domingo, 5 de diciembre de 2010

Textos de los premiados en el 1º premio de Cuento Dulcinea 2009

Cuelgo estos textos (un relato y una poesía) para que podáis evaluar las producciones en un concurso literario de cierta relevancia. Espero vuestros comentarios.1º premio de Cuento Dulcinea 2009
"La peluca"
Miguel Paz Cabanas
Seudónimo: Bartleby

País: España

Venir a la vida entre seis varones, nacer con el pelo del color de una calabaza madura (cuando tus hermanos lo tienen negro como el carbón) y ser una sagitario de pies a cabeza, es algo que, además de una huella imborrable, te reporta a los ojos del mundo una distinción especial.

Irene fue consciente de su singularidad desde el mismo momento en que nació y no tardó en transmitírselo al resto de la familia, empezando por nosotros, que nos turnábamos para darle el biberón, siguiendo por mi madre, harta de aquel mundo viril, y por supuesto mi padre, un inmigrante irlandés que veía en aquella criatura de pelo rojo fuego el sello mágico de sus antepasados.

Mi padre había conocido a mi madre en el pub de Compton Street, recién llegado de su granja irlandesa, más o menos en la época en que Lennon y su cuadrilla movían el flequillo y a él le deslumbró una muchacha andaluza que no sabía ni papa de inglés. «Fue como ver un encaje de Venecia en medio de una carrera de sacos –nos confesó en una cena familiar; y agregó: vuestra madre era la flor más sensual de Londres».

Mi padre medía casi seis pies y, como buen hijo de Irlanda, hacía gala de un optimismo incurable. Y aunque su vida había estado llena de privaciones (acumuladas desde su niñez, desde los tiempos en que los bebés morían de tisis en su vieja aldea de Macmerry), cuando paseaba por las calles con su hija en brazos –se le podía distinguir a dos cuadras de distancia, decía mi madre-, era sin ningún género de dudas el hombre más feliz de la tierra.

-Es clavada a mi abuela Beatriz, te lo juro –le gritó a mi madre al cumplir su primer añito, y de no ser porque la casa bullía de irlandeses ebrios y de un puñado de españoles ruidosos, es posible que hubiese echado a llorar en aquel instante.

Su amor filial, en cualquier caso, no pudo evitar que Irene creciese entre los muros de un barrio infame. Un distrito soez donde los hombres eran explotados en jornadas agotadoras y se pasaban la mitad del tiempo saliendo del pub o de la cárcel. Un lugar tomado por vándalos, cuya aspiración en la vida consistía en romper las narices de otros vándalos y en beber sin mesura galones de cerveza. No éramos nosotros los más pacíficos, ni hacíamos gala de una conducta ejemplar. De las noches salvajes regresábamos ensangrentados, pero lo cierto es que mi padre, por negligencia o resignación, nunca nos reprendía. Lo que ignoraba el pobre era que Irene venía con nosotros, aunque, milagrosamente, siempre saliese ilesa de aquellos disturbios.

Cada distrito generaba sus propias víctimas y la nuestra era un barbero de origen paquistaní, un tipo de piel cetrina llamado Shaij Abdulá. Shaij contaba sesenta años, olía a musarañas y carecía de amigos ingleses. Mi padre decía que practicaba vudú, y aunque más tarde supimos que eso era cosa de los haitianos, lo imaginábamos así, como un conspirador, clavando alfileres en muñecas que, según musitaban, rellenaba a hurtadillas con el pelo de sus clientes. A esa imagen satánica contribuía su deformidad –le faltaba un ojo; ya me dirán ustedes: un barbero tuerto-, pero también su traje de hilo, planchado e impoluto, en un confín de Inglaterra donde, empezando por nuestra casa, hasta las biblias acumulaban una película suciedad.

A diferencia de Irene, que se iba transformando en una doncella, los años no causaron mella en Shaij. El barbero envejecía con el mismo semblante, como esos pergaminos que, sepultados bajo losas conservan, contra el paso de los siglos, un status inmutable. Lo mismo ocurría con su forma de ser –agria como un limón-, que nada, ni siquiera los asaltos de mis hermanos, había conseguido socavar.

