viernes, 4 de marzo de 2011

Cuentos - Entrevista: Carlos Marzal (Valencia, 1961)

Carlos Marzal (Valencia, 1961) es conocido, sobre todo, por su obra poética, con hitos como Metales pesados (2001) o Fuera de mí (2004). Aunque no es la primera vez que se adentra en la narrativa, una expedición de la que ya salió airoso con la novela Los reinos de la casualidad (2005), su libro de relatos Los pobres desgraciados hijos de perra (2010) le confirma como un excelente contador de historias. La pulsión de vida y la entraña que siempre ha brotado de sus textos encuentra vehículo en el relato breve y por ello, y tal vez para sorpresa de militantes y puristas del cuento, se ha ganado su sitio en este ciclo de entrevistas.


Un ciclo que pretende, entre otras cosas, derribar prejuicios en todas direcciones (en rara sincronía, el martes 22 Carlos Marzal interviene junto a Felipe Benítez Reyes en la rueda de encuentros “Poetas-novelistas: El huevo o la gallina”, en La Pedrera de Barcelona). Y es que de vez en cuando un novelista recorre el camino contrario a la inercia habitual, se toma en serio el cuento y acierta. De vez en cuando, para burlar la aduana que separa el mejor cuento del texto poético, llega un autor como Carlos Marzal.
¿Por qué el cuento esta vez, Carlos? ¿Qué te impulsó, tras una primera novela y, sobre todo, junto a tu trayectoria como poeta, a trabajar la narrativa breve?
El cambio de géneros, el zascandileo literario, es un asunto consustancial a mi carácter. Me gusta variar. Me apetece la escritura en su sentido más amplio: los artículos, los poemas, los cuentos, los ensayos, las novelas, los aforismos. El hecho de intentar no aburrirse puede ser la primera fórmula para no aburrir a los lectores, quién sabe.
Los reinos de la casualidad (2005), desmesurada (en extensión, casi 800 páginas), mezclaba en realidad géneros, entre ellos el cuento, para armar un cuadro general. ¿Has construido ahora un libro de relatos para que, como la citada novela, recree un mundo que comparta referencias, espacios, temperaturas humanas?
Los cuentos que he escrito no tuvieron nunca vocación de obra unitaria. No pensé jamás en una estructura que después fui completando con historias breves. Los relatos, como los poemas que he escrito, aspiraban a ser objetos verbales –por decirlo de alguna manera– en sí mismos. Lo que ocurre es que si el tono es familiar, si reaparecen escenarios, si las obsesiones regresan, el lector hace el resto y acaba por tender puentes entre los cuentos para configurar un universo unitario. En Los reinos de la casualidad hubo una mayor intención de estructurar los materiales narrativos, como debe suceder en una novela. Allí construí un laboratorio de prosa, para jugar con casi todos los palos: los aforismos, el ensayo, los relatos breves, las novelas cortas, la novela.
Se publican más libros de relatos que nunca pero, ¿crees que puede identificarse, al margen de ese auge editorial del cuento, una evolución literaria del género?
Soy un lector inconstante y caprichoso. Conozco el panorama literario de forma muy parcial. Leo lo que me gusta sólo, no como los críticos o los profesores, que están obligados a leerlo todo para poseer información. Sé que se publican muchos libros de cuentos, pero no creo que el género, por lo que conozco, sufra grandes cataclismos. Ni el género de los cuentos ni ningún otro. Un siglo de experimentación y vanguardia ha agotado, en lo esencial, las posibilidades de la sorpresa, que, por otra parte, considero un valor accesorio. Lo que importa, desde mi punto de vista, es escribir buenos relatos, hondos, con conocimiento del mundo y de sus habitantes, con tensión verbal. Las piruetas están bien, pero no dejan de ser un espectáculo circense, al menos para el lector que yo soy.
¿Qué delata para ti a un buen cuento? ¿Cuál sería esa seña de identidad en tus mejores cuentos?
No tengo ningún recetario especial acerca de cómo se debe escribir, y por lo tanto tampoco espero nada concreto a la hora de ponerme a leer. A menudo me gustan los autores que me descabalgan de mis intuiciones, que me hacen ampliar mi gusto y que me libran de los prejuicios que todos arrastramos. Suelo preferir los escritores que me hablan de conflictos morales, de pasiones humanas. Me atrae la impresión de vida vivida. En la literatura –y no sólo en el cuento– persigo la emoción estética, que me parece que se alcanza cuando alguien, a través del empleo sabio del lenguaje, nos transmite una experiencia humana que nos conmueve.
