lunes, 13 de diciembre de 2010

La compañera ideal - Conchita Mostazo

LA COMPAÑERA IDEAL

He mantenido tres diferentes relaciones en los últimos años. Con la primera –y a pesar de mi inexperiencia y de su ignorancia- sentí la ilusión de los inicios. ¡Podremos conseguirlo juntos! –me dije. Entonces, aunque la emoción me impidió reparar en sus carencias, yo la usé, la usé e incluso abusé hasta que ella, a su pesar, ya no pudo darme más. Reconozco que ésta –la primera- me ayudó a perder el miedo ante aquella nueva actividad que, aún siendo monótona y pesada para algunos, a mí me aportaba un indescriptible placer.

Enseguida –pues la necesidad apremiaba- la sustituí por otra, pero no sin sentir cierta nostalgia por la anterior, ya que juntos vivimos momentos de total compenetración. Pero ella (la primera) no se pudo adaptar a mi propia evolución… Así, echando de menos aquella complicidad, vino a ocupar su lugar la siguiente.
Pero, ¡cómo me costó encontrarla! Vagué por tiendas pequeñas y por grandes almacenes; subí y bajé infinitas y frías escaleras mecánicas; recorrí interminables pasillos de paredes forradas con estantes que acogían una multitud de inservibles menudencias metálicas… Hasta que, un día, se presentó ante mí: esbelta, cuerpo bien proporcionado y, sobretodo, brillante, muy brillante. Destacaba entre todas las demás. Haciendo oídos sordos a las explicaciones de la dependienta sobre las cualidades de las otras, irremediablemente, me decidí por ella. Aunque ésta –la segunda para mí- presumía de una modernidad que contrastaba con la sencillez de la primera, no necesité hacer ningún esfuerzo para acostumbrarme a su sofisticación. ¡Me gustaba! ¡Me gustaba, sí! Con porte altivo mostraba, orgullosa, todos sus aventajados componentes y accesorios, tan desconocidos para mí hasta entonces. El principio de nuestra relación no fue fácil: sentí cierto recelo al acercarme a ella, ya que ahora bien podría ser yo quien no se adaptara a la propia evolución de su género… (Yo no estaba acostumbrado a tanta autodeterminación; tanta independencia me abrumaba…) La alcé al aire y observé sus transparencias: éstas permitían comprobar si sus necesidades estaban bien cubiertas. Tomando suave, pero firmemente, su brazo con mi mano (y sin pedirle permiso), pude comprobar su peso: sería fácilmente manejable y, al girarla, los agujeritos de su base me conquistaron definitivamente. ¡Ay, los agujeritos! Redondos como formas de mujer, círculos perfectos que se mostraban como boquiabiertos, deseosos de beber el agua que, solamente yo podría ofrecerles. Un número indeterminado de ellos (no me atreví a contarlos) permitirían la salida del vapor del agua caliente al accionar el botón correspondiente y ella emitiría unos sonidos como de…de… entrega…de… placer…ante el vaivén al que yo la podía someter, siempre a mi antojo. Comprendí que, con ella, me sentiría liberado de otras ataduras: dejaría de sentirme observado al colgar la ropa, arrugada, en mis perchas y, sobretodo, el calorcito que me haría sentir sería el mejor de los alicientes en mis solitarios inviernos.
“Vas mejor planchado”. Me dijo mi madre un día que estrené camisa. (¡Ella, precisamente, que siempre ha creído que un hombre necesita de una mujer para poder ir bien vestido!) ¡Cómo me hirió este comentario! Y no solamente por mí mismo, sino por el menosprecio que, para la primera (dicen que es la que no se olvida nunca, la que te lo ha enseñado todo…) suponía. Yo hice caso omiso y seguí experimentando nuevas velocidades y cambios de ritmo con la segunda: intenté la verticalidad, pero ella prefería la presión más directa, vigorosa pero suave a la vez. Y la salida del vapor por los agujeritos emitía un sonido…como de…un suspiro…pero… ¡Qué suspiro más sensual! También probé las diferentes intensidades de temperatura para los distintos tejidos: más calor para el algodón, mínimo para el lino o la seda… ¡Ay, la seda! ¡Qué satisfacción meter su puntita entre botón y botón y que ni una arruga inoportuna interrumpiera la labor! Incluso mis corbatas, aunque se sentían algo celosas y faltas de atención, se lo acababan agradeciendo.
