Teníamos una incorregible tendencia a ver en cada acontecimiento un símbolo y un signo. Desde hacía setenta días se hacía esperar el Wäschetauschen, la ceremonia del cambio de la ropa interior, y ya circulaba insistente la voz de que faltaba ropa interior de recambio porque, debido al avance del frente, los alemanes no podían hacer afluir a Auschwitz nuevos transportes; «por eso» la liberación estaba cerca; y paralelamente, la interpretación opuesta, que el retraso de la muda era signo seguro de una próxima liquidación integral de todo el campo. Pero la muda llegó y, como de costumbre, la dirección del Lager se preocupó de que llegase de improviso y al mismo tiempo a todos los barracones.
Es preciso saber que en el Lager la tela escasea y es preciosa; y que el único modo que tenemos de procurarnos un trapo para limpiarnos la nariz, o un retazo para los pies, es precisamente el cortarle el faldón a una camisa en el momento de la muda. Si la camisa es de manga larga, se le cortan las mangas; si no, uno se contenta con un rectángulo de abajo, o se descose uno de sus numerosos remiendos. En todo caso, hace falta algún tiempo para procurarse aguja e hilo, y para realizar la operación con cierto arte, de modo que el estropicio no sea demasiado evidente en el acto de la entrega. La ropa sucia y rasgada pasa a granel a la Sastrería del campo donde es sumariamente zurcida, luego a la desinfección con vapor (¡no al lavado!) después es redistribuida; de ahí que, para salvar la ropa usada de las mencionadas mutilaciones, sea necesario hacer llegar la muda de la manera más imprevista.
Pero, siempre como de costumbre, no se ha podido evitar que alguna mirada sagaz penetrase bajo el toldo del carro que salía de la desinfección, de modo que en pocos minutos el campo se ha enterado de la inminencia de un Wäschetauschen y, por añadidura, de que esta vez se trataba de camisas nuevas, procedentes de un transporte de húngaros llegado hace tres días.
La noticia ha tenido una resonancia instantánea. Todos los detentadores abusivos de segundas camisas, robadas u «organizadas», o tal vez honestamente compradas con pan para protegerse del frío o para invertir capital en un momento de prosperidad, se han precipitado hacia la Bolsa, esperando llegar a tiempo de cambiar por géneros de consumo su camisa de reserva antes de que la oleada de camisas nuevas, o la certeza de su llegada, devaluasen irreparablemente el precio del artículo.
La Bolsa es siempre activísima. Aunque todo cambio (mejor, toda forma de propiedad) esté explícitamente prohibido, y aunque frecuentes rastreos de los Kapos o de los Blockälteste atropellen periódicamente en una sola fuga a mercaderes, clientes y curiosos, sin embargo, en el ángulo nordeste del Lager (significativamente en el ángulo más alejado de las barracas de la SS), apenas las escuadras han vuelto del trabajo, se reúne un concurso tumultuoso, al aire libre en verano, dentro del lavadero en invierno.
Aquí vagan a decenas, con los labios entreabiertos y los ojos relucientes, los desesperados por el hambre, a los que un instinto falaz empuja allá donde las mercancías exhibidas hacen más agria la roedura del estómago y más asidua la salivación. Van provistos, en el mejor de los casos, de la mísera media ración de pan que, con esfuerzo doloroso, han ahorrado desde la mañana, con la esperanza insensata de que se presente la ocasión de un trueque ventajoso con algún ingenuo, desconocedor de las cotizaciones del momento. Algunos de éstos, con salvaje paciencia, adquieren con la media ración un litro de potaje que, al ir alejándose, someten a la metódica extracción de los pocos pedazos de patata que yacen en el fondo; hecho lo cual, la cambian por pan, y el pan por un nuevo litro que expoliar, y esto hasta el agotamiento de los nervios, o hasta que cualquier perjudicado, cogiéndole in fraganti, no les inflija una severa lección, exponiéndolos a la pública irrisión. A la misma especie pertenecen los que van a la Bolsa a vender su única camisa; ésos saben bien lo que va a suceder, en la primera ocasión, cuando el Kapo compruebe que están desnudos bajo la chaqueta. El Kapo les preguntará qué han hecho de la camisa; es una pura pregunta retórica, una formalidad útil tan sólo para entrar en materia. Le responderán que la camisa se la han robado en el lavadero; también es de rigor esta respuesta, y no pretende ser creída; en realidad, hasta las piedras del Lager saben que en noventa y nueve veces de cada ciento quien no tiene camisa la ha vendido por hambre, y que además se es responsable de la camisa porque pertenece al Lager. Entonces, el Kapo lo golpeará, le será asignada otra camisa, y antes o después todo volverá a empezar.
