Él mismo se llamaba «el creador sin escape». Escribía a todas horas y durante todos los días de su vida. Creaba mucho más de lo que humanamente era posible publicar. Además, en aquella España de principios de siglo la poesía no era un género fácil de editar. Y por si todo esto fuera poco, Juan Ramón Jiménez era un obseso de la edición, como meridianamente claro dejó dicho: «Maldigo a los que en el futuro hagan libros feos de mi obra».
Por eso no es de extrañar que muchos de sus versos, muchos de sus títulos, a menudo también menoscabados por otros proyectos, quedaran en carpetas y cajones. Como «Arte menor», un libro escrito en