Por Jonio González
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¿Quién recuerda lo que es un cronopio? Optemos, con implacable arbitrariedad, por una definición que el propio Cortázar encontraría plausible: aquel ser merecedor de la alegría que transmite Louis Armstrong. Ensayemos ahora una definición más científica: aquel ser que va por el mundo buscando a sus iguales, descubriendo, con tanto desconcierto como felicidad, relaciones insospechadas entre los hechos y las cosas. Alguien capaz de ir más allá de la realidad y en su viaje de regreso modificar nuestra visión de cuanto nos rodea.
Me acuerdo de BORIS VIAN Pero sobre todo se trata de seres que cuando cantan se entusiasman "de tal manera que con frecuencia se dejan atropellar por camiones y ciclistas, se caen por la ventana, y pierden lo que llevan en los bolsillos y hasta la cuenta de los días". Cortázar es muy generoso en su definición, hasta el punto que nos permite considerarnos cronopios sólo con ser distraídos, con disfrutar hasta la emoción escuchando Mahogany Hall Stomp, con salirnos del recorrido ordinario. En rigor, sin embargo, no es tan simple. O lo es tanto como adscribir a la patafísica, esa ciencia de las soluciones imaginarias creada por Alfred Jarry. Esto es, la anomalía como norma, el apriorismo por encima de todo, la refutación sistemática, o sosteniendo, como el propio Boris Vian escribe en el prólogo de La espuma de los días, que "sólo existen dos cosas: el amor en todas sus manifestaciones, con mujeres hermosas, y la música de Nueva Orleans o de Duke Ellington. El resto debería desaparecer..."
Vian, empero, no propone abolir la realidad, sino transformarla por el método de "pensar sobre las cosas aquello que los otros no pensarán jamás", o, como ha escrito Jesús Camarero en su ensayo La espuma de Boris Vian, construyendo "un universo mágico por sus efectos, pero basado en una realidad que no puede ni debe refutar esa realidad imaginada por el autor". Sin abandonar las páginas de la citada novela, encontramos un perfecto ejemplo de esto. Consiste, sencillamente, en crear melodías tocando el pianocktail, un artilugio híbrido de piano y coctelera (de madera de arce en lo posible) con el que se consigue que a cada nota corresponda un licor o un aroma, obteniendo de ese modo un combinado que sepa a blues, u otro con sabor a pimienta y humo siempre que interpretemos Misty Morning. (Para entenderlo mejor, imagine por un instante el lector a qué sabe Black and Tan Fantasy.)
Esa autonomía del universo inventado propuesta por la patafísica (y experimentada aun inconscientemente por los cronopios), en el que las imágenes desbordan, en palabras de Camarero, "por su acumulación y su originalidad, contribuyendo de forma definitiva a cerrar el mundo imaginario conocido", Boris Vian la encontró en el jazz. Si en Cortázar éste definió la estructura de su obra magna, Rayuela, en él representó, pura y simplemente, el centro de su vida.
Nacido el 10 de marzo de 1920, el mismo día que Bix Beiderbecke, parece claro que Vian no podría haber eludido la tentación de la música: su madre, una apasionada de la ópera, decidió llamarlo Boris como homenaje a Mussorgsky y su Boris Godunov. La fortuna, que no da nada sin la promesa de arrebatarnos algo, le regaló a los doce años la enfermedad que se lo llevaría antes de que cumpliese los cuarenta, en junio de1959: un reumatismo cardiaco, seguido de una fiebre tifoidea, que le obliga a guardar cama. En el vasto imperio de su lecho de enfermo nace el amor hacia la música que marcaría su existencia y tres de los mayores demiurgos de su universo: Ellington, Armstrong y Bix. Inspirado por éste (cuyos solos aprenderá de memoria), Vian comienza a estudiar su instrumento preferido, la corneta, que bautiza como trompinette. En 1935 forma, con sus hermanos Lélio (guitarra) y Alain (batería y acordeón) y su amigo François Rostand (piano), su primera banda: Mon Prince et ses Voyous. Mon Prince era, obviamente, Boris.
Dos años más tarde se convierte en miembro del Hot Club de France, a cuya banda se une, compartiendo atril con, entre otros, Emmanuel Soudieux, uno de los contrabajistas preferidos de Django Reinhardt. Por entonces comienza su relación con Jacques Delaunay y su infinita discoteca, lo que sin duda le permite profundizar en esa deseada proyección de la realidad que se convierte en verdadera a fuerza de imaginarla "de cabo a rabo". (¿Y no es acaso el jazz la puesta en práctica, tantas veces como se quiera y de las formas que se quiera, de lo imaginado a partir de la realidad dada en la partitura? ¿No es acaso un modo, el más sublime quizá, de distorsionar las referencias, como el propio Vian pretendía en su obra literaria?) Es en esos años cuando comienza a rellenar libretas con nombres de músicos de jazz, de temas musicales, de sellos discográficos, como si la confección de listas ocultase un mecanismo capaz de reordenar el mundo, de poner por escrito los verdaderos elementos que lo componen.
