Cuentistas (I): Medardo Fraile - Por Sergi Bellver
Fuente: http://www.revistadeletras.net/cuentistas-i-medardo-fraile/
Medardo Fraile (Madrid, 1925) es un referente ineludible en el cuento contemporáneo español y el eslabón del que parten varios de los mejores cuentistas de las últimas décadas. Cuentistas que, aun trabajando el relato desde diferentes estéticas, reconocen una deuda inequívoca con la literatura de Medardo Fraile. Aunque autores de la talla de Juan Eduardo Zúñiga o Ana María Matute mantienen también viva la voz de aquella generación del medio siglo, es el autor de Cuentos con algún amor (1954), Cuentos de verdad (1964) o Contrasombras (1998) quien mejor ha permitido encadenar una suerte de “linaje” con el cuento actual. Maestro literario y literal de cuentistas como Ángel Zapata o Víctor García Antón, contemporáneo de Ignacio Aldecoa y narrador de mirada afilada y lírica al tiempo. Este ciclo pretende dibujar el mapa del relato breve español hasta hoy y, por ello, no podía comenzar con otro cuentista que no fuera Medardo Fraile.
¿Por qué el cuento, Medardo? Después de tu experiencia en el teatro con Alfonso Sastre y Alfonso Paso, y más de treinta años antes de esa única novela tuya, Autobiografía (1986), ¿qué te impulsó a consagrar (perdón por lo solemne) tu obra narrativa al cuento desde el comienzo?
Yo escribía ya “narraciones” (así las llamaba) antes de coincidir, en una Academia de Bachillerato, con otros jovenzuelos divertidos, dos de los cuales, Alfonso Sastre y Alfonso Paso, se pasaban las clases y el resto del día hablando de teatro, escribiendo diálogos y obritas de teatro no demasiado malas. Dos o tres de mis “narraciones” se publicaron en la primera revista donde yo escribía (“Aspiraciones”, luego “Amenidades”) y donde escribían también escritores conocidos de aquella época (José Araujo Costa, José Baró Quesada, Francisco Casares, José Francés, Majó Framis, José Altabella…). Los profesores en la Academia y los jovenzuelos divertidos admiraban mi forma de escribir y los últimos, sobre todo, que yo publicara ya (y cobrara) lo que escribía. Ellos, con un pariente de Paso, José Gordón Paso, me llevaron a fundar “Arte Nuevo” (primer teatro de ensayo de la Posguerra) y a escribir teatro. Tuve éxito en colaboración con ellos y, luego, solo, con mi obra “El hermano” (que a Charles David Ley le recordó el teatro de Chéjov, cuando yo aún no había leído a Chéjov). Me gustaba y me gusta el teatro, pero el ambiente teatral me pareció abominable y me encantaba escribir prosa. Un buen día, al comienzo de los estudios en la Universidad, abandoné el teatro y seguí escribiendo artículos, algún poema y otras “narraciones” (cuentos). Luego, hice durante cinco años crítica teatral en “Cuadernos de ÁGORA”, que fue muy elogiada, entre otros por Buero Vallejo y Alberto González Vergel. En cuanto a la novela, escribí una cuando me harté de que me dijeran que debería escribir novela. No veo la necesidad…
Entre tus primeras lecturas de grandes maestros del relato (Chéjov, Katherine Mansfield y tantos otros) y los mejores continuadores y renovadores del cuento actual, ¿crees que puede identificarse, al margen del evidente auge editorial del cuento, una evolución literaria del género?
Creo que sí. Y creo también que cualquier innovación que lleve el marchamo de un verdadero escritor es deseable. Los que, a mi juicio, han ahondado más y han llegado más lejos han sido Ángel Zapata e Hipólito G. Navarro, lo cual no quiere decir que otros más conservadores, que han sido vehículos aportadores hacia esa evolución, no cuenten con una obra también muy valiosa.
Cuentistas de estéticas muy diversas te reconocen como maestro o influencia. Desde dinamiteros de convenciones como los mencionados Ángel Zapata o Hipólito G. Navarro a esos otros narradores más, digamos, conservadores, desde un punto de vista formal. ¿A qué crees que se debe que tu obra haya abierto y sugerido vías a cuentistas tan diferentes?
