Quien no va al teatro es porque no quiere
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Quien no va al teatro es porque no quiere
Quien no va al teatro es porque no quiere
Pequeñas salas, pequeños formatos, pequeños precios, grandes ofertas. En la sala de la Princesa se despide Mi mapa de Madrid, de Margarita Sánchez; en la Nueva Dos del teatro Fernán-Gómez, Ahora, de Pablo Messiez
Mi mapa de Madrid está siendo uno de los éxitos sorpresa de la temporada en
la sala pequeña del María Guerrero. La escritura de Margarita Sánchez (entre el Arniches de las tragedias grotescas y el Sastre de La taberna fantástica, con un guiño a Valle, más por el ambiente y las peripecias que por el lenguaje) tiene naturalidad, ingenio y encanto; características que comparten los actores de la compañía Teatro de la Danza, muy bien dirigidos por Amelia Ochandiano. La historia, ambientada en el barrio de La Latina, comienza en clave costumbrista y pronto vira hacia una tonalidad sorprendente: tres vecinas deciden comer la carne de una perra "suicidada" como acto psicomágico para atraer la suerte, los parroquianos de un bar próximo optan por sepultar a un amigo muerto en su propio domicilio, y la pieza culmina con un asesinato, una aparición fantasmal y una apoteosis madridista. Pese a la clave esperpéntica, todo rezuma verdad humana y una mirada irónica pero nunca amarga sobre los desheredados personajes. Estrella Blanco, que interpreta a Lola, la tumultuosa portera del edificio, se lleva, para mi gusto, la función: vivaz, con una gran fuerza expresiva y un oído atinadísimo para calzar sus réplicas, sería la actriz perfecta para encarnar a Vicky Mir, una de las protagonistas de Caligrafía de los sueños, la última novela de Marsé. También está impecable esa gran veterana que es Amparo Pamplona en el rol de la adivina Luisa, hilarante en el monólogo en que narra la raíz de sus desventuras con los hombres; en el apartado masculino, destacan José Luis Gago, el manso dueño del bar, y Roberto Cairo en el rol de Julián, un chulapo canalla que parece la versión patosa de Juanito Ventolera. Única pega: una cierta tendencia, ocasional pero molesta, a gritar el texto, cosa incomprensible dadas las reducidas dimensiones de la sala. (Por cierto, precio de la entrada: 15 euros). Hablando de salas pequeñas (y ofertas grandes, en todos los sentidos), me acerqué a la nueva segunda sala del Teatro Fernán-Gómez porque me habían hablado maravillas del argentino Pablo Messiez, que con Ahora muestra su triple talento como autor, actor y director. El espacio es un tanto desafecto pero hay que aplaudir el precio de las localidades, a diez módicos euros. Inciso: en esa misma línea de precios anticrisis, en Barcelona está funcionando una nueva sala, FlyHard Teatre (38 butacas, en el barrio de Sants), dirigida por el dramaturgo Jordi Casanovas: él y su compañía costean el alquiler (a la porteña usanza) y sus propios sueldos con lo que ganan en bolos, ya que las entradas cuestan cinco o diez euros, a elegir, según el bolsillo de cada espectador. Inciso bis: la obra de Casanovas que se está representando en FlyHard, Un hombre con gafas de pasta, se verá (ocho funciones, dos fines de semana) desde el próximo 3 de marzo en la madrileña sala Azarte, de disposición casi idéntica al teatrito de Sants. Volviendo a Messiez: Ahora ya no está en cartel, pero me apetece reseñarla aquí porque el espectáculo lo merece y de cara a una más que posible gira. Dicho de otra manera: atrápenla, señores programadores, que vale la pena. Ahora es un singularísimo artefacto en el que tres actores juegan, en la más amplia y hermosa acepción del término, a convertirse en personajes de una de sus novelas favoritas, entrando y saliendo de los roles respectivos, alternando el monólogo autobiográfico y el terceto de ficción para crear un tejido nuevo que podría quedarse en ejercicio de estilo y tiene la virtud de esponjar todas las células de la imaginación. La novela es Frankie y la boda (The member of the wedding, de Carson McCullers), que se ha llevado varias veces a la escena (y a la pantalla) pero nunca, que yo sepa, con el talento, el desparpajo y el gramo de feliz locura de que hacen gala Pablo Messiez, Fernanda Orazi y Estefanía de los Santos, dos porteños y una andaluza. La Frankie original, aquella niña de doce años, sola en el mundo, que recordaba a la versión salvaje (y anticipada) de Holden Cauldfield, es Estefanía de los Santos, una actriz insólita, gitanísima, con una gracia y una fiereza fuera de lo corriente (voz oscura y un punto nasal, emociones a flor de piel, gestualidad siempre imprevisible), que hace pensar en un explosivo cruce entre la adolescente Lola Flores y la Catita de Niní Marshall. Berenice Sadie Brown, la criada negra y tuerta que ampara a la huérfana Frankie y a su primo Johnny, es la impresionante Fernanda Orazi que, obviamente, ni es negra ni es tuerta: "su" Berenice recuerda a la madre de Bernarda Alba en su juventud y a las madres de las novelas de Manuel Puig, siempre fantaseando con Hollywood ("La familia de Liz Taylor me quiere mucho") y contando películas como si fueran cuentos para la hora de acostarse. Y el pequeño Johnny (aquí Juanín) es, por supuesto, Pablo Messiez, cuyo trabajo tiene aceleraciones de Coche Fantástico y frenadas de Masseratti, y que compone su personaje a caballo entre el pequeño Truman Capote de Matar un ruiseñor y uno de los críos, introvertidos y superdotados, de la familia Tannembaum. A Messiez le basta con el roñoso ángulo de una cocina (la sombra de Veronese es felizmente alargada), un cassette de Nina Simone y un espacio vacío al otro lado (nunca mejor dicho) para crear la atmósfera, el cielo y la tierra de su rayuela, un territorio en el que los actores pueden hablarnos de su infancia sin que suene "poético" (las palabras justas, los tonos justos), pueden instalarnos en el largo y cálido verano de una infancia en el sur ("¿Nos tiramos al suelo, que tengo calor?") y todo puede transmutarse a cada paso, en una u otra dirección, del mismo modo que un fragmento de Julio Iglesias ("Me olvidé de vivir") se convierte en una confesión de impotencia y esclavitud. El público, que llenaba la sala, entra de hoz y coz en el juego, como si nos llevaran, mágicamente, por la punta de la nariz. Próximas citas: el Tranvía de Williams/Gas en el Español, Penumbra de Animalario en el Matadero y, en el Goya barcelonés, Llama un inspector, de Priestley, protagonizado y dirigido por José María Pou.
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