Por Andrés Merino
La presencia en Madrid de casi sesenta piezas del Románico, procedentes del MNAC y expuestas en las salas de la Fundación MAPFRE, es una ocasión inmejorable para conocer las claves del arte religioso de los siglos XII y XIII en nuestro país. Entre las que más destacan por la relevancia de los datos que aportan sobre las técnicas y materiales con los que fueron elaboradas, así como el uso que recibieron en el marco de la liturgia de la época, figuran las piezas de mobiliario de altar. Especialmente los frontales, que necesariamente atraían la visión de los fieles y que desplegaban todo un programa iconográfico y pedagógico para aquella inmensa mayoría de los asistentes a los cultos. En plena Alta Edad media, la fe podía llegar en mensajes visuales o verbales, pero no escritos. Si en la arquitectura de los templos descansaba una espiritualidad que se enriquecía en la liturgia del gregoriano, en las mesas consagradas de los altares, la pintura al temple de sus frontales y laterales lograba una enseñanza, una pedagogía con la imagen. Casi un milenio después, los pigmentos inorgánicos utilizados nos permiten comprobar que los maestros aprovecharon al máximo esa oportunidad en un excepcional ejemplo. Nos referimos el frontal llamado de Esquius, de la iglesia de Santa María del castillo de Besora, en la comarca de Osona (Barcelona). De autoría desconocida, pero fechado en el segundo cuarto del siglo XII, la pieza llegó al museo, procedente del legado Espona, en 1958.
Contemplamos un aparentemente sencillo espacio de narración. Arte austero, pero también autosuficiente en su poder de transmisión de mensajes. Como en todos los demás frontales de la época, la figura más importante de la composición aparece, destacada, en su centro, en el interior de una almendra. En la representación del Salvador, como Supremo Juez, se ha querido subrayar su doble naturaleza divina y humana mediante la inscripción latina que recorre la mandorla negra que lo rodea: “Este es Dios Alfa y O(mega). Ven clemente y misericordioso con tu piedad y afloja las cadenas de los miserables. Amén”. Es llamativo que esa mandorla que contiene la leyenda se prolongue en la parte superior e inferior para equilibrar estéticamente la separación de los cuatro grupos de tres apóstoles que completa el resto de la composición, dejando los correspondientes espacios para las representaciones simbólicas de los cuatro evangelistas. El ángel de San Mateo, el león de San Marcos, el toro de San Lucas y el águila de San Juan, sujetan pergaminos como claros atributos de la Palabra revelada. Y en significativo detalle visual, a los dos inferiores, toro y león, se les ha dotado de alas, pero los cuatro giran su mirada a Jesucristo, a diferencia de los apóstoles que, representados aún en vida, miran frente a frente a quien contempla la escena.
Aunque sus figuras sean planas, de enorme parecido, apenas pueden distinguirse en un primer acercamiento por el uso del color, poco variado, separado por líneas gruesas de color negro. El color. Pero precisamente una reflexión detenida sobre la riqueza en el empleo de los básicos recursos cromáticos de la pieza permiten calificarla como sublime. El amarillo-dorado del fondo de la almendra central no puede corresponder sino al Redentor. Pero la decisión de no alternar en los cuatro grupos de apóstoles las bandas del fondo, verde, amarilla y roja, nos obligan a pensar que debemos concentrar nuestra mirada en la selección de colores escogida para una suerte de ensayo de identificación de los discípulos de Cristo. El problema es que más allá de las llaves de San Pedro que se asocian al primado, junto al Mesías en su parte superior izquierda, resulta aventurado encontrar, por ejemplo, a un joven San Juan. Una observación detenida permite comprobar que en cada uno de los grupos uno de los seguidores del Maestro ha sido retratado sin barba, acrecentando las posibilidades de pasar a ser el discípulo amado. Los contrastes de color no hacen sino acrecentar el misterio. Verde, azul, amarillo, rojo… Nos hallamos sin duda ante un auténtico código visual, un misterio sin resolver que en pleno siglo XII un pintor propuso a los fieles. De todos ellos, finalizaremos con uno de especial interés. Sólo uno de los apóstoles no sostiene la Palabra entre sus manos. ¿Cuál es el motivo? Digno comienzo para un buen relato. Pero de nivel, no otro de esos comerciales best-sellers sin fundamento que inundan periódicamente anaqueles de centros comerciales. ¿Lo han encontrado ya? Feliz rato de reflexión.
Andrés Merino Thomas
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