viernes, 11 de marzo de 2011

Cartas de Claude Monet

Claude Monet: taxidermista del instante


Monet se pasó sesenta años tratando de atrapar el momento y hacerlo perdurar para siempre en un lienzo. Lo más extraordinario de todo es que lo consiguió. “Los años de Giverny. Correspondencia” (Turner) es una excelente selección de sus cartas que nos acerca a su lucha contra las inclemencias meteorológicas que no le dejaban pintar y contra los sinsabores económicos de la vida del artista; también, su obsesión por detener la luz y parar el tiempo.

Texto: Antonio G. Iturbe

Frente al inevitable cepillado y perfilado de los hechos de los libros de memorias o las biografías que reconstruyen los acontecimientos décadas o siglos después de sucedidos, los libros de cartas tienen algo del mismo espíritu que tan afanosamente aplicó Monet a su pintura: captan el instante.

El trazo rápido de las cartas, la escritura en caliente, la despreocupación por la posteridad las convierten en textos impresionistas que nos acercan al personaje con la fuerza de lo espontáneo.
Lo más cercano a unas memorias de Claude Monet son unas pocas cuartillas dictadas a regañadientes a Thiébault-Sisson y publicadas en 1900 en Le Temps, que este libro también incorpora. Pero ninguna aproximación a su vida puede superar la lectura de la selección de cartas de sus últimos cuarenta años de vida recopiladas en este volumen. A eso ayuda de manera decisiva la excelente edición realizada por Paloma Alarcó, conservadora del Museo Thyssen y experta en Monet. Las anotaciones son las justas y las explicaciones, escuetas pero muy clarificadoras, además de ofrecer una excelente introducción y quién es quién final que resulta muy útil.
Impresiones de cocción lenta
El padre de Monet dejó París y se instaló en Le Havre. Allí, magnetizado por los acantilados de la Normandía, creció el pequeño Claude, un muchacho solitario que prefería vivir de puertas hacia fuera. Cuenta que la escuela siempre le pareció una prisión: “nunca conseguí quedarme en ella, ni siquiera cuatro horas al día, cuando me tentaba el sol, el mar estaba hermoso y era tan agradable correr por los acantilados al aire libre o chapotear en el agua”. Fue allí donde empezó a tratar de atrapar la escurridiza vivacidad de la naturaleza entre los bastidores de un cuadro.
En 1872, Monet pintó un cuadro de un amanecer sobre el río Sena y lo tituló: Impresión: sol naciente. Los agudos críticos de la época sentenciaron que aquello no iba a ninguna parte y empezaron a llamar impresionistas en tono de chanza a Monet y a otros pobres pintores sin futuro ninguno como Renoir, Manet, Pizarro o Degas. Esta recopilación nos ofrece el privilegio de mirar por encima del hombro de Monet y acompañarlo a lo largo de más de cuarenta años en el transcurso de su vida.
Al principio del libro, en una carta al marchante Durand-Ruel del 3 de julio de 1883, le cuenta que “trabajo, pero no como quisiera, y eso me pone siempre de mal humor conmigo mismo”. Tiene 43 años y está recién llegado a Giverny, un semirretiro a 75 kilómetros de París donde ha levantado un jardín de muy variadas especies que cuida con mimo y esfuerzo, pintando todas las horas que el cuerpo le aguanta y la climatología le permite. En la parte final del libro, en una carta al periodista y escritor A.G. Geffroy, escribe: “Naturalmente, continúo trabajando mucho, lo que no quiere decir que esté satisfecho. ¡No, en absoluto! Y creo que moriré sin haber podido conseguir hacer algo a mi gusto”. 35 años después, un Monet octogenario sigue pintando incansablemente en Giverny, nunca satisfecho pero nunca cansado de mirar los quiebros de la luz sobre las plantas acuáticas, el estallido de color de las flores o el misterio de los brillos, eso que a él le gustaba llamar “los efectos”. Monet dice justamente en esta carta: “Persigo lo imposible”.
La realidad reflectante