Supongo que mis primeros cuentos fueron en su época (primeros años de los 50), innovadores. Como ejemplos, yo citaría “El puesto de libros”, “Cuento de estío”, “Domingo con asfódelos” o “Un juego de niñas”, de Cuentos con algún amor (1954). Lo que sí puedo afirmar, y lo puede comprobar el que quiera, es que los cuentos de ese libro sorprendieron a los críticos que, por los síntomas, no habían leído antes nada parecido bajo el membrete de “cuento”.Hay en muchos de tus relatos una sutil carga de profundidad, una mirada extrañada que los distancia del mero naturalismo o del tedio costumbrista. También una sabia y chejoviana manera de no atar todos los cabos, como en “Señor Otaola, Ciencias”, por ejemplo. ¿Qué delata para ti a un buen cuento? ¿Cuál sería esa seña de identidad en tus mejores cuentos?
Decirlo todo sin contarlo. Dejar caer al autor sobre ellos con lo que en ese momento sienta, piense, añore, busque, con espíritu de compañero de viaje. El cuento ha de tener alma y el alma es inasible, es, según dicen, esos gramos de peso que pierde el cadáver del hombre en el instante de morir. En el cuento deben oírse ecos, como en la vida humana hay ecos que no son aparentes, pero configuran el misterio de cada cual. Los ecos dan consistencia real a los personajes y a las situaciones en que se encuentran.
Uno de tus relatos más conocidos, “El álbum”, que ofrecemos a nuestros lectores al final de la entrevista, ejemplifica los diferentes niveles de lectura que soporta un buen cuento. Háblanos un poco del proceso creativo, de cómo te planteas el camino desde la idea inicial al texto definitivo, de cómo surgen tus cuentos. ¿Planificas todo con antelación, corriges a partir de un torrente inicial o cada cuento te pide una estrategia distinta (ninguna, incluso)?
No voy casi nunca hacia el cuento; el cuento viene a mí. Oigo algo, presencio algo y me digo: “Ahí hay un cuento”. Entonces, esa idea de posible relato la olvido o ella insiste en mí, por su cuenta y riesgo, como si me pidiera contarla. Cuando reaparece, vuelvo a pensar en ella y, generalmente, en el pensamiento le quito o le añado algo y, un día, por fin, me siento a escribirla. En el curso de la escritura puedo cambiar algo otra vez, dejándola más escueta o enriqueciendo su posible efecto en el lector. Corrijo mucho. Escribo a mano, corrijo, y en el ordenador siguen las correcciones, pequeñas o no, porque en el cuento no hay correcciones insignificantes. Por mínimo que sea el cuento (como es el caso de “El álbum”) hasta que me quedo a gusto con él, ha pasado por diez o doce copias, o más. En suma, se convierte en una obsesión, que puede durar uno, dos o tres días.
Desde Glasgow has tenido durante muchos años una distancia no sólo real, sino también ética, si me apuras, respecto a la realidad editorial española. Aunque en tus memorias, El cuento de siempre acabar (2009), saldas algunas cuentas, ¿sientes que esa distancia ha beneficiado a tu escritura, a tu independencia?Mi escritura ha seguido igual (cargada, por supuesto, de más experiencias), pero el buen nombre que tenía cuando llegué a Southampton en 1962, se fue borrando, porque entonces (ahora menos) la Literatura era un solo plato de lentejas y yo no estaba encima con mi cuchara (“El ojo del amo engorda el caballo”), y por otras circunstancias, la Transición y sus urgencias y preocupaciones inherentes, la llegada a la vida pública de gentes y publicaciones nuevas, etcétera. Pero nunca dejé de publicar en España cuentos, artículos y algún libro, aunque con menos frecuencia, ya que el trabajo en la Universidad de Strathclyde, la lluvia, el frío y los días oscuros me cansaban y me quitaban horas. Creo que la distancia, hasta cierto punto, me dio algo más de independencia, y digo hasta cierto punto, porque el sentimiento de independencia me ha acompañado siempre en la vida.La publicación de Escritura y verdad permitió, entre otras cosas, que muchos jóvenes conocieran tu trabajo. A pesar de todo, todavía parece que no pocos escritores actuales tienen ciertas lagunas respecto a sus predecesores, empezando por ti y siguiendo con otras piezas clave del cuento español como Ignacio Aldecoa, Francisco Ayala o Max Aub. Sin embargo, los mejores cuentistas norteamericanos de las últimas décadas son a menudo la referencia principal de esos nuevos autores. Eso ha producido lo que algunos llaman (José María Merino, por ejemplo) “deslocalización” de sus historias. Algo, por otro lado, casi inevitable en estos tiempos. ¿Crees que hay en nuestro país un espacio literario en blanco entre tu generación y la actual?