Cada uno en su rincón acostumbrado, se estacionan en la Bolsa los mercaderes profesionales; los primeros de entre ellos, los griegos, inmóviles y silenciosos como esfinges, agazapados detrás de las escudillas de potaje denso, fruto de su trabajo, de sus combinaciones y de su solidaridad nacional.
Los griegos se han reducido ahora a poquísimos, pero han aportado una contribución de primer orden a la fisonomía del campo y a la jerga internacional que por él circula. Todos saben que «caravana» es la escudilla, y que «la comedera es buena» quiere decir que el potaje es bueno; el vocablo que expresa la idea genérica de hurto es «klepsi-klepsi», de evidente origen griego. Estos pocos supervivientes de la colonia judía de Salónica, la del doble lenguaje, español y helénico, y de las múltiples actividades, son los depositarios de una concreta, terrena, cómplice sabiduría en la que confluyen las tradiciones de todas las civilizaciones mediterráneas. Que esta sabiduría se resuelva en el campo con la práctica sistemática y científica del hurto y del asalto a los cargos y con el monopolio de la Bolsa de los trueques, no debe hacer olvidar que su repugnancia por la brutalidad gratuita, su asombrosa conciencia de la subsistencia de una, cuando menos potencial, dignidad humana, hacían de los griegos del Lager el núcleo nacional más coherente y, bajo este punto de vista, el más civil.
Se puede encontrar en la Bolsa a los especialistas de los hurtos en la cocina, con las chaquetas hinchadas por misteriosos bultos. Mientras para el potaje hay un precio casi estable (media ración de pan por un litro), la cotización de los nabos, remolachas, patatas, es caprichosa en extremo y depende mucho, entre otros factores, de la diligencia y la corruptibilidad de los guardianes de turno en los almacenes.
Se vende el Mahorca: el Mahorca es un tabaco de desecho, en forma de astillas leñosas, oficialmente en venta en la Kantine, en paquetes de cincuenta gramos, contra la entrega de «bonos-premio» que la Buna debería distribuir entre los mejores trabajadores. Tal distribución se hace irregularmente, con gran parsimonia y evidente iniquidad, de modo que la mayor parte de los bonos terminan, directamente o por abuso de autoridad, en manos de los Kapos y de los prominentes; sin embargo, los bonos-premio de la Buna circulan en el mercado del Lager a guisa de moneda, y su valor varía en estricta obediencia a las leyes de la economía clásica.
Ha habido períodos en los que se ha pagado una ración de pan por bono-premio, luego una y cuarto, también una y un tercio; una vez ha sido cotizado a ración y media, pero luego el suministro de Mahorca en las Kantinas ha disminuido y entonces, al faltar la cobertura, la divisa se ha precipitado de golpe a un cuarto de ración. Le ha sucedido otro período de alza debido a una razón singular: el cambio de la guardia en el Frauenblock, con la llegada de un contingente de robustas muchachas polacas. En efecto, puesto que el bono-premio es válido (para los criminales y los políticos: no para los judíos, los cuales, por lo demás, no sufren por la limitación) para un ingreso en el Frauenblock, los interesados han hecho un activo y rápido acaparamiento: de donde el alza que, por lo demás, no ha durado mucho.
Entre los comunes Häftlinge, pocos son los que buscan el Mahorca para fumárselo personalmente; casi siempre sale del campo y termina en los laboratorios civiles de la Buna. Es un sistema de «kombinacja» bastante difundido: el Häftling, una vez economizada del modo que sea una ración de pan, la invierte en Mahorca; se pone cautamente en contacto con un «aficionado» civil, que adquiere el Mahorca efectuando el pago al contado con una dosis de pan superior a la inicialmente establecida. El Häftling se come el margen de ganancia y pone en circulación la ración sobrante. Especulaciones de esta clase establecen una conexión entre la economía interior del Lager y la vida económica del mundo exterior: cuando, accidentalmente, ha llegado a faltar la distribución del tabaco a la población civil de Cracovia, el hecho, superando la barrera de alambre de púa que nos segrega del consorcio humano, ha tenido repercusión en el campo, provocando una clara alza de la cotización del Mahorca y, en consecuencia, de los bonos-premio.
