domingo, 19 de junio de 2011

Los saberes, por ANTONIO MUÑOZ MOLINA

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Hablamos de ciencias y de humanidades en la Universidad de Cádiz. Hablamos apasionadamente de las formas de conocimiento paralelas que permiten la ciencia experimental o las narraciones literarias o las obras de arte, y de esos límites de la indeterminación y la incertidumbre para los cuales no hay mejor pedagogía que la de la educación científica. Carlos Elías, químico y periodista, clama contra la infección de las pseudociencias, que en alguna facultad de periodismo ha llegado hasta el extremo de que se impartan cursos sobre "información del misterio", entendiendo como tal las brujerías diversas que con tan perfecta caradura emiten las televisiones, algunas de ellas públicas, algunas de ellas con pretensiones de última moda cool. Cuando se viene del ámbito melancólico de las humanidades no sé si conforta o aterra el descubrimiento de que en la enseñanza de las ciencias el porvenir parece todavía más catastrófico que en la de la literatura o las artes. Carlos Elías apunta que de todos los estudiantes universitarios solo el 6% elige la física, la química, las matemáticas, la biología. Manuel Lozano Leyva, catedrático de Física de Sevilla, explica que en su universidad se exige una nota mucho más alta para estudiar Podología que Ingeniería Aeronáutica, dado que hay muchos más solicitantes de la primera que de la segunda. Los estudiantes inundan las facultades de periodismo -o de comunicación audiovisual, o ciencias de la información, dependiendo del eufemismo prestigioso con que se les denomine- precisamente en la época en la que se ve más negro el porvenir del oficio, sin más motivo tal vez que una vaga leyenda de dinámica modernidad o aventura que ya estaba obsoleta cuando los provincianos cándidos de mi generación alimentábamos el sueño de convertirnos en cronistas de guerra o en corresponsales en países exóticos. Cientos, miles, quizás decenas de miles, de aspirantes a periodistas, mientras en una facultad de físicas hay menos de dos alumnos por profesor; cientos o miles de sociólogos, de politólogos, de comunicólogos, que casi lo mismo podrían ser teólogos o astrólogos, aunque su futuro profesional sea mucho más sombrío que el de los echadores de cartas.
Un nuevo éxito de las políticas educativas de nuestro país. Mal de muchos, consuelo de tontos: algunos literatos inocentes piensan que la historia de la literatura o la del arte están en decadencia porque una sociedad utilitarista no valore esos saberes de tan escaso interés práctico. Pues no: los otros saberes también se encuentran en ruinas. Uno casi se resignaría a que un estudiante pasara por el Instituto y por la Universidad sin entender un poema de Garcilaso o un cuadro de Velázquez, si al menos hubiera adquirido una gran formación matemática o científica. Hay formas diversas de ejercer la inteligencia y la imaginación y de fijarse en el mundo, y no requiere menos sutileza comprender la segunda ley de la termodinámica que una metáfora de Góngora. Pero parece ser que cuantos más saberes dudosos o del todo fantásticos se conceden a sí mismos la categoría de ciencias más vacías se quedan las aulas en las que se imparte el sólido y anticuado conocimiento científico o se enseña y se pone en práctica el método experimental. Todavía me acuerdo del hormiguillo de arrogancia intelectual que sentí al descubrir que lo que yo quería estudiar no se llamaba periodismo, sino Ciencias de la Información.
Ciencias humanas, ciencias sociales, ciencias jurídicas, ciencias morales, ciencias de la educación, ciencias de la salud, ciencias del trabajo, ciencias de la televisión, ciencias cinematográficas. Qué raro que con tantas ciencias el ejercicio público del raciocinio y de la precisión informativa sea cada vez más raro entre nosotros. Javier Armentia, astrofísico y director del planetario de Pamplona, clama contra el comercio desvergonzado de las milagrerías pseudocientíficas, las pulseras magnéticas, las videncias, las energías positivas, la gran basura mental que se alimenta de la ignorancia y de la claudicación del espíritu crítico como una infección de un organismo debilitado. Si va contra la ley vender alimentos en mal estado y se vigila y castiga a un bar que no cumple con las medidas de higiene, ¿por qué un canal de televisión puede transmitir en directo el trance de una vidente que pone en comunicación a un personajillo de la actualidad basura con un ser querido que al parecer le habla desde el otro mundo?, ¿y cómo va a tomarse uno en serio un periódico que publica a diario el horóscopo?
Me gusta leer a los científicos y conversar con ellos porque, a diferencia de tantos críticos de arte y de tantos expertos en literatura, en sociología, en pedagogía, en politología, no hablan en jerga; y porque a diferencia de bastantes literatos y figuras diversas de lo que se llama la cultura suelo encontrar en ellos poca arrogancia, y nada de cinismo. Habrá un cierto número de fatuos, como en todas partes, pero la obligación y la costumbre de permanecer atentos a la experiencia de lo real, de someter cada intuición, cada hipótesis, al escrutinio de sus colegas, les impide perderse en las fantasmagorías narcisistas o el puro humo verbal que lo aburre a uno a los veinte minutos de encontrarse en una reunión de eso que ahora se engloba bajo el nombre de artistas. En ciencia, dice Lozano Leyva, los fraudes tardan muy poco en descubrirse. En las artes, en la literatura, fraudes colosales pueden sostenerse durante muchos años, hasta durante siglos, porque la prueba del contraste con lo real es incierta y cada vez menos relevante, y porque la autoridad de los mandarines se va volviendo más irrefutable cuanto menos espacio hay para el juicio del público. El mérito, en las artes plásticas, en la arquitectura, lo determinan por completo unos cuantos críticos o enterados cuyos dictámenes, aunque se tradujeran al lenguaje común, nadie tiene derecho a refutar, y a los que además se les concede el título, tan descriptivo, de comisarios: es el comisario el que determina qué se expone, el que canoniza o silencia, segregando sus nubes de palabras de las cuales no tiene que dar ninguna explicación.
Esa es la razón del cinismo, como en cualquier cultura en la que tiene demasiado poderío el tráfico de influencias: un guiño que se hacen entre sí los que están en el secreto, un encogimiento de hombros de los que aceptan que no haya remedio. Terminamos de cenar en Cádiz y a media noche, camino del hotel, por un paseo junto al mar, la conversación es todavía más viva. "Si volviera a nacer elegiría de nuevo dedicarme a la ciencia", dice con aire de felicidad Ignacio Morgado, catedrático de Psicobiología, que ha debatido vigorosamente con Lozano Leyva si se puede hablar de la luz o del sonido sin tener en cuenta la capacidad de percepción de organismos vivos que registran frecuencias y longitudes de onda y las procesan en sensaciones visuales o acústicas. "Nos dedicamos a esto por curiosidad, porque nos gusta averiguar cómo son las cosas, cómo funcionan". Nos montamos en el ascensor, la conversación todavía hirviendo entre el físico y el neurocientífico, y cuando se van a cerrar las puertas alguien entra en el último momento y vuelven a abrirse automáticamente. Y entonces Lozano Leyva dice con toda naturalidad: "Ahí tienes el efecto fotoeléctrico de Einstein".

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