Creo que ese espacio en blanco se ha producido por lo de siempre, por falta de lectores. Ese espacio en blanco es crónico, siglo tras siglo, generación tras generación, desde que la literatura española existe, y si la literatura existe es, casi exclusivamente, gracias a los escritores. Aquí basta con saber el nombre del escritor o dedicarle una calle para olvidarse completamente de él. No se pasa del nombre. Y si, como es evidente, a los españoles no les ha interesado nunca España (de la que hablan como si se tratara de una tía enferma irremediable que vive en el Canadá), ¿por qué les va a interesar su literatura? Aquí lo que siempre vale es ser extranjero, incluso tonto extranjero, y si una española vecina nuestra viene a pedirnos un ramito de perejil, nos resulta molesta. ¡Qué diferencia con los británicos, con los franceses, con los alemanes, de un patriotismo realmente feroz!
En Páginas de Espuma, la misma editorial que en 2004 publicó esos, hasta entonces, cuentos completos, podemos encontrar tu libro más reciente, Antes del futuro imperfecto. Dividido en dos partes y con multitud de cuentos inéditos, demuestra que tu mirada de cuentista no ha perdido el filo ni la ternura. El mundo académico puebla la primera parte y en la segunda te permites experimentar más, con relatos como “Play it again, Sam”. ¿Qué temas y motivos te han interesado y motivado más a la hora de escribir tus cuentos? ¿Qué obsesiones crees que has convertido en literatura más a menudo?
Lo de “experimentar más” está bien dicho porque, para mí, cada cuento es un experimento, un volver a empezar. Pero el otro experimento, al que te refieres, sí, se da en el último libro en “Play it again, Sam” y en “Retales”. En cuanto a lo demás, no lo sé. Soy refractario a todo lo que huela a hadas, a gnomos, a princesas, a sentimentalismos… Mis cuentos representan a su autor muy bien, y lo que me preguntas es una buena tarea para cualquier erudito presente o futuro. Trabajo, desde luego, con la ternura (bien entendida), con la ironía, con el humor, con los colmillos (si viene al caso) y con las muchas verdades, mentiras y misterios, sospechados o insospechados, que hay en todos nosotros.En este ciclo de entrevistas contaremos cada semana con una pregunta realizada por los lectores. Manuel Abacá, desde Madrid y también cuentista, por cierto, nos envía la siguiente: “¿Considerar un tema agotado para la literatura implica tenerlo superado como autor o reconocer nuestras limitaciones y gustos?”Querido colega Manuel Abacá: creo que, puesto que todos somos diferentes y las circunstancias también cambian, no puede haber tema agotado, aunque lo hayan tratado con acierto y con inteligencia muchísimas veces. Recuerdo a un compañero mío en el “Ramiro de Maeztu” que me dijo que él no pensaba escribir nada, porque todo estaba ya dicho. Si todos pensáramos igual, el mundo estaría sumido en el silencio y en el aburrimiento. Algo parecido me dijo un catedrático hispanista en Inglaterra: “Yo me he dedicado a estudiar la literatura española, porque en la francesa está todo dicho”. Pero su problema era mucho más simple: es que no se le ocurría nada nuevo sobre lo que ya estaba dicho.
Señores tristes que cuentan cosas grises. Sin embargo, bajo la piel de la forma y el efecto yace siempre algo más. Creo que en tus cuentos sucede, que esa aparente tristeza, incluso cuando recurres al humor como contrapeso, es un modo de no bendecir la realidad. ¿Escribimos siempre contra algo? ¿Cual ha sido o es la corriente, si la hay, contra la que nadas en tu literatura?
