La escalera estaba puesta del revés y en vez de subir, bajé. El piso superior parecía cada vez más lejano. Involuntariamente, descendía. Bajaba y bajaba mientras mi mirada subía en un despropósito sin límites.
Pensando en un posible final, toqué fondo.
Me había levantado temprano con la intención de ir al piso de mi tío, vacío desde el día en que, sin avisar, decidió morir. Tras su traspaso, la familia se había abalanzado sobre la vivienda como Atila, arrasando con todo y dejando, en un descuido provocado por su incultura, 3 volúmenes de historia de una edición muy antigua, de incalculable valor, reposando al lado de miles de novelas de escritores hispanos y varias enciclopedias trasnochadas. Yo, con total discreción, no mencioné su existencia a la parentela. Me limité a recoger algunos cuadros pintados por mis familiares, un reloj de pared y algo de cristalería. Después de esta visita tan solo quedaron en pié los dos muebles-librería, repletos de todo lo que ya os he dicho.
Salí a la calle bien desayunado y con las llaves en un amplio maletín donde esconder, de miradas curiosas, los tres valiosos ejemplares.
Llegué al portal. La copia de la llave de la puerta del edificio no encajaba en su cerradura. Me costó hacerla entrar. Por fin lo conseguí, pero no giraba, ni a derecha ni a izquierda. Acabé llamando a un vecino.
Después de esperar diez largos minutos bajó el presidente de la comunidad. A pesar de conocerme desde hacia años, pues a menudo visitaba a mi tío y me lo había encontrado en la escalera en más de una ocasión, me dijo que habían cambiado la cerradura y que no pensaban dar una copia a nadie de nuestra familia sino demostrábamos que éramos los legítimos herederos. Le contesté, con toda la antipatía de la que podía hacer alarde, que a él no teníamos que demostrarle nada.
Me entraron sudores fríos. El ridículo argumento me enervó de tal manera que tuve que dejarlo con la palabra en la boca para no hacer o decir algo de lo que podría arrepentirme.
En vez de subir en el ascensor, me dirigí hacia las escaleras. En el vestíbulo del edificio se quedó, perplejo, el señor presidente. Llegué al tercer piso, abrí la puerta y el olor a vacío me produjo nauseas y un ligero tembleque en las piernas. Me costaba entrar en las habitaciones ausentes de todo, la cocina sin vida, los baños con óxido en las bañeras. Intenté sobreponerme y me dirigí al estudio. Los 3 libros ya no estaban en el primer estante. En su lugar, encontré una nota que decía: “He trasladado 3 volúmenes antiguos que parecían muy valiosos al cuarto trastero. Joaquín”. ¡Mi primo, tan legal como siempre!.
Empecé a buscar la llave para ir a buscarlos. ¡Serian míos, míos o de nadie! no en vano había dedicado tantas horas al cuidado de mi tío. La encontré en el cajón del mueble del recibidor. Cogí la escalera de mano, camuflada detrás de la puerta de la galería de la cocina y la perpetré justo debajo de la entrada del trastero. Este cuartucho, ocupaba un piso por encima del habitable, era pequeño y de techo bajo.
Pero por un incomprensible motivo, puse la escalera del revés, y en vez de subir, como ya os he dicho al principio, bajé y bajé, atravesé el suelo de la vivienda y seguí bajando, deslizándome viscosamente por un agujero oscuro, interminable.
Y toqué fondo. Peor aún, hundí mis pies en un lodo espeso y oscuro. A mi alrededor no había nada. Ni luz, ni oscuridad, sólo una neblina, entre blanca y gris, que me impedía ver lo que me rodeaba. Tras los primeros minutos de desconcierto total, mis ojos se acostumbraron a la falta de claridad. Vi un corredor muy largo, estrecho. A los lados, mientras avanzaba, siluetas de personas, difíciles de reconocer, me iban saludando. Algunas voces me resultaron familiares, pero yo seguí avanzando a pesar de la pesadez de mis pies, a los que les costaba desengancharse del barro acumulado en el extraño pasillo.
