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Las obras de Mark Rothko, enigmáticas, hipnotizadoras y seductoras, plasman su ideal de que la pintura debe ser “la expresión simple de una idea compleja”; esa es, justamente, la clave de la oscuridad que envuelve tanto a su obra como a su vida.
Mark Rothkovich nació en Dinsk, Rusia, en 1903, pero con tan sólo diez años emigró junto con su familia a Estados Unidos. En 1923, tras abandonar sus estudios en Yale, se instala en Nueva York donde estudiaría durante un breve período en la Art Students League junto con Max Weber, quien le introdujo en el cubismo y le dio a conocer el trabajo de Paul Cézanne.
Rothko llegaría a convertirse en uno de los grandes pioneros del arte de la posguerra y, concretamente, en una de las figuras más destacadas del expresionismo abstracto americano, junto con Barnett Newman y Jakson Pollock. Sus creaciones constituyen sentimientos emotivos plasmados a través del óleo. No se trata de un juego de espacios coloreados al estilo de Klein, pues para este el problema fundamental era fijar el valor potencial y expresivo de los colores y así crear una especie de “escenografía del vacío”; ahí no estaba Rothko.
Mark Rothko procedía de Rusia, ¿no es posible que esa idea de enfrentamiento total con la naturaleza de las llanuras y enormes estepas esten representadas en sus grandes lienzos? ¿No evocan, acaso, sus pinturas esos inconmensurables espacios abiertos, desolados? ¿O la carencia figurativa estará de algún modo ligada a la ausencia icónica de la tradición judía?
A pesar de la progresiva sencillez que desarrolla a lo largo de su producción pictórica, la idea de lo sublime rodea toda la obra de este turbio artista. Lo sublime es un concepto fundamental para la filosofía racionalista y uno de los puntos clave del romanticismo; quizá en las obras de Rothko pueda vislumbrarse la impronta decimonónica. Y aun más: existe un halo de trascendencia o de religiosidad abrumadora cuando nos detenemos a observar los campos de color de sus lienzos, asociable directamente a lo eterno, infinito. Sin embargo, su refinado estilo en la pureza del color y las formas no enlaza con el zen. No es tan místico; aunque parte de la crítica le ha situado en esa vía. La manera en que utiliza el color favorece la potencialidad intrínseca del pigmento; apenas deja ver la urdimbre del lienzo: constituye la vibración de lo meramente pictórico.
Toda su obra va recolectando tristeza través de los lienzos. Sus últimas obras, llenas de grises y negros, muestran el estado anímico del artista en esta época, que acabará suicidándose en 1970, fecha en la que también muere Newman. La habitación-taller de Rothko estaba llena de botellas de whisky antes de morir; quizá esto haya precipitado su final. Nunca lo sabremos. Nuestra única certeza consiste en que esa habitación estaba llena de susurros y pensamientos que ahora nos llegan en forma de color y con una cierta brisa que recuerda las grandes estepas. La habitación de Rothko también es la nuestra, esa desde donde atisbamos al horizonte.
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