Ahora yo no haré más que escuchar,
A fin de insertar en mi canto aquello que escuche, para
permitirles a los puros su contribución.
Escucho el cantar sonoro de los pájaros, el murmullo del
trigal creciendo, el parloteo de las llamas, el crepitar
de las astillas en la fogata donde preparo mis alimentos;
Escucho ese son que tanto amo, el sonido de la voz humana;
Escucho todos los sones que juntos corren, combinados,
confundidos, fundidos, persiguiéndose;
Walt Whitman, Hojas de hierba (1855)
Después me olvidaré de ellos:
del cantar, del murmullo, del parloteo,
del crepitar, de las voces y de los sones.
Lo haré cuando ya no me digan nada
o cuando, más que melodía, sean ruidos
los que me confundan.
Entonces, no escucharé el deshojar de la margarita:
“me quiere”, “no me quiere”,
“me quiere”, “no me quiere”,
e ignoraré el último pétalo.
Tampoco oiré las sirenas ni los silbatos:
punzantes como una aguja, hirientes
como el miedo que provocan.
Ni escucharé, jamás, de un solo hombre
su voz, autoritaria,
aunque ésta sea atendida por muchos otros:
mudos, sordos, uniformados, obedientes.
Mas siempre conservaré
el crujir de las hojas en otoño
bajo mis pequeñas botas de agua;
y el quejido de las cadenas
del columpio
oxidadas, tensas, agitadas, olvidadas.
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