¿Se puede escribir un texto sin ningún verbo?
El primer texto es de Mario Vargas-Llosa, Lituma en los Andes, y el segundo es una reescritura sin verbos.
Desde niño a Pedrito Tinoco le habían dicho alunado, opa, ido, bobo, y, como siempre andaba con la boca abierta, comemoscas. No se enojaba con esos apodos porque él nunca se enojaba con nada ni con nadie. Y los abanquinos tampoco se enojaban nunca con él pues a todos terminaba por ganárselos su apacible sonrisa, su espíritu servicial y su llaneza. Se decía que no era de Abancay, que lo trajo a los pocos días de nacido su madre, la que sólo se detuvo en la ciudad el tiempo necesario para dejar a ese hijo no querido, dentro de un atadito, en la puerta de la parroquia de la Virgen del Rosario.
Chisme o verdad, nadie supo nunca en Abancay otra cosa de Pedrito Tinoco. Los vecinos recordaban que desde niño había dormido con los perros y las gallinas del párroco (malas lenguas decían también que éste era su padre), a quien le barrió la iglesia y sirvió de campanero y monaguillo hasta que el curita se murió. Entonces, ya adolescente, Pedrito Tinoco se mudó a las calles de Abancay, donde fue cargador, lustrabotas, barrendero, ayudante y reemplazante de serenos, carteros, recogedores de basura, cuidante de puestos del mercado y acomodador del cinema y de los circos que llegaban para Fiestas Patrias. Dormía hecho un ovillo en los establos, las sacristías o bajo los bancos de la plaza de Armas y comía gracias a los vecinos caritativos. Iba descalzo, con unos pantalones bolsudos y grasosos sujetos con una cuerda, un poncho deshilachado, y no se quitaba de la cabeza un chullo puntiagudo por cuyos contornos se escapaban unos mechones lacios jamás hollados por tijera o el peine.
Baboso, lelo, pasmado, botarate, comemoscas…, apodos de niñez y adolescencia de Pedrito Tinoco. Él impasible, jamás un suspiro, una lágrima, un reniego. Ni un gesto de enojo de los abanquinos, sino de cariño hacia el niño, por su sencillez, su buena predisposición y su pacífica sonrisa. La madre , igual de un pueblo cercano, a hurtadillas y veloz, desesperada, con miedo en el rostro. Y a la mañana siguiente, el hatillo arrebujado del bebito Pedrito Tinoco en la puerta de la parroquia de la Virgen del Rosario. Habladurías o certezas del pueblo abanquino, única versión de la leyenda, o de la historia, del pobre niño abandonado.
Recuerdos y chascarrillos de los vecinos de Pedrito Tinoco cuando chico: de noche, siempre junto a los perros y las gallinas del párroco, su padre seguramente (¡las malas lenguas…!), eficiente monaguillo: la iglesia sin una mota de polvo y las campanas, ding, dong, ding dong…, cada día con puntualidad.
De adolescente, ya su presunto progenitor en el otro mundo, en las calles de Abancay como cargador, limpiabotas, barrendero, sustituto de serenos, carteros y basureros, mozo de mercado y acomodador de cine o de circo en las Fiestas Patrias. El descanso nocturno en los establos, en las sacristías o bajo los bancos de la plaza de Armas. La comida diaria, gracias a la caridad de los vecinos. Los pies desnudos, los pantalones con bolsas y sucios de grasa, con una cuerda como cinturón, un poncho deshilachado y siempre un chullo puntiagudo en la cabeza sobre unos pelos lacios, siempre largos y enredados.
Esciribir un pequeño relato sin ningún verbo es un ejercicio peligroso porque el riesgo radica en producir una especie de prosa a veces surrealista. El merito de Andrea en este texto es de crear frases en las cuales el verbo está sin estar. Supongo que sería muy atrevido (y de más que compleja ejecución) idear una novela entera así. Prodríamos llamar este ejercicio un Lipograma en averbalización.
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