jueves, 10 de marzo de 2011

Crónicas intempestivas, por Valentino Wajciechosczaf. 2011-03-10.

Mi madre tiene una gata o, mejor dicho, una gata tiene a mi madre. ¿Qué pasa cuando un animal se convierte en el más próximo horizonte de existencia de una persona? Jean-Paul Sartre tenía esta frase: “Cuando se quiere demasiado a los animales y a los niños, se les quiere en contra de los hombres”.  Recuerdo que un día (no este, sino aquel), en un parque zoológico, apareció un hombre que tenía a su hijo atado a una especie de correa acabada, a modo de collar, en cuatro partes que le cinchaban el pecho, lo que provocó el comentario de mi compadre Nene: “¡Otro que no pudo tener perro!”. Para añadir un elemento al tema, confesaré que durante unos meses trabajé en una empresa dedicada a la comida para perros y gatos. Esta empresa – de cuyo nombre no quiero acordarme-, disponía, para elaborar sus productos y sus estrategias comerciales, de un elenco muy variado de razas, tamaños, pesos de animales que los empleados llamaban los Invitados. Era evidente que antes de poner en acción sus mensajes publicitarios destinados a los dueños, tenían que satisfacer el olfato y las papilas gustativas de sus Invitados. Pero tanto en la manera de referirse a ellos como en el trato que les reservaban, los Invitados no distaban mucho de recibir un cuidado que muchos humanos acogerían más que gustosamente.

La relación entre seres humanos y animales, cuando no se trata de una relación únicamente basada sobre la alimentación, suele ser por lo menos curiosa.

Lo que Freud llamaba transferencia remite a una manera inconsciente de revivir afectos, expectativas y deseos infantiles reprimidos. Otro término, vinculado al anterior, la contratransferencia, trata de la manera que tiene el analista de no interferir, con sus propias transferencias, con los contenidos psíquicos del analizado. ¿Intentará el gato de mi madre no interferir con los contenidos psíquicos de mi madre? ¿Tiene mi madre afectos infantiles reprimidos? ¿Su gata tiene conocimientos de psicoanálisis? ¿Estamos todos locos? Recuerdo que uno de mis profesores (filósofo, matemático y enólogo) solía decir, entre bocanadas de su habano, que éramos todos “normalópatas”? Sin embargo, hay que admitir que la normalidad tiene muchos grados, unos cuantos rozando con la neurosis, dentro de la cual no puede faltar la relación entre seres humanos y animales. De hecho, cuando oigo a mi madre decir “Mi bebe de amor, cariñito” a la dichosa gata, no acabo de entender si su gata es la única persona en el mundo digna de su afecto o si ha decidido que el perímetro más válido de su relación con el mundo no podía extenderse más allá del de su gata, lo que implica que sólo se puede entrar si uno está invitado. ¡Ostras!, entonces, ¿cuál es el invitado del otro?

El otro día (ya se sabe, no este, sino aquel) vi un caniche rosa. Dado que no consumo drogas y que bebo con constante moderación, no se podía tratar de una alucinación. Era realmente un caniche y había pasado sin duda por las manos de un peluquero canino que le dejó el pelo de color rosa. Si se busca por internet y, en santo Google, se introduce la frase “perros o gatos que se parecen a sus dueños”, encontraremos imágenes más que elocuentes. No extraña, pues, leer que unos gastan hasta 1300 euros al año sólo en comida para su mascota. ¿Es necesario recordar que esta suma representa casi el doble de los recursos medios por habitante de países como Sierra Leona?

El concepto de “pobreza en mundo” o Weltarmut, que Martin Heidegger desarrolló para definir a los animales en unos de sus libros más emblemáticos, Los conceptos fundamentales de la metafísica: Mundo – Finitud – Solitud (publicado en 1983, ocho años después de la muerte de su autor), se articula con otros dos términos: Weltlos, sin mundo, como lo es la piedra, y Weltbildend, formador de mundo, como lo es el hombre. Este último concepto remite al tajante rechazo del filósofo en el momento de aceptar definir al hombre como animal razonable, o como ser vivo dotado de lenguaje o de razón, por la sencilla razón que el ser del hombre no puede ser determinado por lo que se le añada, es decir que el ser humano ES lenguaje, y ES razón.  Pero, ¿qué pasa cuando mi madre mira a su gata y pronuncia en un suspiro tan admirativo como desolado: “¡Sólo le falta hablar!”?

