martes, 7 de junio de 2011

Semprun - Entrevistado en 2000

JORGE SEMPRÚN, ESCRITOR ¿Qué haces con el olor a carne quemada?

 Jorge Semprún (Madrid, 1923) ha vivido las grandes fatalidades del siglo XX. En 1943 fue enviado al campo de concentración nazi de Buchenwald, como miembro de la Resistencia francesa que era. En 1964 fue expulsado del Partido Comunista de España. Por eso dice que, respecto a las fatalidades, las ha sobrevivido. La supervivencia es su poética y lo demuestran la mayoría de sus obras, desde la novela El largo viaje hasta el ciclo de ensayo memorialístico que forman, entre otros libros, Autobiografía de Federico Sánchez, La escritura o la vida y Adiós luz de veranos... Semprún, un hombre fascinado por los aspectos literarios de la política, fue ministro de Cultura de Felipe González entre 1988 y 1991. Su experiencia fue breve y hay acuerdo general en que lo mejor de ella fue el libro que la relataba, tan precisamente titulado Federico Sánchez se despide de ustedes.

Jorge Semprún veranea con sus nietas. Una de ellas tiene 16 años y, al parecer, es una parisina compacta. Su abuelo le preguntó qué le gustaría hacer este año. La joven pidió una semana de toros. Por eso la familia está ahora en Dax, una pequeña ciudad francesa de las Landas, tomada por mozos con pañuelo rojo, cante grande y la indescriptible excitación del toro.Pregunta. ¿En 1968 aún era usted marxista?
Respuesta. Eh... Sigo siendo marxista. El marxismo como instrumento de análisis social me parece válido. Otra cosa es que sea un instrumento útil de transformación.
P. "Los filósofos se han dedicado a explicar el mundo. Ahora hay que transformarlo". Marx, más o menos.
R. La cruz del marxismo. Y lo que, seguramente, ha llevado a la destrucción comunista. Ése es uno de los puntos centrales del que tenía que ser el gran libro de mi vida. Un libro que empecé a escribir en 1968. Se titula Balance y perspectivas del marxismo. Treinta años después sigo en ello, aunque ya sepultado por miles de notas.


