jueves, 6 de enero de 2011

Cien años después de su muerte, la autoridad moral de León Tolstói crece. El escritor ruso fue un precursor en la batalla contra la falta de fe y de valores

Autor: MAURICIO WIESENTHAL («EL VIEJO LEÓN. TOLSTÓI, UN RETRATO LITERARIO» (EDHASA))
Fuente: http://www.abc.es/20101118/cultura/covercultural-201011181127.html

Las epopeyas y la literatura de nuestro mundo clásico fueron obras de auténticos maestros: hombres que poseían una «autoridad moral». No escribían para entretener a un pueblo ocioso y aburrido, sino para comunicar a sus lectores una experiencia de la vida.
Presentar un debate sobre el Escritor como Autoridad Moral sería un acontecimiento en este centenario de Tolstói, porque nadie parece saber ya lo que eso significa. Ahí estamos los escritores, orgullosos de nuestros premios o nuestras cifras de venta. ¿Qué significamos para la fe de los hombres? ¿Qué valores proponemos a la sociedad? ¿Qué somos más que vendedores de historias de papel?
El mundo occidental, falto de fe y de autoridad moral, va dejando inmensos desiertos de ideas y valores en el alma de los hombres.
La no violencia
Cuando Gandhi inició la lucha por la independencia de la India y la fundamentó en la no violencia, eligió la vía de la «autoridad moral». Y Churchill y Mountbatten –sus adversarios políticos– se dieron cuenta pronto de que estaban perdidos ante aquel profeta que vestía como un paria pero que sabía ocupar las alturas de la ciudadela… Y así ocurrió que los propios británicos fueron conquistados por la autoridad moral de Gandhi. He tenido en mis manos los libros que Gandhi enviaba a su maestro Tolstói y que se conservan en la biblioteca de Iásnaia Poliana.
Los británicos perdieron el Imperio en esa batalla intelectual porque son un pueblo que entiende –o entendió siempre– el lenguaje de la «autoridad moral». Y no habrían perdido jamás la batalla en una guerra convencional. Hitler fue ajusticiado en una guerra con Inglaterra y Estados Unidos, pero Gandhi no perdió la suya.
Gandhi fue asesinado, sin embargo, por un fanático musulmán. Y hoy reaparece ese problema que nos afecta tanto a nosotros como a los propios musulmanes liberales. Hay unos fanáticos que se disfrazan de «autoridad moral» y seducen a las masas. ¿Qué tenemos nosotros para oponerles?
El materialismo nos destruye y nos arrastra en su caída por falta de valores. Y, al otro lado, en nuestro desierto moral sin ciudadelas, el fanatismo siempre encontrará supersticiones para exaltar a terroristas y kamikazes. No nos servirán las bonitas razones del «sereno ateísmo racionalista» para luchar contra esa barbarie.
Tolstói fue ya un precursor en esta batalla, cuando se rebeló contra la frialdad racionalista y la tibieza del relativismo moderno. Tenemos que responder con nuestro corazón y nuestra fe. Este es un reto que, en estas fechas del centenario de Tolstói, se plantea claramente a los jóvenes.
No sé si un contemporáneo puede presumir de conocer mejor a un maestro por haberlo tratado personalmente. Yo tuve que conformarme con leer pacientemente obras, biografías y cartas de Tolstói, buscando a sus amigos y discípulos, recorriendo su mundo y visitando muchas veces sus casas en Rusia.
La oscuridad de los siglos
Me dolía en el alma comprobar que mis coetáneos hablaban de Tolstói como si fuese un resto arqueológico perdido en la oscuridad de los siglos. Me apenaba ver cómo inculcaban a los jóvenes una imagen lejana y empolvada del maestro, creando una falsa distancia que los expertos del oscurantismo iban ahumando intencionadamente para crear un efecto tenebroso. Me daba cuenta de que, en el escaparate del mundo materialista moderno, hay expertos en ensombrecer y ocultar, igual que hay especialistas en iluminar. Es muy fácil dirigir un foco a un escenario para dar fuerza a un figurante y, por el contrario, oscurecer a una primera figura apagándole las luces. Ni comunistas ni capitalistas, ni piadosos ni ateos amaban la figura de Tolstói, el viejo profeta ruso que, leyendo el Evangelio de San Mateo, había fundamentado una filosofía de la no violencia. Y, al final de su vida, muchos le consideraban un viejo loco, más que un maestro; sobre todo desde que –a causa de sus ideas místicas pero rebeldes– había sido excomulgado por la Iglesia rusa.
