¡Cumpleaños feliz! cantan los especialistas en desafinación. ¿Estamos tan seguros del sentido del término “felicidad” que podemos desearla a los demás? ¿Cumplir años da la felicidad?, ¿participa en ella?, ¿se supedita a ella? Además, ¿qué señala este día que llamamos “cumpleaños”? ¿Acaso hemos hecho algo para nacer? Quizá lo que invocamos cuando levantamos una copa burbujeante sea la pérfida caída en el tiempo que, por cobardía o miedo a lo desconocido, nos hace durar y apilar, año tras año, los elementos de una secuencia matemática irreductible. Más que la valentía, puede que celebremos la indolencia y la vertiginosa incapacidad de hacer otra cosa que apostar por el paso del tiempo.
Dejaré de lado la opinión de los que invocan un plan divino, el de una potencia superior y cuya voluntad no se cuestiona; también dejaré apartada la idea de reencarnación o de vidas pasadas, porque si no acudimos a esas parafernalias del más allá, a esas consoladoras promesas, nos encontramos metidos en un aquí y en un ahora que tiene escapatorias por lo menos escasas. Entonces, si Dios ha muerto (¡snif!) y Nietzsche lo ha matado (¡Será malo el Friedrich ese!), pues, ¿qué es lo que nos queda? ¿Buscar la felicidad?
Cioran escribía: “El fracaso, incluso reiterado, parece siempre nuevo; mientras que el éxito, al multiplicarse, pierde todo interés, todo atractivo. No es la desgracia, sino la felicidad insolente, la que conduce al tono agrio y al sarcasmo”. ¡Así que la multiplicación del fracaso, según el autor de El Inconveniente de haber nacido, como panecillos milagrosos, alimentaría más que la áspera felicidad! ¿Alguien tiene hambre?
En mi tumultuosa y aventurera juventud, me crucé un día (no este, sino aquel) con un tipo que aseguraba ser la reencarnación de José, él de la sagrada familia, y con una mano en la frente añadía que tenía una misión en la tierra: reunir a las reencarnaciones de los doce apóstoles para reencaminar el rumbo de la humanidad. El resfriado que llevaba encima me impidió otra reacción que estornudar. “¡Jesús!”, dijo. Le miré con gran perplejidad. ¡Pobre José! Ahora me pregunto cómo se sentiría su recompuesto y post-modernizado avatar al pensar en su mujer, María, y en este bribón de Gabriel cuyas alas no sé si eran una suerte de seguro angelístico o señalaban la capacidad performativa de su discurso que María le serviría a su marido en forma de píldora de compleja absorción. Si todos somos hijos de Dios (digamos que no ha muerto, todavía, y que Nietzsche puede ir a freír lo que le plazca en el más allá de los cocineros), tendríamos que admitir que el hombre ayuda un poco en el proceso fertilizador, y en este escaso margen puede que algo de felicidad rezume. Pero el caso de José es bien peculiar, y el ratito de felicidad que le denegaron se convirtió en toda una aventura hacia Egipto y otros parajes donde su fe en los cuentos de su dulcinea desembocaron en la sucesión de los fracasos de su hijo adoptivo: ¡Jesús!, ¡Gracias! ¿Y qué fracasos? He aquí unos ejemplos: fracaso escolar (que se sepa Jesús no escribió ni una línea, tampoco sabía leer otra cosa que los signos celestiales); fracaso retórico delante del Sanedrín (que conduciría a su condena); y al fin y al cabo, fracaso ante la muerte que ni llegó a realizar dado que resucitó. Digamos que Jesús fue bastante más exitoso como oftalmólogo, el día que, mediante barro y saliva, curó la ceguera de Bartimeo, o como mago cuando, en Caná, cambió el agua en vino y permitió a unos sinvergüenzas emborracharse a más no poder, para la alegría de todos los niños presentes que convirtieron una boda en gigantesca fiesta de cumpleaños, cosa que nos reconduce a las preguntas iniciales de esta crónica.
Hace poco, estuve invitado al cumpleaños de una amiga (dicho de paso, una de sus hijas se llama María: ¿estará esperando a su Gabriel o a su José?), y mientras saboreábamos un excelente vino blanco del Priorato (¿tendrá algo que ver con el de Sión y la cuestión de la descendencia de Jesucristo?), recordé otra frase –que en realidad son dos-, de Cioran: “No haber nacido, de solo pensarlo, ¡qué felicidad, qué libertad, qué espacio!”; “¿Qué pecado has cometido para nacer, qué crimen para existir? Tu dolor, como tu destino, carece de motivo. Sufrir verdaderamente es aceptar la invasión de los males sin la excusa de la causalidad, como un favor de la naturaleza demente, como un milagro negativo... En la frase del Tiempo, los hombres se insertan a modo de comas, mientras que, para detenerla, tú te has inmovilizado como un punto”. Entonces empecé a preguntarme cuántas comas y puntos, alrededor de la mesa, entonaban con una estudiada desafinación el ¡Cumpleaños feliz!, o si no estábamos siempre tambaleándonos entre dos signos de puntuación con, de vez en cuando, un poco de tranquilidad al coincidir con el punto y coma. ¿Será el punto y coma la antesala de la felicidad, el primer sorbo en el camino de la sabiduría?
Al día siguiente, luchando con una tremenda resaca (creo que durante la comida hasta el agua se había convertido en vino) poco sabio me encontraba. Algunas citas incompletas del mismo Cioran se entrechocaban dentro de mi dolorido cráneo. Pasé varias horas antes de hallarlas completas. Una dice: “Nadie puede escapar de la condena a la felicidad o a la desdicha, ni escapar de la sentencia nativa del tribunal funambulesco cuya decisión se extiende entre el espermatozoide y la tumba” (Breviario de la podredumbre); la otra: “He intentado establecerme en alguna gracia; he querido liquidar las interrogaciones y desaparecer en una luz ignorante, en cualquier luz desdeñosa del intelecto. Pero, ¿cómo alcanzar el suspiro de felicidad superior a los problemas, cuando ninguna «belleza» te ilumina, y Dios y los Ángeles son ciegos?” (Breviario de la podredumbre). Ante la tremenda mención del “tribunal funambulesco” y la ceguera de las criaturas metafísicas de referencia (mucho más peligrosa que la muerte anunciada por el amigo Friedrich, porque un Dios muerto, muerto está, en cambio si es ciego, te puede dar con su bastón en cualquier momento y dejarte más frito que unos espárragos celestiales, y si hablamos de ángeles, sus alas pueden anunciar cualquier mensaje de buena esperanza, te llames José o no, y dejarte como un idiota para toda la eternidad), pues, frente a esto, no veo muy bien a qué partida de escondite juega la felicidad. Quizá la respuesta más adecuada sea callar, desentonar al unísono un festivo ¡Cumpleaños feliz! , quedarnos sentados en nuestro punto y menear nuestra coma, dado que “Si dejamos a los demás ser como son, nos lo agradecerán, mientras que si deseamos a toda costa su felicidad, se vengarán” (Desgarradura), y personalmente, no estoy para tantos trotes.
Así que alcemos nuestras copas e invoquemos a nuestro daemon que, como lo creían los griegos, es un espíritu protector presente el día de nuestro nacimiento y supuestamente nos cuida a lo largo de nuestra vida. En fin, como lo dice mi compadre Nene: “Siempre nos quedarán Tom Wolfe y Abū l-Walīd Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd”.
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