Pero un día me equivoqué. Sí, sí…reconozco que me equivoqué. ¡Nunca hubiera imaginado que eso pudiera pasarme a mí! Algo hice mal y ella se sintió fuertemente atraída por otros tejidos. Y éstos –los otros, los intrusos- la husmearon, la rodearon, la provocaron con el fin de atraerla y, final e irremediablemente, se adhirieron a su base (¡tan suave, limpia y brillante como yo la mantenía!) y ella dejó de serme fiel, como lo había sido hasta entonces. Intenté separarlos. ¡Imposible! Sentí como si me la robaran. También supe que, si bien la primera ¡la pobre! no pudo darme más, ésta (presumida y orgullosa desde el primer día) no quiso darme más…Y, lamentablemente, la relación llegó a su fin.
Para evitar la desolación de mi colada, una vez seca y precipitadamente doblada, y para combatir mi propia desesperación, necesitaba encontrar, rápidamente, una sustituta de las dos anteriores. Sería la tercera para mí.
“Cómprate un centro de planchado” Con esta frase volvió mi madre a inmiscuirse. (Teniendo en cuenta que ninguna de las anteriores contó con su aprobación, no comprendí cómo se atrevía a manifestar, de nuevo, su desconfianza).
Yo, sin saber muy bien a qué se refería, empecé a buscar de nuevo. Y evitando que, al vagar por centros comerciales, el miedo a la soledad se volviera a apoderar de mí, quise saber lo que era, realmente, un centro de planchado. Alguien me habló de reuniones a domicilio, donde se realizaban demostraciones sobre su funcionamiento. Decidí asistir a una de ellas –sin que mi madre se enterase, claro- siendo consciente de que sería el único espécimen de mi género. La anfitriona de la casa me recibió con una sonrisa astuta. Me encontré con miradas pícaras y admiraciones locuaces. Cuando por fin vi el CENTRO, un escalofrío me recorrió la espalda, enfriando mi sudor, del cual bebían las arrugas de mi camisa de algodón. No pude reparar en las presentaciones; ni en aquellos besos fugaces que nunca llegaban a descansar en las mejillas; ni tampoco en el vapor perfumado que, ya, invadía la estancia, porque sólo tuve ojos para ELLA, la tercera. Sobre él descansaba y se alzaba, altiva. Tampoco necesité de más explicaciones. Aunque otras manos la tocaran, la giraran, la levantaran o la enchufaran, y aunque estas manos acabaran en afiladas uñas esmaltadas, nunca, jamás, lo harían con el cuidado y cariño con el que yo estaba dispuesto a hacerlo. Ya, antes de comprarla, la hice mía. Por su sensualidad, por su elegancia, por su “saber estar” en los nuevos tiempos… Además, el centro le permitía una independencia que ninguna de las dos anteriores pudo, ni siquiera, soñar. A mí ya no me necesitaba con tanta frecuencia, pues se sentía, casi siempre, satisfecha. Yo conocía su predisposición antes, incluso, de decidirme a usarla.
La química entre los dos (entre ella y yo) llegó a su cenit cuando la conecté a la corriente eléctrica: rápidamente y con un atrevido gorgoteo, se produjo un alegre baile entre el agua (contenida en el centro) y el vapor de agua que se formaba con la subida de la temperatura. Cuando éste se evaporaba, me embriagaba el aroma que desprendía. Ella, con su silueta sencilla pero moderna a la vez, se sentía la reina de la fiesta, y yo era el único que tenía el privilegio de invitarla a bailar. Mi tabla de planchar –la misma que compartí con las otras dos, y que no tardaría en sustituir- haría las veces de pista de baile; y la ropa que, impaciente, nos esperaba en el cesto, recibiría sus caricias, sus suaves presiones, su calor –suave unas veces, intenso otras- Y yo, deseando que fuera una relación para toda la vida, me sentía el maestro de ceremonias, como si fuera… el director de la orquesta.

Borja (Pseudónimo)
Concepción Mostazo


2n Premi
6è Concurs de relats breus per a dones Joana Raspall 2010.
(Ass. de Dones casal de la Dona de Sant Feliu de Llobregat)

2 comentarios:

  1. Mi más sincera enhorabuena por este relato que me ha parecido sencillamente magnífico. Teniendo como esencia una metáfora que desprende en el texto muchísima dulzura y le aporta al lector una sensación de agradable calidez.
    Felicidades a la autora por el premio recibido.
    Sandra

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias Sandra, por tus comentarios. Es una satisfacción que los lectores disfruten con alguno de mis textos. Tengo la ilusión de seguir disfrutando yo también de la escritura. Un abrazo

    ResponderEliminar