Pero, a pesar de que el burdo materialismo del siglo XX quería apartarnos del pasado espiritual de Europa y pretendía entretenernos con fuegos artificiales, algunos nos dábamos cuenta de que Tolstói no estaba tan lejos y que sus diatribas contra la caída de los valores y la falta de fe eran apasionantes. Porque la «autoridad moral» no sólo es el fundamento de la política sino también la base conmovedora de la gran Literatura.
No todo el pasado se había hundido en las tinieblas y en la lejanía, como querían hacernos creer los vendedores de «novedades». Alexandra Lvovna Tolstaia –la hija de Tolstói– vivía en Valley Cottage en 1972, cuando pude conocer a esta fiel compañera de su última y desesperada fuga. Era ya casi nonagenaria, pero aún se ocupaba de los huérfanos y de los emigrantes y, en la Tolstoy Foundation, mantenía vivos los ideales pedagógicos, humanistas y morales de su padre. Fue ella quien ayudó a Nabokov y a Rachmaninoff a huir de los bolcheviques.
Me conmovió la presencia del «pensamiento» de Tolstói in partibus infidelium, porque allí, en Estados Unidos, estaban también los más fuertes y optimistas promotores de la nueva revolución capitalista y los apóstoles del olvido de los valores del Viejo Mundo. Occidente ha producido buena parte de la propaganda materialista e inmoral que hemos consumido con avidez; sobre todo desde que los títeres del Telón de Acero dejaron de representarse cuando se les derrumbó el teatro.
Los muertos están muy vivos
Y, sin embargo, los norteamericanos no han perdido sus símbolos de identidad cultural ni sus valores. Creen en sus precursores y en sus pioneros, mantienen su fe y defienden hasta el heroísmo a un país gobernado democráticamente para que la política no corrompa los ideales de la cultura…
«Grave and hesitating, grave y titubeando –leemos en Whitman– escribo estas palabras: Los muertos están vivos. Quizá son los únicos vivos, los únicos reales, y yo el aparecido, yo el fantasma.»
¿Sentiremos esa vergüenza los europeos al conmemorar el centenario de Tolstói?
Quizá ya es tarde para Tolstói e, incluso, para Nietzsche, que sería más duro con ciertos filántropos de la política (ahora les llaman «buenistas»). Hemos perdido la idea del bien común que fue tan importante para el cristianismo y para Tolstói: «El reino de Dios está en vosotros». Pero el bien común implicaba deberes y derechos, mientras que el «buenismo filantrópico» consistió siempre en dar lo que nos pidan, sin responsabilidad ni criterio, para que nos dejen tranquilos…
No nos respetamos a nosotros mismos –diría Tolstói– y por eso no sabemos amar… Hemos creado un mundo capaz de globalizar una enorme riqueza material, pero somos incapaces de globalizar la infinita riqueza moral y espiritual que tenemos en nuestra ciencia y en nuestra cultura…
¿Esperamos acaso que la felicidad universal se parezca a la posesión espasmódica de la riqueza material?… ¿Nadie lee ya el Evangelio de San Juan?: «El conocimiento de la verdad es lo que os hará libres»… Medio mundo cree en verdades fanáticas sin libertad. Y el otro medio busca una experiencia de la libertad sin verdad.
No son los políticos los que pueden recuperar los valores de nuestra cultura, sino que se necesitan «autoridades morales»…
¿Tendremos la valentía de proclamar que nuestros muertos también están vivos?
Y esas landas áridas de desengaño y aburrimiento son claramente visibles por cualquier enemigo que tenga un mínimo de inteligencia y de fuerza. Los desiertos morales son siempre «espacios conquistables». No es extraño que los fanáticos redoblen sus golpes y sus asaltos en esos vacíos donde ven la flaqueza de su enemigo. Hace muchos años, un camellero del Sahara me enseñó que los hombres del desierto transmiten a sus hijos una sabia y prudente cautela: si el jeque no construye una ciudadela en la roca más alta, la comarca será invadida, tarde o temprano, por una tribu de bandidos.

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