Coloso de las letras estadounidenses, es uno de los autores que mejor ha sabido reflejar nuestro tiempo. En esta, una de sus raras entrevistas, repasa su carrera, su visión literaria y su obra dramática, publicada ahora en España
De los cinco autores vivos más importantes de la literatura actual en lengua inglesa, solo uno, J. M. Coetzee, no es estadounidense. Los otros cuatro (Thomas Pynchon, Cormac McCarthy, Philip Roth y Don DeLillo) se mueven en órbitas muy distintas entre sí. Roth indaga en la condición humana como si los cambios acaecidos en el arte de novelar después del siglo XIX no fueran con él. McCarthy, cartógrafo del mal, es el más fiel seguidor de Faulkner. Con ribetes de genio loco, Pynchon llega a regiones a las que casi nadie tiene acceso. Coetzee, por su parte, comparte con DeLillo una visión humanista del arte en la que el rigor técnico está al servicio de la gratificación estética.
"Mi trabajo consiste en entablar un forcejeo feroz con el lenguaje"
Generoso y de una honestidad intelectual radical, en su obra Don DeLillo investiga acerca de lo que significa el oficio de novelar en los inicios del tercer milenio una profundidad que se da en muy pocos otros escritores. Tanto Martin Amis como John Banville coinciden en situar su obra en el ámbito de la poesía. Nacido en el Bronx hace 74 años, en el seno de una familia católica de origen italiano, Don DeLillo forjó su talento en una institución regentada por jesuitas, Fordham University, repitiendo así el sino reservado a su maestro, James Joyce. Su formidable corpus novelístico, integrado por 16 títulos, incluye varias obras maestras. Reducido al mínimo, el canon esencial de Don DeLillo debería incluir los siguientes títulos: Great Jones street (1973), Ratner's star (1976), Los nombres (1982), Rudio de fondo (1985), Libra (1988) y Mao II (1992). En 1997 vio la luz Submundo, su obra maestra.
Tras Body art (2001), obra que da paso a una serie de preocupaciones relacionadas con el mundo del arte, vinieron dos narraciones interesantes pero fallidas, Cosmópolis (2003) y El hombre del salto (2007). Con Punto Omega (2010), obra de rara serenidad, DeLillo se adentra sin miedo en la senda de lo sublime, desvelando facetas apenas esbozadas en su producción anterior, de la misma manera que también resultan sumamente intrigantes sus cuentos y sus piezas teatrales, que parecen ahora en Teatro (Seix Barral. Traducción de Ramón Buenaventura y Otto Minera). La entrevista tiene lugar en un piso alto de un rascacielos de Midtown, en un despacho acristalado que se asoma al vértigo del tráfico matinal en Manhattan, con el East River al fondo.
Pregunta. ¿Qué busca un novelista como DeLillo en el teatro?
Respuesta. Me interesa el hecho de que sea un universo tridimensional, donde puedo explorar ideas que no funcionan en un contexto narrativo. Me fascina ver cómo mis personajes, que antes eran solo seres de papel, se convierten en individuos de carne y hueso que recitan mis palabras.
P. ¿Le llama la atención el hecho de que Shakespeare, a quien muchos consideran el mejor escritor de todos los tiempos, fuera un hombre de teatro?
R. Yo nací y crecí en el Bronx. Mi lenguaje está más cerca de Hemingway que de Shakespeare. De haber nacido un poco más tarde, Shakespeare hubiera sido seguramente novelista.
P. Usted afirma que la literatura es una zona distinta de la experiencia. ¿Qué quiere decir?
R. No hay palabras para explicar una cosa así. Hay veces que las frases parecen escribirse por sí mismas, sin que yo sepa exactamente de dónde surgen. También me ha sucedido que la estructura de la novela se despliega ante mí sin que intervenga mi voluntad. Es una suerte de revelación.
P. Asegura que el horizonte de la escritura es el lenguaje.
R. Escribir es ir forjando frases que hay que ir arrancando una a una del venero del idioma. Mi trabajo consiste en entablar un forcejeo feroz con el lenguaje. Por supuesto mis novelas se ocupan de asuntos que tienen interés social o cultural, pero el motor de una novela, lo que hace que avance, palabra a palabra, es el bagaje que consigo arrebatar del alma del idioma. Lo demás no cuenta. Es algo muy humano, y muy falible, no un proceso matemático.
