jueves, 10 de febrero de 2011

Prosa poética: Benévola anarquía, por Andrea Lajaunie.

BENÉVOLA  ANARQUÍA 

 Después de una intensa noche de  música y de copas, amanecen a las 12 del mediodía con los ojos llenos de sueño y una indeleble sonrisa.  Tras un breve desayuno de café y  bocadillo de jamón ibérico, sus pasos les llevan a la playa , agreste y desierta, de todos los veranos.

Marea baja. La rocas esparcidas, desordenadas sobre la arena blanca y suave. El mar, tranquilo. Tumbados  al abrigo  de las dunas y de la sombra verde de las montañas.  Los oídos regalados por el rumor de las olas, la piel tibia bajo el cálido sol de septiembre, los pensamientos disueltos en la brisa, retazos de palabras intermitentes... 

Son las ocho de la tarde. Y en el chiringuito, toman su blanco con nécoras y caracolillos, paladeando cada trago, sabor a mar succionado con placer y parsimonia. Recorren, despacio, el paseo marítimo, capturando los reflejos de la luna sobre el agua.

Son las cuatro de la mañana y están con su segundo gintónic  en una terraza. Entonan quedamente las canciones de toda la vida, el tiempo suspendido...


Ejercicio del Taller, a partir de un texto de Tennessee Williams, The poet (1948):

El poeta destilaba sus propias bebidas alcohólicas y se había hecho tan competente en ese arte que podía producir licores fermentados a partir de casi cualquier tipo de materia orgánica. El licor lo llevaba en un caneco sujeto en el cinturón, y cada vez que el cansancio se apoderaba de él, hacía alto en algún lugar solitario y se llevaba el caneco a los labios. Entonces, lo mismo que una burbuja de jabón atravesada por un rayo de luz, el mundo cambiaba de color y quedaba atravesado por una gran vitalidad que se abría paso en él como un océano ilimitado. Quedaba desplazada la superficialidad habitual de las impresiones, y sus sentidos se combinaban en un único rayo perceptivo que le dejaba ciego para los fenómenos y experiencias de menos categoría, lo mismo que las velas quedarían eclipsadas en una cámara de cristal expuesta a un sol en su cénit un día sin nubes.
Llevaba una existencia de benévola anarquía, pues nadie de su época era más ajeno que él a la influencia de los estados y las organizaciones. En las zonas pobladas podía subsistir como un carroñero dedicado a alimentarse de los desperdicios de los demás, pero en terreno abierto vivía como un rumiante a base de todo tipo de cosas verdes que le admitiera el estómago.

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