martes, 1 de marzo de 2011

Crónicas intempestivas, por Valentino Wajciechosczaf. 2011-03-01.


 ¡ Socorro¡ Tengo un hijo adolescente (21 Edición, 2004) es el título de uno de esos libros cuyo propósito consiste en decirnos que no estamos solos, que nada está nunca perdido y que si tenemos el reflejo correcto (básicamente comprar dicho libro) no podemos sino ir a mejor (entendiendo que, de no hacerlo, lo peor es nuestra más inmediata perspectiva). Pero aquí no se acaba el título: Guía de supervivencia para padres desesperados. Así que el libro es para “padres desesperados” (es decir, la mayoría), trata de “supervivencia” (es decir, de salvación) y nos tranquiliza, dado que

se trata de una “guía” (es decir, una hoja de ruta basada sobre una lógica demostrativa sin duda infalible).

Pero ¿qué les pasa a los adolescentes? Comen cualquier cosa, ven, escuchan y dicen cualquier cosa, visten de cualquier manera, son egoístas, superficiales, egocéntricos, no tienen criterios y nos hacen la vida imposible. ¿En serio?

El día 14 de febrero de este año, la revista francesa de tinte católico La Croix (La Cruz), publicaba un artículo titulado: “Socorro, mi adolescente está bien. ¿Es grave, doctor?”. Así que entre el grito catastrofista del primero y la llamada tranquilizadora del segundo, elija tu bando, amigo. Quizá leer La Croix sea como el acto de contrición necesario para que nos sea perdonado el pecado de ser padres. En cualquier caso, pocos son los que no consideran la adolescencia como una enfermedad constitutiva del ser en su proceso de madurez. Una especie de plaga programada, una fatalidad insoslayable. Entonces, lo único que nos queda por hacer es: 1) amontonar una dosis considerable de paciencia; 2) adquirir el libro ya mencionado; 3) rezar (con la ayuda de La Croix), y con un poco de suerte, este periodo, una vez superado y en el mejor de los casos, se convertirá en un mal recuerdo.

Sin embargo, un día (no este, sino aquel), el filósofo Alain (Emile-Auguste Chartier, 1868-1950) dijo esta frase que tendría que ser como el lema mismo de la Seguridad Social: “La idea de la enfermedad no es muy buena para la salud”. Quizá no nos venga mal ser un poco más asiáticos con este tema, y prevenir en vez de currar. Me parece que tanto la idea de la enfermedad como la misma enfermedad son una cómoda manera de abandonarnos a manos ajenas en vez de utilizar las nuestras para arrastrar un ser, históricamente accidental, según Cioran, y dejar de quejarnos por cualquier dolencia, sobre todo si se trata de paternidad, esta egoísta y vanidosa forma de justificarse.

En cuanto al tema de la desesperación, y aunque la relación pueda parecer un tanto exagerada o extraña, todo esto me remite a la pregunta que Martín Heidegger retomaba de Hölderlin, de la elegía 248, “Pan y vino”: “… ¿y para qué poetas en tiempos de penuria?”. La palabra alemana dürftig, traducida aquí en castellano por “penuria“, también se encuentra en otras versiones traducida por “miseria, pobreza, angustia, desemparo, crisis“. Pero, ¿hay poetas? A esta misma pregunta, el poeta francés André du Bouchet contestó: “Todos los tiempos son tiempos de desamparo y puede, a veces, que haya un poeta”. Parece evidente que los poetas escasean tanto como los padres desamparados o desesperados abundan. En definitiva, quizá lo que esté en cuestión sea nuestra manera de habitar el mundo, y si mi hija, que padece adolescencia, ha decidido que la lectura era una actividad tan aburrida como inútil, y si, en cambio, es inagotable sobre el tema de su pelo, no sé hasta qué punto el pavo no es sólo una comida navideña sino sobre todo una edad que solemos borrar de nuestra memoria con una sospechosa facilidad. En fin, puede que todos los tiempos sean tiempos desesperados, pero como lo dice mi compadre Nene: “Siempre nos quedarán Nabokov y Abū l-Walīd Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd”.

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