Mis cuentos, en la medida de lo posible, aspiran a eso. Querría que el lector pasara por un episodio de naturaleza emocional. Que sonriera, que riera, que pensara, que se entristeciera, que saliese de cualquier relato con un eco de vitalismo, de amor hacia las cosas del mundo, incluidas aquellas que nos procuran sinsabores.
Háblanos un poco del proceso creativo, de cómo te planteas el camino desde la idea inicial al texto definitivo, de cómo surgen tus textos. ¿Planificas todo con antelación, corriges a partir de un torrente inicial o cada relato te pide una estrategia distinta (ninguna, incluso)?
Aunque tomo notas antes y durante el proceso de escritura, no trazo planes meticulosos. Me manejo con intuiciones. En mi caso, por mucho que procure planear las cosas, el texto es el descubrimiento del texto a medida que se ejecuta. Sólo sé hacia dónde voy de una manera muy vaga. Por eso escribo muy despacio y corrijo bastante rápido, al contrario que otros autores. Para mí la escritura es un ejercicio de desvelamiento. El texto se me aparece mientras lo fuerzo a que se me aparezca. Tengo una velocidad de crucero más o menos constante: un folio, por cada sesión de trabajo de seis o siete horas. A veces más. A veces menos.
¿Eres consciente de cómo una idea, una imagen o una frase te llevarán a escribir un cuento y no un poema u otro tipo de texto?
No creo que las ideas nos lleguen con indicaciones genéricas. Me parece que tenemos intuiciones vagas que decidimos, en virtud de nuestra predisposición, de nuestro apetito, de nuestros planes también vagos, convertir en un género o en otro. En mi caso, todo se complica, porque una misma intuición puede dar lugar –y ha dado– a un poema y a un artículo de prensa, a un cuento y a un aforismo. Soy poco propenso a la sacralización del proceso creativo. Soy poco propenso a la sacralización…
¿Qué obsesiones personales crees que has convertido en literatura más a menudo?
Escribo sobre lo que han escrito todos los escritores anteriores a mí, y sobre lo que escribirán los que vengan después. Somos criaturas inmóviles en cuanto a los intereses humanos. No hay salida. Todo es paso del tiempo, amor, desamor, sexo, poder, viaje, voluntad de encontrar belleza, y poco más. En mis cuentos aparecen a menudo los jóvenes desorientados (y los adultos que padecen múltiples desorientaciones), los hospitales, el deporte, la escritura, pero son excusas para hablar de lo que he mencionado un poco más arriba.
Llegamos a la pregunta del lector. Esta semana te la hace Ricardo Gómez, desde Sevilla: “¿Por qué elegiste ese título para tu libro? Citas a Faulkner, pero ¿quiénes son para ti Los pobres desgraciados hijos de perra?”
Me pareció que Los pobres desgraciados hijos de perra era un título con fuerza, y que cumplía con la obligación de atrapar la atención del espectador, de despertar su curiosidad. Además, es un capricho cumplido, porque Faulkner es mi novelista favorito desde hace muchos años. Colocar el libro bajo su advocación es un conjuro. Y creo que esos pobres desgraciados hijos de perra somos todos, los hombres, la humanidad, los desdichados hijos de Eva.
Fútbol. Facebook. Toros. Sexo. No eres un escritor elitista, ni tópico, ni políticamente correcto. ¿Escribimos siempre contra algo? ¿Cual ha sido o es la corriente, si la hay, contra la que nadas en tu literatura?
Trato de escribir con naturalidad sobre los asuntos que, con naturalidad, me interesan. El deporte –su práctica, su contemplación, su reflexión– me parece un motivo tan literario como cualquier otro, además de representar a menudo un acto de alta cultura. Los toros me resultan uno de los mayores rituales que ha creado el hombre, una ceremonia repleta de riqueza plástica, simbólica, emotiva. Pero no soy, temperamentalmente, proclive a actuar a la contra. No vivo indignado ni cabreado. Es difícil verme agitando a las masas. Procuro tener sentido del humor, y el humor disuelve los malos humores. Ahora bien, los escritores deben obrar en contra de ciertas cosas: de la obviedad conceptual, de la zafiedad ambiental, del descuido verbal. La primera obligación del escritor es para con el lenguaje, para con la elección de sus palabras. El compromiso, en primer lugar, es un destino de naturaleza sintáctica. Y después que el escritor adquiera todos los restantes compromisos que le vengan en gana.
