Acantilado publica los cinco libros del genial dúo dinámico de la literatura francesa, en traducción Gabriel de Hormaechea
¿Es moderno François Rabelais (1494-1553)? Tópicos: escritor de lo grotesco, escatológico, arcaico creador de nombres, hambres y hombres imposibles, polemista anticlerical, apologeta de la dipsomanía (léase borrachín).
Llevaba razón Bajtín cuando afirmó que Rabelais no había sido entendido en cuatro siglos. A Bajtín lo persiguió Stalin. ¿Qué compartía el formalista ruso con el padre de Gargantúa y Pantagruel? Para el profesor Guy Demerson, prologuista de lujo en la edición de Acantilado que traduce Gabriel de Hormaechea, «una contracultura obstinadamente disidente» frente al lenguaje del poder, sea político, jurídico o teológico.
Rabelais reaparece como un adelantado de Queneau, Pérec y la transgresión verbal con la que Céline incendió el siglo XX.
En el siglo de las guerras de religión, Rabelais era subversivo por ser un humanista de tomo y lomo. Hijo del abogado del rey en Chinon, se convierte en hermano menor franciscano y estudia leyes en París.
Con la reforma luterana, se prohíbe el griego en la Sorbona: Rabelais cambia la regla franciscana por la benedictina, más tolerante con las cosas del saber. Acompañando al prelado de la orden por la región del Poitou descubre la cultura popular y sus ricas tradiciones.
Jurista, folclorista, filólogo, Rabelais amplía conocimientos en 1530 al cursar medicina en la universidad de Montpellier; se cartea con Erasmo y difunde a Hipócrates y Galeno en ediciones estudiantiles que hoy calificaríamos «de bolsillo».
Ejercer de médico supone pasar al brazo secular; entre 1532 y 1535 lo encontramos en el hospital de Lyon conjugando el juramento hipocrático con las artes de la imprenta. A la imprenta da un opúsculo, «Pantagrueline Pronosticution», que preludia lo que va a ser su obra: una sátira de los horóscopos de pacotilla que pretenden determinar nuestro destino.
Sus criaturas de fábula
En ese trienio lionés nacen sus criaturas, con un orden diferente, otro tópico, al que aprendimos en los manuales de Literatura. En 1532 ve la luz «Pantagruel» y en 1534 «Gargantúa». Como apunta Hormaechea, «Rabelais muestra a su héroe como hijo de Gargantúa y le da el nombre de Pantagruel, nombre preexistente en la literatura popular francesa, aunque correspondía a un diablillo que echaba sal en la boca de los borrachos, mientras dormían, para producirles sed...».
Pantagruel postula el equilibrio entre religión y razón
Si seguimos varados en lo tópico observaremos en la obra rabelesiana una sátira del ciclo artúrico protagonizada por patosos gigantes; acabaremos limitados al «banquete pantagruélico», la «situación kafkiana» o el «panorama dantesco»...
Esos lugares comunes, tan frecuentes en quienes no han leído a Rabelais, Kafka o Dante. Tópicamente asociado a los excesos en la mesa, el «pantagruelismo» postula, sin embargo, un equilibrio entre el pensamiento religioso y la racionalidad filosófica.
Pantagruel, señala Hormaechea, le sirve a su creador para ridiculizar «el abuso de tanto aparato silogístico, bajo el que se oculta la mucha ignorancia togada» (lean alguna sentencia actual y verán cómo las cosas no han cambiado). Conclusión. El Rabelais que explica en cada capítulo Hormaechea es un humanista que carga contra supersticiones, sofismas y eufemismos que abonan la hipocresía.
El libro tuvo ocho ediciones entre los años 1533 y 1534
El éxito literario, ocho ediciones en el bienio 1533-1534, le vale una condena por obscenidad y debe firmar con pseudónimo de Alcofribas Nisser. Pantagruel y Gargantúa son el dúo dinámico del proyecto Rabelais. Mientras el primero satiriza con línea gruesa los métodos escolares de la época, el segundo contruye un plan pedagógico y aboga por la reconciliación de los católicos europeos en plena guerra de religiones.
En 1546, tras una prodigiosa década de medicina y aventura, Rabelais dedica el libro tercero de sus gigantes a Margarita de Navarra y vuelve a ser condenado por herético. Redobla sus criticas contra la manipulación de los políticos, la judicatura y un poder eclesiástico que necesita ser reformado.
Su libro cuarto lo confirma como gigante del Humanismo europeo. Sus verbos son «demostrar», «dialogar», «parlamentar», «razonar», «dudar», «reflexionar». Sus demonios, el sofisma, la charlatanería, ese lenguaje que llamamos hoy «políticamente correcto».
Su obra, una epopeya de la palabra. Su banquete, la ironía y la parodia. Su humor, vacuna para los franceses invadidos por Prusia en 1870; los soldados de la Guerra del 14 lo llevarán en la mochila con la máscara antigás...
¿Conocíamos a Rabelais? El «pantagruélico» escritor proclamó que «las comidas largas crean vidas cortas» (no olvidemos que era médico) y, aunque era médico y crítico con la Iglesia, escribió también que «ciencia sin conciencia nos es más que ruina del alma».
Más allá de los tópicos, el proyecto Rabelais sigue vigente para desenmascarar a tanto farsante disfrazado de intelectual: «Bienaventurados los majaderos porque ellos tropezarán por sí mismos». Pues eso.
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