Aunque los críticos de la época deploraban su estilo confuso y poco realista -posteriormente se le reivindica como el padre de la abstracción-, probablemente Monet haya sido uno de los grandes pintores realistas de la historia justamente porque la realidad no es esa imagen nítida, hipertrofiada e impecable de los pintores del realismo tradicional. El presente, que es la única realidad posible, siempre se nos está escapando, siempre está en fuga. Por eso, Monet logra, o al menos lo intenta, algo muy singular: captar la vibración del momento. Los cuadros de Monet tienen esa ensaladilla de reflejos y de contornos que se mueven porque la realidad vibra, siempre a punto de mutar y de cambiar hacia un matiz de luz diferente. Cien años después, la ciencia le está dando la razón: la teoría de cuerdas en la que están avanzando los físicos de vanguardia no dice otra cosa que eso: las partículas subatómicas no ocupan un solo lugar en el espacio, están en un movimiento de vibración que las hace ocupar distintos espacios en el mismo instante de una manera que rompe todos nuestros esquemas racionalistas, no se parecen a un pedazo de materia sólida sino a la vibración de una cuerda.
Este libro demuestra que ese estilo aparentemente intuitivo del maestro del impresionismo no era fruto de un arrebato genial, sino de un trabajo muy minucioso, lento, acumulativo. Cuenta cómo necesita estar meses en una localidad para entender la manera en que se refleja la luz sobre un determinado paisaje y necesita volver un día tras otro durante semanas y tirar muchas telas hasta conseguir convertir en pintura esos efectos que él percibe. De ahí su preocupación por la variabilidad meteorológica que altera la luz y hace que los cuadros queden inacabados hasta poder volver al año siguiente al mismo lugar en las mismas fechas para conseguir encontrar la misma luz exacta. Pero también hallamos en las cartas al Monet enamorado de su segunda esposa, Alice Hoschedé. Su devoción hacia Alice, quizá sumada a la tendencia a los celos de ella, hace que, cuando Monet realiza salidas para pintar que se alargan durante varios meses en distintos lugares de Francia a los que va en busca de paisajes para pintar del natural, le escriba a diario. Esta continuidad en las cartas nos permite seguir algunas de las etapas de su vida de manera seriada, como un relato en el que explica la gente a la que ve, los amigos que lo visitan, sus problemas con los cambios de tiempo tan molestos para su trabajo y sus sensaciones, que a menudo son tan variables como el tiempo atmosférico, y lo vemos pasar de la euforia por los buenos resultados de trabajo de un día productivo a la desesperación y el desánimo hacia todo lo que hace en un día lluvioso que le impide trabajar.
La lectura nos permite ver que los grandes genios de la pintura se mueven en torno a dos grandes preocupaciones metafísicas. Una, conseguir plasmar técnicamente lo que su sensibilidad quiere expresar. La otra, una vez conseguido, vender los cuadros. La primera carta de esta selección es bien sintomática.
“A P. Durand-Ruel.
Giverny, 1 de mayo de 1883
Estimado Señor Durand-Ruel,
Acabo de enterarme de la terrible noticia de la muerte de nuestro pobre Manet. Su hermano cuenta conmigo para llevar uno de los cordones. Necesito estar en París mañana por la tarde y encargarme un traje de luto. Si mi carta no se cruza con una de las suyas con el dinero, cuento incondicionalmente con su amabilidad para que me envíe pronto a Giverny un giro postal que pueda cobrar en Vernon. Confío en usted. Suyo afectísimo, Claude Monet”.
A lo largo de las décadas, la dependencia de Monet de los giros de la familia Durand-Ruel va a ser una constante, prácticamente hasta el final de sus días. La diferencia está en que en 1883 los cuadros que manda a su marchante oscilan alrededor de los quinientos francos. Al final de su vida, sus cuadros tienen una cotización de 25.000 francos. Pero el tira y afloja con la familia de marchantes va a ser la norma: Monet nunca olvidará que Pierre Durand-Ruel fue el primero en apostar por él y otros compañeros como Renoir y sacarlos de la miseria en que vivían adelantándoles dinero por unos cuadros que casi nadie quería. Aunque eso no evitará que asistamos en distintas etapas a desencuentros en su relación comercial, con un Monet defendiendo con uñas y dientes (y máxima educación francesa) sus intereses.

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