El caso arriba esbozado no es sino el más esquemático: otro más complejo es el siguiente. El Häftling adquiere mediante Mahorca o pan -o quizás por donación de un civil- cualquier abominable, rasgado, sucio trapo de camisa, sin embargo, provisto aún de tres agujeros por los que pasar bien o mal los brazos y la cabeza. Siempre que no muestre más que signos de desgaste, y no de mutilaciones artificiosamente realizadas, semejante objeto, en lo que al Wäschentauschen se refiere, es válido como camisa y da derecho al cambio; todo lo más, quien lo muestra podrá recibir una adecuada dosis de golpes por haber puesto tan poco cuidado en la conservación de los indumentos de ordenanza.
Por ello, en el interior del Lager no hay gran diferencia de valor entre una camisa digna de tal nombre y un andrajo lleno de remiendos; el Häftling no tendrá dificultad en encontrar un compañero en posesión de una camisa en estado comerciable que no pueda valorizar porque, por razones de ubicación del trabajo, o de lenguaje, o de intrínseca incapacidad, no está en relación con los trabajadores civiles. Estos últimos se contentarán con un modesto porcentaje de pan para aceptar el cambio; efectivamente, el próximo Wäschentauschen restablecerá en cierto modo la nivelación repartiendo ropa buena o mala de manera perfectamente casual. Pero el primer Häftling podrá contrabandear en la Buna la camisa buena y vendérsela al civil de antes (o a cualquier otro) por cuatro, seis, hasta diez raciones de pan. Este tan elevado margen de ganancias refleja la gravedad del riesgo de salir del campo con más de una camisa puesta, o de regresar sin camisa.
Muchas son las variaciones sobre este tema. Hay quien no duda en sacarse las fundas de oro de las muelas para venderlas en la Buna por pan o tabaco; pero es más común el caso de que semejante tráfico tenga lugar por persona interpuesta. Un «número alto», es decir, un recién llegado, llegado hace poco pero ya lo suficientemente embrutecido por el hambre y por la extremada tensión de la vida en el campo, es oteado por un «número bajo» a causa de alguna rica prótesis dental que lleve puesta; el «bajo» ofrece al «alto» tres o cuatro raciones de pan al contado por someterse a la extracción. Si el alto acepta, el bajo paga, se lleva el oro a la Buna y, si está en contacto con un civil de confianza, del que no sean de temer delaciones o estafas, puede realizar sin más una ganancia de hasta diez, veinte o más raciones, que le son pagadas gradualmente, una o dos al día. Advirtamos a tal propósito que, contrariamente a lo que sucede en la Buna, cuatro raciones de pan son el importe máximo de los negocios que se concluyen en el campo, porque aquí sería prácticamente imposible tanto estipular contratos a crédito, como preservar de la codicia ajena y del hambre propia una cantidad mayor de pan.
El tráfico con los civiles es un elemento característico del Arbeitslager y, como se acaba de ver, determina la vida económica. Es por lo demás delito, explícitamente contemplado por el reglamento del campo y asimilado al delito «político»; por ello es castigado con particular severidad. El Häftling convicto de Handel mit Zivilisten, si no dispone de buenas influencias; acaba en Gleiwitz III, en Janina, en las minas de carbón de Heidebreck; lo que significa la muerte por agotamiento en el transcurso de unas pocas semanas. Además, el mismo trabajador civil cómplice suyo puede ser denunciado a la autoridad competente alemana y condenado a pasar un período variable, según me consta, de quince días a ocho meses en Vernichtunslager, en las mismas condiciones que nosotros. Los obreros a los que se aplica este género de talión son expoliados como nosotros a la entrada, pero sus efectos personales se conservan en un almacén a propósito. No se los tatúa y conservan su pelo, lo que los hace fácilmente reconocibles, pero durante todo el tiempo del castigo se los somete al mismo trabajo que a nosotros y a nuestra disciplina; excluidas, desde luego, las selecciones.