P. Aunque en una ocasión dedicó una novela a las matemáticas.
R. Ratner's star, la estrella más distante en la constelación de mis novelas. Mientras la escribía temí por mi salud mental. Experimenté con las relaciones entre arte y ciencia de un modo radical. Me sentí a ratos desbordado por el reto que me había impuesto a mí mismo, pero mantuve el pulso firme y al cabo de dos años de trabajo conseguí acabar el libro, aunque cuando lo tuve entre mis manos no supe muy bien qué era.
P. A veces la lectura de su obra deja la sensación de que se propone trascender el lenguaje, llegar al ámbito de lo no verbal.
R. Antes empleé la palabra revelación. Hay cosas que el lenguaje no es capaz de comunicar, ideas que resultan imposibles de articular. Cuando se entra en la esfera de lo inefable, surgen conceptos inasibles que procuro atrapar y regresar con ellos al ámbito del lenguaje para darles forma.
P. Después de Submundo, que muchos consideran la culminación de su trayectoria, su obra entra en una nueva fase, con narraciones más desnudas, más breves, en las que lo visual parece jugar un papel determinante.
R. Uno de los aspectos más importantes de las obras que he escrito en los últimos 10 u 11 años es la reflexión que hago acerca de la naturaleza del tiempo, un enigma insondable que se infiltra en mis libros, impregnándolo todo. El tiempo y las pérdidas irreparables que trae consigo.
P. ¿El tiempo y la muerte?
R. En el sentido de que la creación artística es una suerte de fuga, un escape que busca descifrar el misterio de la mortalidad, la máxima aspiración de toda obra.
En 2004 Don DeLillo publicó Contrapunto, una escueta meditación en torno a la soledad y el arte. Pese a tratarse de un texto muy breve, en él se condensan las preocupaciones esenciales del escritor. Los ensayos que lo integran tienen como objeto una película que filma la huida épica de un esquimal y las semblanzas de tres artistas asediados por la soledad radical que acompaña a la creación artística: el músico de jazz Thelonius Monk, el pianista Glenn Gould y el escritor austriaco Thomas Bernhard.
R. Ese libro responde a un esfuerzo muy serio por mi parte. Los temas que trato en él son los que más me preocupan. Los creadores de quienes hablo cayeron en alguna forma de depresión, posiblemente algo casi inevitable cuando se es un artista serio. En los años cincuenta frecuentaba un club de jazz del Greenwich Village en el que solía tocar Thelonius Monk. Aquellos conciertos fueron uno de los catalizadores del libro. En cuanto a Bernhard, su voz me sigue pareciendo tan asombrosa como cuando lo leí por primera vez. Bernhard era un disidente del espíritu humano. Glenn Gould me resulta más lejano, pero su ejecución de las Variaciones Goldberg nunca ha dejado de hipnotizarme.
P. En el libro hay una imagen imborrable: Monk sentado al piano en silencio, mientras los músicos y el público aguardan expectantes. Monk escucha algo que nadie más alcanza a oír. La imagen me lleva a usted, envuelto en una aureola de silencio al margen de las palabras, fuera del tiempo.
R. Un crítico francés dijo que mi escritura le hacía pensar en la música de Thelonius Monk. Me fascina el hecho de que varios años antes de morir dejara de tocar. Un misterio más del arte...
P. ¿De dónde viene el título de Punto Omega?
R. El punto omega es una idea del teólogo Theilard de Chardin en El fenómeno humano. Es una noción extraordinariamente ambigua, un punto en el que convergen fuerzas que trascienden el ámbito de lo individual. La idea del punto omega entraña una mezcla de hechos, sueños e ideas metafísicas, sin que sea posible jerarquizar la importancia de cada uno de esos elementos.
P. La última vez que hablé con usted le angustiaba no tener tiempo para escribir las obras que tenía dentro antes de morir.
R. He cambiado. Ahora escribo cuentos. No sé muy bien por qué. Después de Punto Omega he escrito tres. A finales de este año voy a sacar un libro de relatos.
P. ¿Y después?
R. Prefiero no decirlo.
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