Él mismo se llamaba «el creador sin escape». Escribía a todas horas y durante todos los días de su vida. Creaba mucho más de lo que humanamente era posible publicar. Además, en aquella España de principios de siglo la poesía no era un género fácil de editar. Y por si todo esto fuera poco, Juan Ramón Jiménez era un obseso de la edición, como meridianamente claro dejó dicho: «Maldigo a los que en el futuro hagan libros feos de mi obra».
Por eso no es de extrañar que muchos de sus versos, muchos de sus títulos, a menudo también menoscabados por otros proyectos, quedaran en carpetas y cajones. Como «Arte menor», un libro escrito en
1909 que ha quedado inédito como tal (algunos poemas sí fueron recogidos por el de Moguer en sus antologías, y publicados en extrañas e inencontrables revistas), cuyas páginas dormían en la la Sala Zenobia-Juan Ramón Jiménez de la Universidad de Puerto Rico. Ahora, «Arte menor» vuelve a la vida en preciosa edición crítica de Linteo Poesía que ha dirigido José Antonio Expósito Hernández, con la que, además, se cierra una trilogía del Nobel español dedicada a la poesía neopopular cuyas anteriores entregas fueron «Las hojas verdes» y «Baladas de primavera».
Por dos veces intentó Juan Ramón editar el libro. La primera, en París, con la mediación de Enrique Díez-Canedo, en la editorial Ollendorff. La segunda en la madrileña Renacimiento, del dramaturgo Gregorio Martínez Sierra. No fue posible, y el libro acabó en un cajón. Tras la Guerra Civil, y después de que la casa del poeta fuera asaltada por unos falangistas, el de Moguer le pidió a su amigo Juan Guerrero que rescatara todos sus manuscritos y se los enviara a Puerto Rico. Y en la isla caribeña han estado. Hasta ahora.
«Nos encontramos ante un libro tremendamente arriesgado y sorprendente –explica José Antonio Expósito-. Un libro repleto de audacia métrica, rítmica y estilística, de musicalidad y sutileza, de versos que influirían notablemente en las primeras obras de Lorca, Alberti y Miguel Hernández». Juan Ramón Jiménez, como krausista de la Residencia de Estudiantes creía en la ética y la estética del arte popular, pero no a la manera arcaizante del Machado de «La tierra de Alvargonzález», sino de una manera renovada, luminosa, ágil, viva y cien veces viva, poesía como la que este libro incorpora y que Juan Ramón vió y leyó en los primeros poemas de Lorca y Alberti, ante los que sintió «un enorme regocijo».
De su propia voz
Aunque el libro permaneciera inédito, los jóvenes del 27 lo leyeron parcialmente en la «Segunda Antolojía», de 1922, en revistas que perseguían y de la propia voz del poeta de Moguer en su casa madrileña. Hasta tal punto le imitaban que un buen día, Jiménez, un poco mosqueado, llegó a espetarle a Bergamín: «Ya está bien de que escriba usted lo que me oye». Y casos de influencia al pie de la letra. El «verde carne, pelo verde» lorquiano ya lo había anticipado años antes el de Moguer en «verde es la niña. Tienen / verdes ojos, pelo verde»; al igual que el «si mi voz muriera en tierra llevadla al nivel del mar», del «Marinero en tierra» de Alberti, lo había escrito el Nobel como «llevadme al mar /a ver si duermo».
La luna juanramoniana ya era de nardo, y luego Lorca la vistió con un polisón. Hasta los puñales de Federico ya refulgían en Juan Ramón. Incluso, «Arte menor» está dedicado a la “memoria permanente de de Don Luis de Góngora y Argote, único ético estético de nuestro pasado». Góngora, el vindicado también por los del 27. Sin embargo, el propio Juan Ramón advertiría a aquellos jóvenes: «Todo cansa, no pueden estar ustedes repitiéndose». Y nació el encono. Más o menos mutuo. Porque, como subraya José Antonio Expósito, «este tono popular no es el que consagra al poeta, pero sin él, sin esta savia, no puede haber poeta». «Arte menor», palabras mayores.
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