Estamos ahora muy cerca de los casos de las democracias en las cuales la representación del pueblo está canalizada a través de los partidos políticos, que ofrecen a los electores, en sus respectivos programas, materias ordenadas susceptibles de ser elegidas, los programas electorales. Ahora bien, estos programas, cuando se trata de grandes partidos nacionales, necesariamente «generalistas», ofrecen todo un conjunto de materias (económicas, tecnológicas, energéticas, educacionales, &c.) cuya concreción y determinación práctica desborda por completo la capacidad determinativa de la voluntad popular de los electores, por la sencilla razón de que los electores, en general, ni siquiera alcanzan a entender tales materias y, por tanto, sólo pueden acogerse a la autoridad o prestigio que para ellos tenga el partido que ofrece el programa electoral.
En estos casos, el pueblo sólo puede juzgar por características incidentales u oblicuas (generalmente falsas o tautológicas), vinculadas al «prestigio» del partido (tales como «partido de izquierdas que busca el progreso y la libertad», «partido de los trabajadores frente a la burguesía financiera», &c.). La representación, en estas condiciones, considerada desde la materia, no podrá ser directa, porque lo que ocurre es que son los partidos los que ofrecen la materia (los programas) a los electores, a la manera como las industrias creadoras de diseños (indumentarios, de automóviles, de medicamentos o de nuevos alimentos) son las que ofrecen al comprador, en un mercado pletórico, los materiales u objetos que el comprador debe elegir. Estas industrias son las que conforman, en un lapso de tiempo más o menos dilatado, la estructura de la «voluntad» de los compradores en el mercado. Los partidos políticos, asimismo, son los conformadores de las voluntades políticas del pueblo (de sus diversas partes) y sin ellos esas voluntades carecerían de objetivos en los cuales determinarse, es decir, permanecerían en estado políticamente amorfo.
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