Sin embargo, la realidad, tal como la mayoría la concebimos, tenía otros planes. La guerra era uno de ellos. Vian, obviamente, no se deja intimidar y forma su propio "maquis des jazzmen" en la casa familiar de Ville-D'Avray. En las numerosas reuniones que allí se festejan, el centro de las cuales lo conforman el jazz y la literatura, conoce a quien será su mejor amigo, Jacques Loustalot (Le Major) y a su futura esposa, Michele. Corre el año 1941. En 1942 nace su hijo Patrick (fundador a comienzos de los setenta del grupo de free jazz-rock Red Noise) y, a instancias de Alain Vian, Boris y Lélio se unen a la banda amateur del clarinetista Claude Abadie, cuyo repertorio está compuesto básicamente por temas de Duke Ellington y Bix Beiderbecke. Vian seguirá con ella al menos hasta 1949, un año antes de que los médicos, a causa de su enfermedad crónica, le aconsejen que deje de tocar. Entretanto, participa en giras por Bélgica; colabora con la orquesta de Claude Luter y con la formación de Michel Villiers y Hubert Fol; graba discos con Abadie para el sello Swing; funda en 1947 el Club Le Tabou, en el bar del mismo nombre; figura en las encuestas de la revista Jazz Hot (su mejor resultado será un quinto puesto, con 552 votos, en 1948); se integra puntualmente en la orquesta de Jean-Claude Fohrenbach; abandona Le Tabou y participa en la creación del club Saint-Germain, el local más “cool” del París de la época, al que invita a tocar a Miles Davis, Charlie Parker y su amado Ellington, futuro padrino de su hija Carole; consigue, seguramente contra su voluntad, que en el número 36, de septiembre de 1949, Jazz Hot lo compare con el "Armstrong de los mejores años" [sic].
También escribe novelas y cuentos, por supuesto, y canciones (casi cuatrocientas) que interpretan Henri Salvador (C'est le be-bop), Serge Gainsbourg (Quan j'aurai du vent dans mon crâne) o él mismo (Le Déserteur, rabioso alegato contra la guerra de Indochina), y polemiza en el seno del Hot Club con Panassié, tomando partido, junto a Delaunay, por las nuevas formas del jazz (léase bebop). En medio de esta actividad tan frenética como cuasirrenacentista, Vian tuvo tiempo para explayarse en las páginas de, entre otras, Jazz Hot (desde 1945), Combat y Jazz News (ambas entre 1946 y 1950), sobre sus ideas acerca del jazz. En sus deslumbrantes artículos consigue, al modo de Borges, llegar a la esencia de una obra en pocas palabras o trazar el retrato preciso de un artista en un par de frases. Así, en exactamente cuatro líneas alaba la potencia mordaz y la dulzura de Rex Stewart y critica su tendencia a las excentricidades espectaculares y el abuso de virtuosismo. Pero también sabe ser despiadado cuando algo le desagrada. En su opinión, Benny Goodman es un clarinetista no sólo sobreestimado sino estéril; la música de Artie Shaw "no es lo bastante nueva para sonar sensacional ni lo bastante sensacional para sonar nueva"; Stan Kenton, con quien en su opinión no vale la pena perder el tiempo, "tiene el alma de un abrelatas"; Dave Brubeck "es una increíble submierda", y George Shearing apenas una cagarruta.
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Para Vian, como para Cortázar, el nuevo jazz, es decir el bop ("en realidad la música que sale del cerebro de Parker", según nos dice en un artículo firmado en 1949) es un modo de crear realidad dentro de la realidad, o, más exactamente, de sustituir la primera por la segunda. (Recomiendo aquí al lector que compare esta postura con la de otro enorme escritor y crítico de jazz, Philip Larkin, para quien "el jazz agonizó por culpa de tipos como Parker y Gillespie".)
Y aun así, el músico Boris Vian jamás tocará una nota de bop, sino que seguirá fiel a la música de Nueva Orleans, como comprobamos en el reciente cedé lanzado por Buda Musique (que recorre su trayectoria, con diferentes formaciones, de 1943 a 1947). ¿Cómo explicar esta aparente contradicción por parte de un artista para quien el riesgo y la invención sorprendente estaban por encima de todo? ¿Por qué limitarse a copiar o repetir en lugar de seguir el nuevo camino que señala Parker, cuyos solos, auténticos arreglos en sí mismos, Vian considera por ello mismo poemas? Para empezar, en la polémica que divide al Hot Club entre quienes, con Panassié en cabeza, consideran que el de Nueva Orleans es el único jazz verdadero y aquellos que, como Delaunay, toman partido por el bebop, Vian, como hemos visto, se pone del lado de éstos, pero en la práctica asume una postura hasta cierto punto equidistante.