P. ¿Estaba en París en mayo?
R. Estaba en París. Y aquel año también viajé a La Habana, al Congreso Cultural. 1968 fue el final de la alegría cubana. Castro hizo un discurso muy pesimista, Cuba está sola y cosas por el estilo. Yo ya estaba curado del espanto comunista, porque hacía cuatro años que había abandonado el PCE. Pero aquel discurso me produjo una gran impresión. Castro hablaba como Solís. Lo que puso la puntilla a mi abandono de ese mundo fue el estilo, la retórica.
P. ¿Hubo también mucha retórica en París?
R. Sí, sí, mucha. La mala la puso De Gaulle, al que yo apreciaba por otras razones, pero del que no pude sufrir nunca su propensión al grand style, a considerarse Bossuet o Chateaubriand. Aquellos días puso otra vez en marcha sus anacrónicas apelaciones a la grandeza de Francia, a la Francia sola, etc. Aunque con éxito. Estaba con unos amigos, Jean Daniel entre ellos, viendo el discurso en que anunció elecciones, y ellos decían que De Gaulle vivía en otro mundo. Yo les contesté: "Se acabó mayo". Y en efecto, ganó las elecciones. Su retórica estaba pasada, pero conmovía. También a los comunistas, que eran muy conservadores y que resultaron los grandes aliados del general. En fin, la retórica buena estaba en las calles. Los eslóganes de mayo es lo mejor que dejó la revuelta.
P. Revuelta, dice.
R. Sí, mayo fue una revuelta. Antiautoritaria. Un gran psicoanálisis colectivo. Fue emocionante vivirlo.
P. ¿Por qué?
R. Humm. La convivialidad podríamos decir. París, como todas las ciudades, es muy hosca. Cuesta hablar con la gente. A un ciudadano, en la calle, sólo los mendigos le dirigen la palabra. En mayo todo el mundo hablaba con todo el mundo. Lo peor de mayo fue el retorno del leninismo...
P. ¿Qué quiere decir?
R. Bueno, entre los que hablaban había mucho leninismo aprendido deprisa y corriendo. Mi yerno, por ejemplo, un hombre muy inteligente, se pasó tres semanas leninizado. Yo no daba crédito. Aunque mayo acabó bien: habíamos hecho la revolución, pero, por fortuna, acabamos perdiendo y no tuvimos que asumir los riesgos de la victoria. Aunque hubo un lugar donde se ganó: la universidad y la enseñanza, en general: el sistema educativo francés aún está pagando la factura.
P. En noviembre de 1989, cuando cayó el muro, usted era ministro del Gobierno de España. ¿Cómo hablaban del acontecimiento en el Consejo?
R. ¿En el Consejo?
P. Sí, claro.
R. En el Consejo nunca se habló de eso.
P. Tenía entendido...
R. Nada, en el Consejo de Ministros nunca hubo, al menos mientras yo estuve, una discusión política. Se hablaba de presupuestos, de nombramientos, pero discusión política... Yo nunca he escuchado una discusión política, discusión política, digo, ¿eh?, sobre ETA en un Consejo de Ministros. Y tampoco sobre la caída del muro. Discusiones políticas yo las tenía, al margen del Gobierno, con los ministros con los que me entendía: el núcleo reformista, digamos. Felipe González, Solchaga, Almunia, etcétera. Aparte, despachaba sin papeles con el presidente cuando él quería. Unas conversaciones muy francas y muy libres donde se hablaba de todo.
P. Vivieron ustedes el final del mundo.
R. Desde luego. ¡Y hemos sobrevivido! La preocupación del presidente era que la Unión Soviética no se desintegrara. Una vez me envió ante Gorbachov con este mensaje: que mantenga la autoridad federal. No pudo ser. Supongo que González vivió esa desintegración como un fracaso.
P. ¿Y cree que vivió todo el proceso con el regocijo de un veterano socialdemócrata?
R. En absoluto. Felipe González era un dirigente europeo..., tal vez el dirigente europeo más consciente del problema. Y lo vivió con gran inquietud.
P. Años atrás había dicho que prefería morir apuñalado en el metro de Nueva York antes...
R. Que vivir bajo la tiranía soviética. Una elección acertada. El muro hacía mucho tiempo que había caído. Mire, en la primavera de 1989 fui de visita oficial a Hungría. El presidente del Consejo me recibió y cuando le pregunté sobre el sistema, me dijo: "Viajamos en un avión sin radar y las luces del aeropuerto donde debemos aterrizar se han apagado". ¡Y era el primer ministro! Lo sorprendente de la caída del muro es que tardara tanto.
P. ¿Qué le preocupa del porvenir?
R. La memoria. Están desapareciendo los testigos del exterminio. Bueno, cada generación tiene un crepúsculo de esas características. Los testigos desaparecen. Pero ahora me está tocando vivirlo a mí. Aún hay más viejos que yo que han pasado por la experiencia de los campos. Pero no todos son escritores, claro. En el crepúsculo la memoria se hace más tensa, pero también está más sujeta a las deformaciones. Luego hay algo... ¿Sabe usted qué es lo más importante de haber pasado por un campo? ¿Sabe usted qué es exactamente? ¿Sabe usted que eso, que es lo más importante y lo más terrible, es lo único que no se puede explicar? El olor a carne quemada. ¿Qué haces con el recuerdo del olor a carne quemada? Para esas circunstancias está, precisamente, la literatura. ¿Pero cómo hablas de eso? ¿Comparas? ¿La obscenidad de la comparación? ¿Dices, por ejemplo, que huele como a pollo quemado? ¿O intentas una reconstrucción minuciosa de las circunstancias generales del recuerdo, dando vueltas en torno al olor, vueltas y más vueltas, sin encararlo? Yo tengo dentro de mi cabeza, vivo, el olor más importante de un campo de concentración. Y no puedo explicarlo. Y ese olor se va a ir conmigo como ya se ha ido con otros.
P. ... ¿Qué está escribiendo?
R. Varias cosas a la vez, como siempre.
P. ¿Y aparte de Balance y perspectivas?
R. Ja, ja. Justamente estoy viendo ahora si podría sacar de esa masa un ensayo que se llamara Marx, mercado y modernidad. Estoy también con una novela y con otro relato autobiográfico sobre los campos. Después del verano uno de los proyectos se adelantará y me concentraré en él.
P. ¿El relato?
R. Eh..., sí, seguramente sí. Trata de algo que me sucedió, que no había explicado antes.
P. ¿Por qué no lo había hecho?
R. Es tan inverosímil, que antes preferí escribir sobre realidades que la gente creyera con más facilidad.
P. Hay un acuerdo casi general sobre el carácter sanguinario del siglo que acaba.
R. ¿Qué quiere que le diga? Ha sido un siglo muy trágico, de muerte masiva. Pero, por ejemplo, el progreso demográfico no se ha parado. Es decir, no ha ocurrido lo que pasó en Europa durante la Guerra de los Treinta Años.
P. ¿Los supervivientes del siglo le parecen gentes felices?
R. Es difícil saberlo, claro. Pero tomemos el campesino pobre, que es la clase sufriente por naturaleza. No hay duda de que nunca ha vivido mejor.
P. El siglo dejará alguna enseñanza moral preponderante.
R. Sí, una que me parece muy importante: la sociedad no puede cambiarse, pero el hombre, sí.
P. Así pues, Rimbaud no iba desencaminado.
R. ¡En absoluto! Rimbaud es el gran profeta de la modernidad.

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