Tus cuentos, y creo que también el resto de tu obra, denotan cierta voluntad reflexiva. Te permites la digresión paralela a lo narrado y no sólo te importa contar historias. Por otro lado, eres inquieto y saltas entre géneros y modos. En tu ensayo El cuaderno del polizón (2007), por ejemplo, muestras tu interés por el arte. Háblanos un poco de esa sana volubilidad tuya como artista.
Me gusta la actitud reflexiva en la escritura. Pensar no es menos placentero que actuar: en la vida y en las páginas que aluden a la vida. Me emocionan los aventureros de Conrad, pero no en menor medida que las acotaciones del narrador acerca del mundo que rodea a los aventureros. Quien pensó lo más hondo –lo dijo un poeta– amó lo más profundo. Gustamos de lo diverso en cualquier ámbito, y, por consiguiente, el escritor debería también mostrar su diversidad y su gusto de maneras distintas. Cada vez creo más en los géneros, entre otras cosas porque permiten romper con todas las barreras genéricas. No me importaría que mi obra quedase agrupada al final bajo un lema único (a la manera juanramoniana): Escritura.
De repente, al hilo de lo anterior, pienso que si tu libro fuera un cuadro tendría más que ver con Lucien Freud o Francis Bacon que con Antonio López. Quiero decir, que hay “realismo” (con perdón) en tu narrativa, sí, pero al establecer ese vínculo con lo real escarbas bajo la superficie y lo haces con potencia, con ironía, con bendita mala leche.
Los tres me parecen grandes maestros: Freud, Bacon y Antonio López. Me identifico más con Freud, con su carnalidad, con su pasión terrenal, con su impureza sin abismos apocalípticos. Bacon es a veces demasiado grandilocuente para mi gusto, aunque cuando acierta puede conmocionar a su espectador. En Antonio López palpita siempre la magia de lo real, el secreto que vive más allá de lo evidente. Son tres maestros, insisto. Yo me considero un realista, porque no hay nada más complejo, más mágico, más sorprendente que lo real. Además, no existe nada fuera de la realidad. Tan realistas, en el mejor sentido de la palabra, me parecen Stendhal o Cortázar, García Márquez o Lovecraft. Lo real tiene más capas de cuanto podemos imaginar y comprender. En un instante de realidad cualquiera hay más mundos que en cualquier epopeya de ciencia ficción (que, por cierto, es un género que sólo tiene cabida, como literatura, dentro de lo real).
¿Qué cuento crees que podría sorprender y conmover más a un lector que se acerque a tu último libro? ¿Hay alguno que, a tu juicio, resuma con un efecto más claro tu poética personal como narrador?
Mi cuento favorito es el último. Por eso cierra el libro. Hay que procurar empezar y acabar las fiestas con lo mejor que tengamos. Los invitados a una cena se tienen que ir con buen sabor de boca, o, por lo menos, el hecho de intentar que así sea es la obligación del anfitrión. Se titula “Intimidad” y es un resumen de lo que hay en el libro: humor, carnalidad, compasión por uno mismo y por los demás, ironía, reflexión sobre el hecho literario. Ahora bien, los libros son para que el lector se sirva a la carta y haga lo que le apetezca. Al final, la cena es del lector. La fiesta o su ausencia son del que ha comprado el ejemplar concreto.
¿Qué te interesa o te llega más de un cuento, la emoción provocada, la idea contenida o la perfección formal? ¿Cuál de ellas te parece más importante en un buen cuento?
La emoción provocada por la idea contenida, gracias a la perfección formal. O la perfección formal de la idea contenida, que nos conduce a la emoción. O la idea contenida, que, a través de la perfección formal, nos suscita la emoción. Tanto monta. Todo eso debe estar en la alta literatura. Algunos autores se demoran más en un aspecto que en otro, pero en los más grandes hay siempre conmoción humana, habilidad técnica y cosas que nos dan que pensar.
Escribir cuentos es sobre todo renunciar al exceso, al ornamento innecesario. Es una renuncia que implica, también, un arduo trabajo posterior. Por razones parecidas, leer un buen cuento demanda un extra de atención, una predisposición a lo que de tarea tiene la lectura. ¿Crees que el lector de cuentos es, en general, un lector más exigente? ¿Viene de ahí tal vez que el cuento, todavía hoy (como la poesía) parezca asunto de minorías inquietas?
