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Me  acuerdo de Rilke, para quien la vida en sí, pura y libre de las determinaciones  particulares que la califican y delimitan, se parecía a la muerte; lo era en  tanto que puro espacio hueco e impreciso, ausencia y concavidad. “¿Cuándo es el  presente?”, llegó a preguntarse, influenciado por J.P. Jacobsen, autor de Niels Lyhne (1880), novela en la que se  fomenta la sospecha de que la existencia, la vida, “no es jamás”.
¡No es jamás! Esto casi suena a Beckett y  recuerda a Martin Amis cuando dijo que si alguien quisiera imitar el estilo  beckettiano podría fácilmente salir del paso escribiendo: “No, nunca, jamás, no”. 
Pero  volvamos a la existencia y a la sospecha sobre ella. A Jacobsen le inquietaban los  seres “que viven como si eso fuese la cosa más natural del mundo”. No es  extraño pues que para el Niels Lyhne de su novela la vida hubiera  perdido toda naturaleza y contenido y no fuera  nunca algo obvio en su transcurrir, sino algo vacío e irreal: la vida  vista como algo que  puede que estuviera pasando a su lado, pero no  a través de él. 
Niels  Lyhne nos recuerda a esos solitarios que alguna vez hemos visto sentados en  orillas extrañas, contemplando la vida muda de la que se alejan. Y también a la  novela Oblómov (1859) del escritor ruso Iván A. Goncharov, donde  los habitantes del pueblo de Oblomovka, ven discurrir la vida “a su lado, como  un río que contemplan desde la ribera”. 
Y  es que si la existencia es sólo una incesante despedida de sí misma, sobre su  fuga planea constantemente esta cuestión: “¿Cuándo se vive?” La pregunta la  hace Oblómov, el haragán por excelencia de la literatura rusa y pariente  secreto de Niels Lyhne. Si Lyhne es alguien “medio Werther, medio Hamlet,  vencido por un pesado cansancio” (eso  decía Zweig de él), Oblómov también es una persona fatigada, en realidad es el héroe  absoluto de los indolentes y el  protagonista de la mejor novela que se ha  escrito sobre la ociosidad. 
Veamos:  Oblómov es un joven y desvalido aristócrata, incapaz de hacer nada con  su vida. Duerme mucho, bosteza continuamente dentro de su bata deshilachada. No  hace nada, pero es que nada. Encogerse de hombros es su gesto preferido. Es de  esa clase de personas que tienen la costumbre de irse a dormir antes de  fatigarse. Estar tumbado cuanto más tiempo mejor parece su única aspiración, su  modesta aunque envenenada rebeldía. A lo largo de toda la novela de Goncharov,  el joven Oblómov raramente deja su habitación, donde permanece tumbado en un  diván intentando evitar las propuestas y las obligaciones que le llegan del  exterior, y sólo hasta muy avanzado el libro no le veremos, por primera vez,  salir de la cama. Ha perdido la costumbre de moverse, de vivir, de ver gente,  le parece que se ahoga en medio de la multitud. Es alguien que dio por  terminada hace tiempo su vida en sociedad, y vive literalmente como un joven tumbado  o, mejor dicho, como un muerto: la vida fluye pero sólo a su lado, sólo al lado  de su diván, en realidad la vida nunca ha pasado por él. 
Amado  por Olga, ésta desiste de su empeño en llevarlo al altar cuando comprende que  el joven elegirá siempre el reposo si ha de decidir entre el reposo y ella. Tal  convicción la lleva entonces a casarse con Stolz, amigo de infancia de Oblómov  y contrapunto exacto de este, porque es un trabajador infatigable y un  entusiasta de Europa y del progreso y un tipo absolutamente convencido de que  lo natural es vivir… La novela de Goncharov –en realidad irresumible como todas las buenas  novelas- fue durante tiempo vista como una crítica de la nobleza rusa y del  régimen zarista, pero lo que ha perdurado del libro no ha sido su conciencia  política, sino el talento del autor al crear el paradigmático personaje de Oblómov,  de quien en el libro se nos explica, con moroso detalle y mucha gracia, su  desdichada forma de ser. ¿Desdichada? Quizás sea al revés y Oblómov, alejado de  toda acción, sea un alma feliz, completamente feliz. 