Entre tanto, Irene salió de su crisálida y se convirtió en la ninfa más preciosa de Liverpool. Era la suya una belleza inesperada, tumultuosa, como la de una Venus insolente en un jardín abandonado. El barrio entero la admiraba y mi padre, cuyo orgullo era proverbial, le consentía todos sus caprichos.

Tal vez fue eso, aquel cariño asfixiante lo que provocó, paradójicamente, su huida. Un buen día Irene se fue de casa, pero no en sentido literal, sino espiritualmente, vistiéndose de otro modo, dejándose acompañar por quien no debía, incumpliendo un código que, sin estar escrito, identificaba un rito ancestral: la testaruda ley que regía los suburbios, las iglesias y sus calles y, cómo no, los duros barrios del norte. Cuando mi padre se enteró de que su única hija salía con el primogénito del barbero Shaij, simplemente se negó a aceptarlo.

-¿Cómo es posible? –nos preguntó uno por uno, y al ver nuestros ojos incrédulos supo que la había perdido, y que con ella también se había evaporado un mundo que creía inconmovible.

Ni siquiera mamá lo convenció, ni logró persuadirle de que su locura sería pasajera. La noche en que los dos se maldijeron mutuamente, estábamos sentados en la cocina y nadie que nos hubiese visto –con los brazos pegados al cuerpo, la mirada errante y húmeda- hubiese pensado que aquella familia, antaño robusta, era un modelo de felicidad. Mi padre expulsó de casa a su única hija –o tal vez fue ella la que se marchó de un portazo- y la alianza familiar, los años de armonía, se hicieron añicos. Llovía esa noche sobre Liverpool, tanto como puede hacerlo en esa vieja ciudad, y cuando llegó la hora de acostarse, en una noche de tinieblas, no pudimos consolar a mi padre.

Los años que siguieron a su marcha, fríos y tortuosos, no merecen una reseña, pues un sábado de diciembre, poco antes de Navidad, Irene regresó. En casa ya sólo quedábamos Edgard y yo, y cuando la descubrimos en el jardín –con su maleta Gladstone llena de parches, un poco torcida, como si dentro cargase un pasado inconfesable-, no pudimos reprimir un grito de gozo, a pesar de que ya éramos muchachos talludos y de que en los ojos de nuestra hermana, que nos abrazó con una vehemencia insólita, había una avidez desoladora.

Nos pellizcó las orejas –igual que cuando niña- y, con una sonrisa deslumbrante, nos reveló la terrible verdad.

-Bueno, chicos, he venido a morir a casa.

Sí, eso fue lo que nos dijo: he venido a morir a casa. Pero antes de que nos mostrara su cráneo mondo y nos hablara de su leucemia, mucho antes de que, días después, nos contara que a su esposo, el hijo de Shaij, lo habían matado en Irak, supimos que el suyo no era un acto de contrición, ni siquiera de añoranza, sino una confrontación demorada, el pretexto que el azar le ofrecía para saldar una cuenta, como esos aviadores que, tras derribar un caza, se deslizan por el cielo para despedir a su enemigo.

Mi padre, que no había vuelto a vivir desde su partida, se derrumbó al verla entrar en casa. Reclama esa escena todo mi pudor y, aunque la conservo en la memoria, no la evocaré para cicatrizar heridas. Creo que lo que más lastimó a aquel hombre, al irlandés seductor y nostálgico, fue saber que nunca (como le recordaban las fotos que, durante años, había espiado a hurtadillas) volvería a ver el cabello de Irene, los anillos de fuego enroscados sobre su frente dulce y clara.

Irene se consumió como una brasa y la familia fue testigo doliente de su extraña serenidad. Hablaba poco, de modo sutil, pero sostenía sus horas con orgullo, como un árbol que, después de un duro invierno, soportase sobre sus ramas el peso de la nieve. Fue a mí a quien le rogó lo impensable, algo que percibí como un delirio y que ni siquiera años después, en el aniversario de su muerte, me atreví a revelar.

-Quiero que le des una carta al señor Shaij –me dijo aquella noche, y también supe, como tiempo antes mi padre, que no aceptaría mis excusas.