Un aullido me hizo detener. Lo reconocí. Era la voz de mi hermana pequeña, el sonido de su grito cuando cayó por el acantilado de la casa que mis abuelos tenían para veranear. Miré hacia el lado izquierdo. La silueta de una niña de 8 años se dibujaba en la pared, su brazo resaltaba en escorzo, me tendía la mano. Le alargué la mía. Su cuerpecito se despegó del muro y acomodándose a mi lado, empezó a guiarme. Yo me resistía pero una fuerza, inusual en un cuerpo tan pequeño, me obligaba a seguir. A pequeños pasos avancé por el corredor. Reconocí algunas de las siluetas: mis abuelos, mi madre, mi tío. Me sonreían y yo les contestaba con otra sonrisa, sonrisa que me brotaba espontáneamente al recordar la de veces que había oído o leído sobre las “experiencias cercanas a la muerte” en las cuales, evidentemente, no creía.
¡Esta pesadilla tenia que acabar de una vez!. Solté la mano del “espíritu” de mi hermana. ¡Que absurdo! –pensé-, una mano incorpórea aferrada a la mía. Pero yo la sentía tan real... Cerré los ojos, con toda la intensidad que me permitían mis párpados. Respiré hondo, agradeciendo el privilegio de respirar, di media vuelta e intente dar marcha atrás, adivinando el recorrido de regreso, a través de la neblina.
Abrí los ojos. Tenia el pelo mojado. Al tocarlo, la mano se tiñó de rojo. Estaba en el suelo. Intenté incorporarme. Las paredes se movían a mi alrededor. Respiré hondo, flexioné las piernas, me puse de lado y paseé la mirada por la estancia. Estaba en el vestíbulo del piso de mi tío. Una escalera estaba apoyada en la pared para poder subir al trastero. Tenia una herida en la cabeza: una de dos, o me había caído de la escalera o me habían golpeado. Recordaba con vaguedad un pasillo, unas voces... Me incorporé con sumo cuidado.
La escalera estaba bien puesta, la parte más ancha, abajo y la más estrecha, en la parte superior. No era así como yo la recordaba. Ascendí despacio, con miedo. Abrí la puerta del trastero. Entré. Le di al interruptor de la luz y está me ofreció una visión bastante decrépita del cuartucho. Mucho polvo, algunos baúles repletos de ropa y otros enseres, maletas viejas con fotos antiguas y unos estantes repletos de libros.
Dediqué el día entero a rastrear cada uno de los baúles, las maletas y los estantes. Se me pasó la hora de la comida y a pesar de tener la boca seca, el cuerpo no me pedía ningún líquido. La herida de mi cabeza ya se había secado y apenas me dolía. Eran las 6 de la tarde y no había encontrado ni rastro de los dichosos libros. De repente, la trampilla de acceso a la escalera se cerró con un golpe seco.
–Podré abrirla desde dentro- pensé. Pero no, después de intentarlo con todas mis fuerzas y con el ingenio que, según decían, me caracterizaba, no conseguí nada. Agotado, me senté en el suelo. Oí como caía la escalera con la que había subido, así como unos pasos acelerados que se dirigían a la puerta de entrada. Ésta se cerró con un fuerte portazo. Estaba totalmente solo, solo e incomunicado. Derrotado, recorrí con la mirada lo que podría llegar a ser mi propio mausoleo.
No sé cuanto tiempo ha pasado desde entonces hasta el punto en que me encuentro ahora. Mi hermana ha vuelto a coger mi mano y juntos seguimos caminando por el estrecho corredor. Al fondo, una intensa luz me atrae irremediablemente.
¿Puede una escalera estar puesta al revés y en vez de subir, hacernos bajar? El sentido de la realidad es siempre una cuestión de situación, es decir, del lugar desde dónde uno lo contempla, y no siempre contemplamos el mundo de la misma manera. Este cuento de María Ángeles entremezcla, como ya lo hemos podido comprobar en otras ocasiones, lo real y la otra parte, que no lo es tanto, pero que se inmiscuya en ella, que la desborda… Me recuerda a un amigo mío que solía decir que la realidad le desbordaba, como una bañera tapada y con el grifo abierto, el agua sube, sube y invade cada rincón. Aparecen sombras, figuras extrañas,quizá recuerdos y nuestra perplejidad aumenta con esta multitud. La escritura tiene mucha semblanza con este estrecho pasillo al final del cual, muy de vez en cuando, se distingue un poco de luz.
ResponderEliminar