No creo que el cuento, como se repite hasta la saciedad, sea el reino de la síntesis. Se trata de una impresión provocada por un hecho empírico: el cuento tiene menos páginas que una novela. Me parece una monserga esa teoría de que un cuento es como un iceberg, cuyo verdadero texto permanece escondido bajo las aguas. Toda esa mística de que en el cuento cuenta más lo que se deja de decir que lo que se dice me parece musiquilla celestial, ganas de los cuentistas de ponerse estupendos. No es más que una sugestión del género, porque en el cuento da menos tiempo a trazar los caracteres, el argumento, las reflexiones. El cuento sólo es distinto de cualquier otra manifestación de prosa de ficción (al menos para mí) por el hecho de contar con menos páginas. Por lo demás, un poema (en su ejecución, en su respiración, en sus exigencias) me parece lo menos parecido que he visto a un cuento. Ambos son más manejables que una novela o un ensayo, pero se parecen entre sí tanto como un oso y un tornillo. Y no sé cuál es el oso y cuál el tornillo: si el cuento o el poema. Para manejarme en el océano de las diferencias, me las arreglo con una fórmula casera de carácter general: los poemas deben cantar y los cuentos deben contar. Y después de eso tan sencillo de decir y tan difícil de cumplir, el diluvio de las ocurrencias de cada cual. No creo que el lector de cuentos pertenezca a una casta de intocables. Ni el de poesía. Ni el de filosofía. Hay buenos y malos lectores en todos los ámbitos. En los últimos tiempos, se está tratando de generar un orgullo de raza con respecto al cuento que no viene a ídem. Creo que todo se limita a que hay ciertos lectores a quienes les gustan los cuentos por encima de todo, pero eso no significa que sus gustos deban estar por encima de lo restante. Desmitifiquemos todas las iglesias, incluida la iglesia de desmitificarlo todo.
La unidad en un libro de cuentos, creo, debiera partir de la propia escritura, de la voz del autor, aunque variara de registro en cada relato. Sin embargo, en tu libro hay, como mínimo, una clara relación geográfica que actúa como eje. ¿Qué piensas de este asunto? ¿Le pides siempre un hilo conductor a un libro de cuentos o admites cierta (aparente o no) anarquía?
Como dijo un célebre pintor: yo no busco, encuentro. Lo que nos emociona en un libro es siempre un tropiezo de naturaleza estética. Un descubrimiento. Prefiero no tener planes ni como escritor ni como lector. La unidad es un valor de un libro si el libro es bueno. La variedad es un valor literario si el libro posee calidad literaria. De lo contrario no es más que un artificio, un ingrediente que no aporta sabor al plato.
¿Reconocerías referencias literarias e influencias de otros autores de relato breve en tus cuentos? Si me lo permites, intuyo que serán bastante eclécticas, por cómo varias el enfoque y el tono de un cuento a otro.
Como lector, me apasionan los maestros norteamericanos e hispanoamericanos: Faulkner, Fitzgerald, Bierce (los nombro desordenadamente), Borges, Cortázar, Arlt, Onetti, Quiroga, Carver, Ford, Tobias Wolff, Tom Jones. La lista, por fortuna, es infinita. Y los rusos: Chéjov, Nabokov. Y los tres cuentos de Flaubert. Y todo lo que me dejo en la cartera. Pero a la hora de escribir cuentos influyen en uno los poetas, y los novelistas, y los aforistas, y los filósofos. Todo lo que forma parte de la experiencia propia.
¿Qué autores de relatos (españoles, latinoamericanos o de cualquier otro lado) te parecen más destacables en los últimos años? ¿Qué libros de cuentos más o menos recientes te han dado mayores alegrías como lector?
No sigo, como he dicho, el panorama del cuento español reciente. Procuro leer las cosas que me recomiendan, los libros de los amigos y algunas de las cosas que más suenan, para olfatear el aire de los tiempos inmediatos. Me han gustado los últimos libros de Cristina Fernández Cubas, Ignacio Martínez de Pisón, Luis Sepúlveda, Juan Bonilla e Hipólito G. Navarro. Entre los más jóvenes, destacaría a Patricia Esteban Erlés, a Lara Moreno y al valenciano Pepe Cervera.
A menudo a uno, como lector, le basta que un texto, ya sea cuento, novela o poesía, además (o incluso aparte) de cualquier belleza formal, le comunique vida, le diga verdad. ¿Qué verdad de la vida te han revelado hasta ahora tus libros?
Si el arte no sirve para amar un poco más la vida, para comprender que la realidad es abrumadora en su belleza y en su trágica complejidad, no sirve para nada. No me sirve para nada.
Foto © Iván Giménez/Tusquets Editores
El cuento de Carlos Marzal
“Medio folio” pertenece al libro Los pobres desgraciados hijos de perra
(Tusquets, 2010).

Fuente:
http://www.revistadeletras.net/cuentistas-iii-carlos-marzal/

No hay comentarios:

Publicar un comentario