Sí, el viejo Shaij aún vivía, y conservaba su ojo desafiante, un Polifemo musulmán de aire sombrío, que seguía sin tener, a pesar del tiempo, ni un amigo en el barrio. No me costó localizarle y cuando le dí la carta –que leyó delante de mí, lo que me incomodó notablemente-, noté que le brillaba su ojo y que también lo cruzaba, de modo imperceptible, una especie de sombra. No me dejó entrar en su barbería –con aquel rótulo blanquirrojo, que giraba como un caramelo de colores- y tras doblar la carta meticulosamente, me ofreció su respuesta.

-Ven pasado mañana –susurró, y me dio la espalda sin siquiera despedirse.

Creo que mi padre siempre intuyó de dónde había salido la peluca, a pesar de que nunca, ni siquiera en los momentos difíciles, lo dejó vislumbrar. Las últimas semanas antes de fallecer, cuando dejó la clínica, Irene cubrió con ella su cabeza y durante ese tiempo, nimbada de una rara luz, recuperó parte de su esplendor, la belleza obstinada y cautivadora de su adolescencia pelirroja.

En cuanto a Shaij, el barbero circunspecto, nunca lo volví a ver. El mundo estaba cambiando y ahora eran los hijos del éxodo los que se sacrificaban por la madre patria. Una vez me pareció divisarlo en el cementerio, una silueta borrosa, despojado de su antigua y desafiante majestad. No atravesé el camposanto por temor a reconocerle, o que él me reconociese a mí y, tras girar sobre mis pies, empujé la verja de hierro.

Ha transcurrido mucho tiempo y cuando regreso al barrio –más limpio y apacible, tal vez más tedioso- ya no siento el júbilo que invadía aquellos días. Ya no está Irene, ni el viejo Shaij, ni siquiera los vándalos que dominaban sus calles. Pero lo que me sigo preguntando (en medio de la oscuridad, mientras escucho la voz de John Lennon y me digo a mí mismo que a veces la solidaridad salta como una chispa entre las almas más extrañas), es de dónde sacó el pelo rojo aquel paquistaní, cuánto tiempo le llevó trenzarlo, cuántas horas obtener la peluca que, primorosamente envuelta, me entrego sin decir palabra en una caperuza de papel.

1º premio de Poesía Dulcinea 2009
"Quijote XXI"
Enrique Barrero Rodríguez
Seudónimo: Harlem

País: España
Extraviado entre rostros, desprovisto

de prisas y certezas,

cabalgo taciturno –lanza en ristre-

por la Quinta Avenida.

La lluvia va anegando

de charcos las aceras, y un reflejo

me devuelve la imagen de mí mismo

Aupado sobre el ágil Rocinante.

Como una brizna atónita de hierba

en mitad de la selva del desgarro

siento que el corazón

a solas se estremece

latiendo por la ausente Dulcinea.

Voy desde Greenwich

con mi equipaje a cuestas

de fría

soledad abatida y desamparo

y en los grandes e inmensos rascacielo

percibo la opresiva presencia del vacío,

la sed de la rutina intrascendente

y el maligno conjuro

de algún encantador que mal me quiere.

Diminuto y perdido, trivial y agonizante

como una criatura de otro siglo

recorro las arterias del glamour y del lujo.

Me detengo en Cartier, y sé que el tiempo

afila su puñal en las muñecas

Y en Tifanny comprendo que no hay joya

Igual que el rostro aquel que en el Toboso

robó mi corazón eternamente.

Voy soñando que el Harlem, cenagoso y oscuro,

diluye entre sus aguas poderosas

mi tristeza de amor.

Ajenos a mis sueños, parpadean

hostiles los semáforos

y sigo caminando, Quinta Avenida arriba,

a todo indiferente, desnudo de mí mismo,

sorteando las prisas que me impiden el paso,

el infinito enjambre de los cuerpos

que inquietos se guarecen

de la embestida oblicua y persistente

de la llovizna

en tanto el triste Sancho sin paraguas

implora una rodajas de chorizo

en lugar de una clónica Cheeseburger.

Busco a aquella a quien amo sin remedio.

Pero sé que es inútil tanta búsqueda,

que ese extraño camino

no lleva en su vereda a parte alguna

ni ha de entreabrir la losa de su ausencia.

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