Como escribió en 1985 Javier de Cambra, en ocasión de la publicación de los Escritos sobre jazz de Vian, para éste "el bop no es sino una prolongación revolucionaria de la gran tradición", lo que significa que el jazz constituye, por una parte, un arte "siempre futuro", y, por otra, un continuum, y que la distancia que separa a Buddy Bolden de Miles Davis tal vez no sea tanta, pues los une la lógica de un género que no ha dejado de evolucionar sin por ello olvidar sus raíces: "No hay la menor diferencia de espíritu", escribe Vian en 1948, "entre el viejo estilo y el bebop. Son dos fases de la evolución de una sola e idéntica cosa: la música negra." (Curiosamente, por la misma época Panassié escribía que "la música de jazz se renueva sin cesar".) Pero si profundizamos un poco en sus escritos, veremos que apegarse a Bix excusaba a Vian de seguir la estela de Miles (o de Gillespie) y ponerse así en evidencia. ¿Por qué esto último? Por una simple cuestión de dominio técnico, como nos comentaba recientemente Carlos Sampayo, pero también, como surgió en la misma conversación, por ciertos principios, llamémoslos ideológicos, que encontramos compendiados en una serie de artículos escritos para Combat entre el 11 de marzo de 1948 y el 6 de mayo del mismo año.
En estos artículos Vian sostiene, a pesar de los elogios que siempre prodigó a ciertos músicos blancos (incluidos artistas como Zoot Sims) que en última instancia éstos no hicieron sino esquilmar una música que es, en esencia y por definición, negra. "La música negra está, cada vez más, atestada de elementos blancos a menudo simpáticos pero siempre superfluos, o al menos reemplazables con ventaja por elementos negros", escribe, y no tiene empacho en sostener que el lugar de Jack Teagarden en la orquesta de Armstrong era el guardarropa (esto tras alabarlo un mes antes en las páginas de Jazz Hot), o que el jazz de la Costa Oeste no estaba mal, siempre que se lo escuchase poco. Así pues, cabe sospechar que, por una cuestión de integridad ética, Vian no se creía en el derecho, por así decirlo, de interpretar una música que no le correspondía ni por tradición, ni por condición, ni por color de piel, y que el amor que sentía hacia ella sólo podía expresarse como músico aficionado en una formación de músicos aficionados que se limitaban a imitar, sin interferencia alguna, una música que consideraban "sagrada".
Sin embargo, o por ello mismo, en el mencionado CD editado por Buda Musique, Vian y sus compañeros casi no interpretan (a excepción de The Roof Blues o At the Jazz Band Ball, de LaRocca) temas al estilo de los New Orleans Rhythm Masters o los Rhythm Jugglers, sino piezas de Clarence y Spencer Williams, Ellington, Hines, Armstrong, Waller o Morton, y lo hacen como si intentaran reencarnarse en una suerte de Original Creole Jazz Band algo ralentizada. No obstante esto, la corneta y la trompeta de Vian se nos antojan absolutamente "blancas", y su sonido no recuerda tanto a su amado Beiderbecke sino a quien de algún modo sintetizó a éste con Armstrong y dejaría su huella en Davis: Bobby Hackett. Encontramos en el músico Vian la misma tendencia al legato, a la modulación sonora, a la suavidad, como si pretendiese pasar de puntillas, no dejar sombra, arder en un fuego de inmanencia sin pretender, ni por un instante, robarlo a los dioses.
Boris Vian, recordarían sus amigos, vivió por y para el jazz. Este fue su mayor amor y su alimento, su pasión y su refugio. Si el principio que regía el arte de Johnny Carter en El perseguidor no era el placer sino el deseo, cuya frustración impulsa a continuar indefinidamente con la búsqueda, Vian, al igual que el iracundo y frágil Larkin, buscaba algo esencial, presente y al mismo tiempo inhallable, no por perdido o inexistente, sino por inalcanzable. Y lo halló en el jazz, ese "fuego central olvidado" capaz, en palabras de Julio Cortázar, de devolver a los hombres "a un origen traicionado". Como suele ocurrir con los amores verdaderos, el jazz hizo de Vian algo más que un hombre: un alma vuelta hacia la noche luminosa. © Cuadernos de Jazz, 2007-2011 |
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