Trabajan en Kommandos especiales y no tienen contacto de ningún género con los Häftlinge comunes. En efecto, para ellos el Lager es un castigo y, si no mueren de cansancio o de enfermedad, tienen muchas probabilidades de volver entre los hombres; si se les diese la posibilidad de comunicarse con nosotros, ello abriría una brecha en el muro que nos tiene muertos para el mundo, y una rendija sobre el misterio que reina entre los hombres libres en torno a nuestro estado. En cambio, para nosotros, el Lager no es un castigo; para nosotros no se prevé un término, y el Lager no es otra cosa que el género de existencia a nosotros asignado, sin límites de tiempo, en el seno del organismo social germánico.
Una sección de nuestro mismo campo está destinada por supuesto a los trabajadores civiles de todas las nacionalidades que deben residir en él durante un tiempo más o menos largo, en expiación de sus relaciones ilícitas con los Häftlinge. Dicha sección está separada del resto del campo mediante un alambre de púas, y se llama E-Lager, y E-Häftlinge se llaman sus huéspedes. E es la inicial de Erziehung, que significa «educación».
Todas las combinaciones hasta ahora descritas están fundadas en el contrabando de material perteneciente al Lager. Por eso, los SS son tan rigurosos al reprimirlos: el mismo oro de nuestros dientes es propiedad suya, puesto que, arrancado de las mandíbulas de los vivos y de los muertos, todo termina antes o después en sus manos. Es, por lo tanto, natural que se ocupen de que el oro no salga del campo.
Pero contra el hurto en sí la dirección del campo no tiene ninguna prevención. Lo demuestra la actitud de amplia connivencia manifestada por los SS frente al contrabando inverso.
Aquí, las cosas son generalmente más sencillas. Se trata de robar o de comprar después de robado alguno de los variados utensilios, herramientas, materiales, productos, etcétera con los que a diario estamos en contacto en la Buna por razones de trabajo; introducirlo en el campo por la tarde, encontrar el cliente y efectuar el trueque por pan o sopa. Este tráfico es intensísimo: para determinados artículos, que no obstante son necesarios para la vida normal del Lager, ésta, la del hurto en la Buna, es la única y regular vía de abastecimiento. Son típicos los casos de las escobas, de los barnices, del alambre eléctrico, del betún de los zapatos. Valga como ejemplo el tráfico de esta última mercancía.
Como ya hemos dicho en otra parte, el reglamento del campo prescribe que todas las mañanas los zapatos se embetunen y se les saque brillo, y cada Blockältester es responsable ante los SS de la obediencia a esta disposición por parte de todos los hombres de su barracón. Se podría, pues, pensar que cada barracón disfruta de una asignación periódica de betún para los zapatos, pero no es así: el mecanismo es otro. Es necesario anticipar que cada barracón recibe, por las tardes, una asignación de potaje que es un poco mayor que la suma de las raciones reglamentarias; el exceso es repartido según el arbitrio del Blockältester, el cual se procura, en primer lugar, las atenciones para sus amigos y protegidos, en segundo, las compensaciones debidas a los barrenderos, a los guardias nocturnos, a los inspectores de piojos y a todos los demás funcionarios prominentes de la barraca. Lo que todavía queda (y todo Blockältester astuto hace que siempre sobre), sirve precisamente para las compras.
Lo demás se comprende: los Häftlinge a los que se les ofrece en la Buna la ocasión de llenarse la escudilla de grasa o de aceite de máquina (o de otras cosas: cualquier sustancia negruzca y untuosa se considera al fin adecuada), llegados al campo por la tarde, hacen sistemáticamente la ronda de los barracones hasta que encuentran al Blockältester desprovisto del artículo o que quiere tenerlo en reserva. Por lo demás, cada barraca tiene por lo menos su abastecedor habitual, con el cual ha sido pactada una compensación fija diaria a condición de que proporcione la grasa cada vez que la reserva esté a punto de acabarse.
Todas las noches, junto a las puertas de los Tagesräume, se estacionan pacientemente los puestos de los proveedores: quietos y en pie durante horas y horas bajo la lluvia o la nieve, hablan agitadamente y en voz baja de cuestiones relacionadas con las variaciones de los precios y del valor del bono-premio. De cuando en cuando alguno se separa del grupo, hace una breve visita a la Bolsa y vuelve con las últimas noticias.
