia. Los mitógrafos, sin embargo; se esfuerzan en distinguirlos y hacen a éste hijo de Poseidón pese a que Homero le llama hijo de Hipotes, personaje por lo demás desconocido. Un detalle llamativo es la endogamia incestuosa de su fa­milia, aunque tiene paralelos en el mismo Olimpo (Zeus y Hera etc.). La isla donde vive es flotante y, por tanto, ilocalizable. Pese a todo, R. Carpenter, que supone esta parte de las aventuras en el Occidente, sugiere que podría ser la isla de Pantellería, entre Túnez y Sicilia, ob. cit., pág. 105).
 [SC2]Lugar mítico ‑significa «de lejanas puertas»‑ al que se supone, por lo general, en el nordeste: su fuente se llama Artacia, como la de Cízico, y la ex­presión «los caminos del día y, de la noche son cercanos» podría aludir a un país donde las noches son largas (cfr. G. S. Kirk, Los poemas..., pág. 218). R. Carpen­ter, por el contrario, cree que se trata de Bonifacio en la isla de Córcega (ob. tit., págs. 107-8).
 [SC3]No hay que confundir esta isla con la ciudad de Eea en la Cólquide, don­de reina Eetes. En la intención de Homero, la isla, que toma su nombre de la ciudad, debe encontrarse en el lejano Este, pues pertenece a la familia de Helios (cfr. XII.1‑5) y no en Italia, como pensaron los romanos. Tantó Eetés como sus hermanas Pasífae y Circe poseen poderes mágicos: En este canto tenemos una notable acumulación de elementos mágicos conservados a través del folklore.
 [SC4]Eufemismo por «muerte».
 [SC5]Es el jurarnento por la Estige, cfr. nota 111.
 [SC6]Resulta extraña la aparición de otra sierva y de un ama de llaves, cuando más arriba (vv. 348 y ss.) se dice que hay cuatro siervas y se describe su activi­dad. La razón es que los vv. 368‑72 son fórmulas de aplicación mecánica en es­cenas típicas de banquete, cfr. también 1.136 y ss., IV.52 y ss., VIL172 y ss., XV.135 y ss., y XVIL91 y ss.
 [SC7]No sabemos a qué responde este don de Perséfone a Tiresias o si es, simplemente, una invención de Homero para que el célebre adivino pueda pre­decir el futuro a Odiseo. Porque, según la concepción homérica del más allá, el alma (psyché) es como una sombra que se desprende del cuerpo al morir el hom­bre y que posee la forma de éste, pero ninguna de sus cualidades (cfr. los ver­sos 218 y ss.). Las demás almas se reaniman con la sangre del sacrificio, pero sólo hablan de su pasado, ignoran el presente y el futuro: Anticlea desconoce la presencia de los pretendientes en el palacio de Itaca (cfr. w. 184‑6). Sobre la concepción homérica del más allá, son ya clásicas las obras de E. Rohde Psique, Barcelona, 1973 (trad. esp.), y L. Radermacher, Dar Jenseits im Mythos der Hellenen, Bonn, 1903.
 [SC8]Aquí hay una inconsecuencia, aunque de poca monta. De hecho, según la detallada descripción que se hace de la llegada a las puertas del Hades, éste debe situarse en el lejano Norte, cfr. XI.13 y ss., por lo que es imposible que sea el viento Bóreas el que impulsa la nave.
 [SC9]Los tres nombres son parlantes y significan «río del llanto», «del fuego ardiente» y «de las lamentaciones».
 [SC10]Fórmula exclusivamente odiseica de sentido no muy claro (cfr. también en v. 536 y XL29 y 49). El adjetivo amenená puede significar «carente de fuerza (menos)», pero ya en la Antigüedad se dudaba de su sentido (cfr. Aristófanes, Frg. 222).
 [SC11]Paso tenebroso entre la tierra y el Hades. Contiene una raíz indoeuropea que significa «oscuridad».

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