Su inmovilismo atrae  a muchas almas hoy más que nunca. Hoy, cuando la crisis empieza a propiciar una  modesta pero envenenada  rebelión, en el  fondo inquietante para el poder económico: la silenciosa rebelión de los  oblomovs que surgen de entre las gavillas de jóvenes tumbados por el paro. La  consigna es apartarse, hacer uso del ‘derecho de irse’ que reclamaba Baudelaire.  Para ejercer ese derecho y afiliarse al oblomovismo la solución más práctica es quedarse quieto, descubrir que para huir de un  lugar lo mejor es quedarse en él. En la novela de Goncharov la acción está prácticamente  ausente de ella, y aún así parece que pase algo, quizás sea sólo la vida pasando  al lado de la trama. El muy casero protagonista y cansado héroe de la nada no  inicia jamás una acción  ni actividad  alguna que no sean sus vodevilescas disputas con su criado Zakhar en pasajes haraganes,  pasajes del libro lógicamente gandules, pues éstos no hacen más que describir  las monótonas jornadas de un indolente, de un ser abúlico, no nacido siquiera  para hacer novelas: “Escribir de noche –pensó Oblómov– ¿cuándo dormirá?  Seguramente gana más de cinco mil al año. ¡No está nada mal! Pero escribir todo  el tiempo, derrochar el alma, el pensamiento en menudencias, cambiar de  convicciones, comerciar con la inteligencia, la imaginación, violentar la  propia naturaleza, sufrir la inquietud, la indignación, no conocer el reposo y  estar siempre en movimiento… Y escribir, escribir siempre, ser como una rueda,  una máquina: escribir mañana y pasado mañana, en días de fiesta, en verano,  escribir constantemente. ¿Cuándo podrá detenerse y descansar? ¡Qué  desgraciado!”. 
Me  parece que Oblómov acertó de lleno. ¿Qué es eso de comerciar con la  inteligencia? ¿Cómo no darle la razón a este ocioso ruso tumbado, al joven que  inspiró aquel sorprendente grafiti de Guy Debord en un muro del Quartier Latin de París en los años  50? Ese grafiti decía: “No trabajéis   nunca”. 
 ¿Y quién, al fin y al cabo,  no es oblomovista? ¿Quién no intuyó  alguna vez que ser ocioso es precisamente aquello con lo que sueña todo el  mundo, “pues todo lo que el hombre hace es un intento por recuperar el paraíso  perdido”? ¿Y quién no sospecha que los seres humanos lo que realmente ambicionan  es la paz y el descanso? 
Oblómov  –apunta Christopher Domínguez Michael en El  XIX en el XXI- es puente que une a los hombres ‘superfluos’ de Gogol con  los seres vacíos de Beckett o de Robert Walser. Y aquí cabría recordar también  al joven tumbado de Un hombre que duerme,  de Perec, aficionado a quedarse quieto y buen discípulo del Kafka que escribía  una noche en Praga: “No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y  escucha. Ni siquiera escuches…”. 
Oblómov,  con su indolencia de siglos concentrada en su casa de San Petersburgo y a la  búsqueda del paraíso perdido, parece querer recomendarnos a todos lo que Eugeni  D´Ors recetaba en su más memorable libro: el hastío como única medida para la  salvación, es decir, nos recomendaba encasquetarnos el tedio al pie de la letra,  sin paliativos, sin matiz alguno, calarse el puro cansancio: “No excursión: chaise longue. No conversación, silencio. No lectura, letargo. En lo  posible, ¡ni un movimiento, ni un pensamiento!”.
Exacto.  Ni un movimiento. No hacer nada. No colaborar. Que se estrellen ellos. Vivir mentalmente  con naturaleza hamletiana, en la atmósfera de estos días de transición incierta  y de indeterminación fluctuante. Y dejar que sea lo impetuoso, con sus finanzas  de lenguaje criminal, lo más parecido a ese río vulgar de la  vida que pasa a nuestro lado;  una vida que por suerte a veces fluye ajena a  nosotros, en el más puro espacio hueco e impreciso. 
· Niels Lyhne. Jens Peter Jacobsen. El Acantilado, 2003
· Oblómov. Ivan A. Goncharov, Debolsillo, 2009
· El XIX en el XXI. Christopher Domínguez Michael. Sexto Piso, 2010
· Un hombre que duerme. Georges Perec. Anagrama, 1990
· Oceanografía del tedio. Eugeni D´Ors.Tusquets, 1981

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