En este mundo, en el que he vivido alegrías, tristezas, diversiones, aburrimientos, desilusiones y esperanzas, me he dado cuenta siempre de que la realidad no es para bendecirla, y a uno le gustaría poder hacerlo. El humor, a fin de cuentas, no es más que resignación, sin acabar de ser resignación. A ti (estoy seguro) y a mí nos hubiera gustado otra cosa. Y eso que nosotros somos los afortunados que hemos nacido en la zona de los depredadores. Tenemos botas, chubasqueros y paraguas para que no nos calen las lágrimas del mundo ajeno al nuestro, creemos que no podemos amar si no tenemos cama, estamos convencidos de que la luz es cosa nuestra porque apagamos y encendemos bombillas, practicamos la “transparencia” con siglas (para que la gente se entere cada día menos) y, sin embargo, nuestra alegría (la de los jóvenes, la mía ya no cuenta) se parece demasiado a la desesperación (rupturas, drogas, destrucciones: pedradas, incendios, navajas…). Al que este mundo no le ponga triste alguna vez o le falta algo esencial o le sobra algo que no le pertenece.
Leí en una entrevista reciente que te hizo el citado Ángel Zapata que “Quiero dormir”, de Chéjov, te parecía uno de los relatos más perturbadores que recordabas. ¿Qué cuento de todos los que has escrito crees que podría sorprender y conmover más a un lector que, a estas alturas, llegara por primera vez a cualquiera de tus libros? ¿Hay alguno que, a tu juicio, resuma tu poética personal con un efecto más claro?
Bueno, eso depende siempre del lector y sólo por haber escrito casi doscientos cuentos me atrevo a citarte catorce títulos y así habrá para todas las sensibilidades (perdóname): “Las personas mayores”, “Los encogidos”, “Punto final”, “Roque Macera”, “Perdónanos, Hermy”, “Episodio Nacional”, “El señorito”, “Crónica de la esperanza”, “De pronto (Celebración Ibérica)”, “La piedra”, “El sillón”, “Old man drive”, “Postrimerías”, “No hay prisa en abrir los ojos”… Lo de mi “poética personal” es para mí más difícil: ¿”El banco”, “Primeros pasos”? Quizá.
¿Qué te interesa o te llega más de un cuento, la emoción provocada, la idea contenida o la perfección formal? ¿Cuál de ellas te parece más importante en un buen cuento?
Me interesan las tres, la emoción provocada, la idea contenida, como tú dices, y la perfección al expresarlas (que incluye la precisión en el lenguaje, la sobriedad). Un cuento mal escrito es peor que un chiste mal contado.Tú mismo, en su momento, has impartido cursos y talleres de escritura de relatos. Hay que reconocer que algunos de tus alumnos han llegado lejos e imagino que otros muchos seguirán emborronando cuartillas. ¿Hasta dónde crees que es posible la enseñanza en la creación literaria? ¿No se corre el peligro de producir una especie de “escritura de taller”, como dicen algunos? Quizá sólo podamos formar lectores en un taller, pero el escritor ya venga de serie. Háblanos un poco de tu experiencia en este terreno.
Alguna vez he contado que ni mi gente de los ’50 ni yo teníamos idea de esos talleres, aunque nos llegaban noticias de que los había en las universidades norteamericanas y en alguna británica. Nosotros fuimos escritores leyendo, pensando, corrigiéndonos a solas y porque Dios quiso, y ese era el sistema (si puede llamarse así) por los siglos de los siglos antes de nacer nosotros. Lo de ahora puede ser, entre los jóvenes, un temor infundado, una aprensión. Les gusta leer, se creen escritores y buscan la confirmación de lo que creen y sienten en un taller. Y del taller sale escribiendo, yo creo, el que ya era escritor antes de estar allí, y los demás aprenderán algo que no les va a estorbar en la vida. Merino, Zapata y yo parece que hemos tenido bastante suerte con algunos de los que han asistido a los nuestros, y eso es siempre consolador. Pero yo juraría que los talleres no pasan de ser una oportunidad para ejercitarse y una comodidad, y no me parecen imprescindibles.