Además de los ya nombrados, son innumerables los artículos disponibles en la Buna que pueden ser útiles en el Block, ser agradecidos por el Blockältester, o suscitar el interés o la curiosidad de los prominentes. Bombillas, cepillos, jabón corriente o de barba, limas, pinzas, sacos, clavos; se despacha el alcohol metílico, bueno para hacer bebidas, y la bencina, buena para encendedores, prodigios de la industria secreta de los artesanos del Lager.
En esta compleja red de hurtos y contrahurtos, alimentados por la sorda hostilidad entre los comandos SS y la autoridad civil de la Buna, función de primer orden tiene el Ka-Be. El Ka-Be es el lugar de menor resistencia, la válvula por la que más fácilmente pueden evadirse los reglamentos y eludirse la vigilancia de los Kapos. Todos saben que son los mismos enfermeros los que reincorporan al mercado, a bajo precio, la ropa y los zapatos de los muertos y de los seleccionados que parten desnudos para Birkenau; son los enfermeros y los médicos los que exportan de la Buna los sulfamídicos asignados, vendiéndolos a los civiles contra géneros alimentarios.
Además, los enfermeros obtienen grandes ganancias del tráfico de cucharas. El Lager no provee de cuchara a los recién llegados, aunque el potaje semilíquido no pueda ser consumido de otra manera. Las cucharas se fabrican en la Buna, a escondidas y en los ratos libres, por los Häftlinge que trabajan como especialistas en los Kommandos de herreros y hojalateros; se trata de bastas y pesadas herramientas, hechas con chapas trabajadas a martillazos, frecuentemente con el mango afilado, de modo que sirva al mismo tiempo de cuchillo para cortar el pan. Los mismos fabricantes las venden directamente a los recién llegados; una cuchara sencilla vale media ración, una cuchara-cuchillo tres cuartos de ración de pan. Ahora bien, es ley que en el Ka-Be se pueda entrar con la cuchara, pero no salir con ella. A los curados, en el acto de darlos de alta y antes de vestirlos, la cuchara les es confiscada por los enfermeros, que la envían en venta a la Bolsa. Añadiendo a las cucharas de los curados las de los muertos y las de los seleccionados, los enfermeros llegan a percibir a diario las ganancias de la venta de una cincuentena de cucharas. Por el contrario, los enfermos dados de alta se ven obligados a reanudar el trabajo con la desventaja inicial de media ración de pan asignada a la adquisición de una nueva cuchara.
En fin, el Ka-Be es el principal cliente y comprador de los hurtos consumados en la Buna: del potaje destinado al Ka-Be veinte buenos litros al día son presupuestados como fondo de hurtos para adquirir de los especialistas los artículos más variados. Hay quien roba el fino tubo de goma utilizado en el Ka-Be para las enteroirrigaciones y las sondas gástricas; quien llega a ofrecer los lapiceros y tintas de colores, necesarios para la complicada contabilidad de la comandancia del Ka-Be; los termómetros y la vajilla y los reactivos químicos que salen de los almacenes de la Buna en los bolsillos de los Häftlinge y se emplean en la enfermería como material sanitario.
Y no querría pecar de inmodestia al añadir que ha sido nuestra, de Alberto y mía, la idea de robar los rollos de papel milimetrado de los termógrafos de la Oficina de Desecación y ofrecérselos al Médico Jefe del Ka-Be, sugiriéndole que lo emplee bajo la forma de módulos para los diagramas pulso-temperatura.
En conclusión, el hurto en la Buna, castigado por la Dirección Civil, es autorizado y estimulado por los SS; el hurto en el campo, reprimido severamente por los SS, es considerado por los civiles una operación normal de cambio; el hurto entre Häftlinge es generalmente castigado pero el castigo afecta con la misma gravedad al ladrón y al robado. Quiero invitar ahora al lector a que reflexione sobre lo que podrían significar en el Lager nuestras palabras «bien» y «mal», «justo» e «injusto»; que juzgue, basándose en el cuadro que he pintado y los ejemplos más arriba expuestos, cuánto de nuestro mundo moral normal podría subsistir más allá de la alambrada de púas.
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