Define a su gata por lo que, para ella, es su principal carencia, lo cual no deja de sorprender. De hecho, si apuntáramos en esta misma dirección, ¿no nos conduciría a concebir el rábano por su falta de sonrisa…? Quizá esté subrayando, más que lo que la separa de su gata, lo que le acerca a ella, lo que Aristóteles, en su De Anima, llamaba threptikon (que se podría traducir por “potencia nutritiva”) y que el filósofo expone así: “Llamamos threptikon  esa parte del alma que comparten hasta los vegetales”. Y si mi madre se pasa el día preocupándose por saber si su gata tiene hambre y dispone en su plato de toda la comida necesaria a su saciedad y felicidad (¿la de mi madre o la de la gata?), y dado que la gata no caza ni tampoco acciona el más mínimo principio de movimiento para expresar su hambre, el threptikon ES mi madre. Mi madre se ha convertido en la potencia nutritiva de su gata, como el humus para el rábano. ¿Será la gata de mi madre un rábano?

Pero no nos desviemos. Pues sí, eso dice, ¡Sólo le falta hablar!, pero como mi madre se pasa el día hablándole, podemos concluir que habla por los dos. Quizá, al fin y al cabo, la gata de mi madre sea un ser humano cuya animalidad le sobre... Esto me hace pensar de repente (y que nadie me pregunte por qué) a esta exclamación que algunas mujeres ofrecen a sus amantes sexualmente muy cumplidores: “¡Eres un animal!”. ¿Qué quieren decir exactamente? Entonces, que estas parejas zambullidas en los efluvios del placer hayan conseguido unir la Weltarmut de uno a la Weltbildend de la otra y así configurar un espacio mundano autosuficiente tan placentero como efímero (cada coito tiene sus límites…), parece ser digno de admiración, por no decir de envidia. Quizá, la misma pareja haya logrado resolver el mito platónico del andrógino y cada parte del dúo haya opuesto a la desconsolada pérdida de su mitad una totalidad inalterable. ¡Qué cosas tienen algunos!

Hablando de animales, esto también me hace pensar (¡desde luego, qué día tengo!) en el  libro de Michel Onfray, Cinismo. Retrato de los hombres llamados perros (1990) cuando escribe: Filósofo es aquel que, en la sencillez y hasta en la indigencia, introduce el pensamiento en su vida y da vida a su pensamiento”; “Diógenes detesta más que nada a los hombres que contribuyen con ardor y determinación a su propia alienación y se abandonan al azar y la suerte con la mayor de las pasividades”. Si hablamos de la relación de mi madre con su gata en términos de pensamiento obsesivo y si observamos que esta gata se pasa más de media vida durmiendo, me pregunto: ¿da vida a su gata para introducir pensamiento en la suya? Además, cuando le pregunta “¿Qué pasa?”, “¿Qué dices, belleza mía?”, ¿será mi madre más cínica de lo que pensaba al querer introducir el pensamiento en la vida de su gata?

Sin embargo, el cínico es como un perro vagabundo y sin amos, pero siempre cuando la relación de dependencia sea muy marcada, y en el caso de mi madre y “su” gata, la frontera dista mucho de ser tan definida. Quizá la gata sea una extensión analfabeta y ágrafa del propio ser de mi madre, y con este encuentro, hace más de diez años, hayan unido las dos, como los amantes edénicos antes mencionados, Weltarmut y Weltbildend, y vivan en plena armonía  dentro de su perímetro de felicidad. Por lo menos es lo que les deseo.

En cuanto a los que se hallan fuera de cualquier recinto paradisíaco, puede que el último apunte de esta crónica les saque una sonrisa o una lágrima, según se mire. El 30 de agosto de 1755, Voltaire escribió una carta a Rousseau, después de haber leído su ensayo titulado Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, ensayo donde Rousseau expone su teoría del buen salvaje[1]. En esta carta, Voltaire dice: « Nunca se empleó tanto ingenio en querer convertirnos en bestias[2] ; a uno se le entran ganas de andar a cuatro patas cuando se lee su libro. Sin embargo, como he perdido este hábito hace ya más de sesenta años, temo que me será desgraciadamente imposible reemprenderlo ahora, además dejo esta actitud natural a los que, más que a usted y a mí, son más dignos de ello”. En fin, como lo dice mi compadre Nene: “Siempre nos quedarán Pierre Boule y Abū l-Walīd Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd”.
Continuará…


[1] Unos años después, Rousseau publicará Emilio, o De la educación (1762). En este libro, el autor desarrolla las razones de la infelicidad del hombre y escribe: “Que sepa que el hombre es naturalmente bueno, que lo sienta, que juzgue al prójimo por sí mismo; pero que vea cómo la sociedad deprava y pervierte a los hombres”.

[2] Aquí, un juego de palabras difícilmente traducible. El original dice: “à nous rendre bête », lo que significa tanto « convertirnos en animales » o “bestias”, como « volvernos tontos ».

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