Escribir cuentos es sobre todo renunciar al exceso, al ornamento innecesario. Es una renuncia que implica, también, un arduo trabajo posterior. Por razones parecidas, leer un buen cuento demanda un extra de atención, una predisposición a lo que de tarea tiene la lectura. ¿Crees que el lector de cuentos es, en general, más exigente? ¿Viene de ahí tal vez que el cuento, todavía hoy, parezca asunto de minorías inquietas?
Si el lector no es más exigente, debería serlo, porque leer cuentos no es leer novelas. España necesita una reforma duradera, disciplinada y seria en la enseñanza, en los programas, en los profesores y en los alumnos, a todos los niveles. Estudiar es trabajar. Hay todavía muchísimos que no piensan más que en el cuento infantil (contra el que no tengo nada, pero es otra cosa) cuando les hablan de “cuento”.
La tan traída y llevada unidad en un libro de cuentos, si se me permite, debiera partir de la propia escritura, de la voz del autor, aunque variara de registro en cada relato. ¿Qué piensas de este asunto? ¿Le pides un hilo conductor a un libro de cuentos o prefieres cierta (aparente o no) anarquía?
Me quedo con la primera parte de tu pregunta, con la que estoy totalmente de acuerdo: esa unidad debiera partir de la propia escritura, de la voz del autor, aunque varíe de registro cada relato. Así han sido, desde el principio, todos mis libros y creo que, un buen lector, me reconoce en cada uno de esos cuentos. El último libro, Antes del futuro imperfecto, está hilvanado en el transcurrir del tiempo de una vida; es el único que, sin negar lo anterior, lo he concebido con unidad temática.
¿Qué autores españoles y latinoamericanos de relatos te parecen más destacables en los últimos años? ¿Qué libros de cuentos más o menos recientes te han dado mayores alegrías como lector?
Hemos citado ya a algunos… En fin, a riesgo de algún olvido injusto, que lamentaría enormemente, citaré a los que tengo más presentes en la memoria: José María Merino, Luis Mateo Díez, José Luis Borau (además estupendo director de cine), Quim Monzó, Angelina Lamelas, Ángel Zapata, Hipólito Navarro, Eloy Tizón, Javier Sáez de Ibarra, Víctor García Antón, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Karmele Jaio, Julio Jurado (Andar por el aire). Miguel Sanfeliú y, entre los iberoamericanos que están entre nosotros, Fernando Iwasaki e Inés Mendoza (El otro fuego).Y libros de lectura más o menos reciente, con los que he disfrutado, serían: Historias de otro lugar, de José María Merino, El amigo de invierno, de José Luis Borau, Heridas crónicas, de Karmele Jaio y 88 Mill Lane, de Muñoz Rengel.
A menudo a uno, como lector, le basta que un texto, ya sea cuento, novela o poesía, además (o incluso aparte) de cualquier belleza formal, le comunique vida, le diga verdad. Eso me ha sucedido siempre con tus libros, Medardo. ¿Qué verdad te han susurrado de la vida los cuentos?
La mía, y la de muchos familiares y amigos. La tuya y la de muchos que aún andamos por aquí.
Sergi Bellversergibellver.blogspot.com
Hay en muchos de tus relatos una sutil carga de profundidad, una mirada extrañada que los distancia del mero naturalismo o del tedio costumbrista. También una sabia y chejoviana manera de no atar todos los cabos, como en “Señor Otaola, Ciencias”, por ejemplo. ¿Qué delata para ti a un buen cuento? ¿Cuál sería esa seña de identidad en tus mejores cuentos?
Decirlo todo sin contarlo. Dejar caer al autor sobre ellos con lo que en ese momento sienta, piense, añore, busque, con espíritu de compañero de viaje. El cuento ha de tener alma y el alma es inasible, es, según dicen, esos gramos de peso que pierde el cadáver del hombre en el instante de morir. En el cuento deben oírse ecos, como en la vida humana hay ecos que no son aparentes, pero configuran el misterio de cada cual. Los ecos dan consistencia real a los personajes y a las situaciones en que se encuentran.
