En nuestras respectivas existencias, solemos cruzarnos con muchas personas pero muy escasas veces tiene lugar un encuentro. No sé realmente si fue azar o suerte, o ninguno de los dos, o fruto de una necesidad, pero en el año 2002 compartí tres veces momentos con Édouard Glissant. El escenario del primer encuentro fue Madrid, para una suerte de congreso en la Casa de América. Poco recuerdo de lo que se dijo durante estos dos días, pero guardo en mi memoria dos pequeñas secuencias. La primera tuvo lugar en un taxi que nos llevaba al restaurante Gijón del Paseo de Recoletos para cenar. Me preguntó sobre la tesis que estaba escribiendo sobre él y, después de escucharme, exclamó: "¡Entonces, eres mi enemigo más íntimo!". Al día siguiente, cenamos otra vez juntos y habló de fútbol (era un seguidor apasionado de la liga francesa) y de poesía (tema en el cual me sentía un poco más cómodo que con el anterior). Tenía yo que coger un avión esta misma noche, pero no conseguía dar por acabado este momento y estiraba el tiempo, intentaba hacerlo durar mediante silenciosas promesas repetidas cada cinco minutos. Pues sí, cuando llegué al aeropuerto, el avión no me había esperado. Tuve que llamar a unos amigos para pasar la noche antes de regresar a Barcelona. Estábamos en marzo y el frío era intenso. Unos meses más tarde, esta vez en pleno calor estival, nos encontramos en Port Leucate, al lado de Perpignan, en la casa de una amiga común. Al día siguiente nos invitó todos a verle en la Costa Brava, donde su editora española le dejaba una casa para unos días. Todavía lo veo, estirado en una tumbona, con sus pantalones cortos y leyendo una novela negra americana. Fue un día de gran cordialidad, un día de calor humano sumándose al imposible calor de julio. Antes de irnos, Édouard Glissant anunció que irían a visitar un poco Cataluña, y por mi parte le invité a pasar por nuestra casa si le apetecía. Dos días después se presentaba en Vallirana. Pasamos el día juntos y leyó a mi hijo Théo, que tenía entonces un año y a duras penas se sostenía de pie, una poesía suya. Creo que mi hijo se quedó subyugado por este negro gigante que invocaba las palabras más que las pronunciaba, pero se quedó inmóvil y muy atento. Quizá aquel día intuyó algo sobre la vida y las (pocas) personas que permiten darle sentido.
Jean-Christophe Martin
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