La publicación de Escritura y verdad permitió, entre otras cosas, que muchos jóvenes conocieran tu trabajo. A pesar de todo, todavía parece que no pocos escritores actuales tienen ciertas lagunas respecto a sus predecesores, empezando por ti y siguiendo con otras piezas clave del cuento español como Ignacio Aldecoa, Francisco Ayala o Max Aub. Sin embargo, los mejores cuentistas norteamericanos de las últimas décadas son a menudo la referencia principal de esos nuevos autores. Eso ha producido lo que algunos llaman (José María Merino, por ejemplo) “deslocalización” de sus historias. Algo, por otro lado, casi inevitable en estos tiempos. ¿Crees que hay en nuestro país un espacio literario en blanco entre tu generación y la actual?
Creo que ese espacio en blanco se ha producido por lo de siempre, por falta de lectores. Ese espacio en blanco es crónico, siglo tras siglo, generación tras generación, desde que la literatura española existe, y si la literatura existe es, casi exclusivamente, gracias a los escritores. Aquí basta con saber el nombre del escritor o dedicarle una calle para olvidarse completamente de él. No se pasa del nombre. Y si, como es evidente, a los españoles no les ha interesado nunca España (de la que hablan como si se tratara de una tía enferma irremediable que vive en el Canadá), ¿por qué les va a interesar su literatura? Aquí lo que siempre vale es ser extranjero, incluso tonto extranjero, y si una española vecina nuestra viene a pedirnos un ramito de perejil, nos resulta molesta. ¡Qué diferencia con los británicos, con los franceses, con los alemanes, de un patriotismo realmente feroz!
En este ciclo de entrevistas contaremos cada semana con una pregunta realizada por los lectores. Manuel Abacá, desde Madrid y también cuentista, por cierto, nos envía la siguiente: “¿Considerar un tema agotado para la literatura implica tenerlo superado como autor o reconocer nuestras limitaciones y gustos?”
Querido colega Manuel Abacá: creo que, puesto que todos somos diferentes y las circunstancias también cambian, no puede haber tema agotado, aunque lo hayan tratado con acierto y con inteligencia muchísimas veces. Recuerdo a un compañero mío en el “Ramiro de Maeztu” que me dijo que él no pensaba escribir nada, porque todo estaba ya dicho. Si todos pensáramos igual, el mundo estaría sumido en el silencio y en el aburrimiento. Algo parecido me dijo un catedrático hispanista en Inglaterra: “Yo me he dedicado a estudiar la literatura española, porque en la francesa está todo dicho”. Pero su problema era mucho más simple: es que no se le ocurría nada nuevo sobre lo que ya estaba dicho.
Tú mismo, en su momento, has impartido cursos y talleres de escritura de relatos. Hay que reconocer que algunos de tus alumnos han llegado lejos e imagino que otros muchos seguirán emborronando cuartillas. ¿Hasta dónde crees que es posible la enseñanza en la creación literaria? ¿No se corre el peligro de producir una especie de “escritura de taller”, como dicen algunos? Quizá sólo podamos formar lectores en un taller, pero el escritor ya venga de serie. Háblanos un poco de tu experiencia en este terreno.
Alguna vez he contado que ni mi gente de los ’50 ni yo teníamos idea de esos talleres, aunque nos llegaban noticias de que los había en las universidades norteamericanas y en alguna británica. Nosotros fuimos escritores leyendo, pensando, corrigiéndonos a solas y porque Dios quiso, y ese era el sistema (si puede llamarse así) por los siglos de los siglos antes de nacer nosotros. Lo de ahora puede ser, entre los jóvenes, un temor infundado, una aprensión. Les gusta leer, se creen escritores y buscan la confirmación de lo que creen y sienten en un taller. Y del taller sale escribiendo, yo creo, el que ya era escritor antes de estar allí, y los demás aprenderán algo que no les va a estorbar en la vida. Merino, Zapata y yo parece que hemos tenido bastante suerte con algunos de los que han asistido a los nuestros, y eso es siempre consolador. Pero yo juraría que los talleres no pasan de ser una oportunidad para ejercitarse y una comodidad, y no me parecen imprescindibles.
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